Una sombra le cruzó la cara. Encorvado y paralizado, ladeó la cabeza y vio a Pavel Mirsky a un par de metros de distancia.
—Garry. ¿Puedes venir conmigo ahora?
—No debería estar enfermo. Los ayudantes...
—¿Tal vez no funcionan bien? Todo se disipaba.
—No sé.
—Calidad inferior. No talsit, sino pseudotalsit.
—Los remotos tendrían que haberlo reparado.
—Nada humano es perfecto.
Mirsky hablaba con calma, pero no hacía nada para ayudar a Lanier, ni siquiera para pedir auxilio. Lanier había dejado su comunicador en la cabaña.
Ahora no había mucho dolor, sólo el túnel negro, los portazos cerrando los recuerdos.
—Es ahora, ¿verdad? Estás aquí porque es ahora.
—Pronto serás copiado en tu implantación. Tú no quieres eso.
—No. Pero no debería ser ahora.
Mirsky se arrodilló a medias y lo miró intensamente.
—Es ahora. Te estás muriendo. Puedes morir a su modo, y esta vez. le datan un nuevo cuerpo, o puedes morir a tu propio modo, en cuyo caso me gustaría que vinieras conmigo.
—No te entiendo. —Le resbalaba la voz. No podía controlar la lengua.
Esto es espantoso. Fue espantoso antes, y lo es ahora—.
Karen.
Mirsky sacudió la cabeza.
—Ven conmigo, Garry. Hay aventura. Y algunas verdades realmente asombrosas. Debes decidir pronto. Muy pronto. No es justo.
—Pide ayuda, por favor.
—No puedo. En realidad no estoy aquí, no físicamente.
—Por favor.
—Decídete.
Lanier cerró los ojos para eludir el túnel, pero no pudo. Ya no sabía quién era.
—De acuerdo —dijo con un hilo de voz.
Sintió una tibieza detrás de los ojos, y algo afilado —aunque no doloroso— penetrándole en el cerebro. El filo mondó sus pensamientos capa por capa, y por un instante no hubo yo. Pero la mondadura continuaba, extrayendo, desprendiendo. Luego el proceso pareció invertirse, y sintió que las cosas volvían a su lugar, pero con un trasfondo de textura diferente, como si él fuera la pintura de un lienzo, separada de la vieja superficie y pegada a una nueva. Pero no había superficie, ni suelo, nada sólido a lo que aferrarse, sólo el dibujo y un inefable contacto con Mirsky, que ya no parecía Mirsky, que ni siquiera parecía humano. Lo que veía ahora no era luz, y lo que oía de Mirsky no eran palabras.
Me preguntaba qué eras realmente, dijo sin labios. No eres un hombre.
Ya no, afirmó Mirsky. Pondré aquí algo para Karen, para que ella no lo pierda todo.
Lanier se desplomó, aplastando un helecho y cayendo del lado podrido del tocón. Parpadeó. Su mano derecha tembló, se arqueó, se distendió. Los pulmones resoplaron y la orina mojó los pantalones. El corazón siguió latiendo varios minutos, pero la respiración cesó y el pecho se quedó quieto.
Su implantación no estaba vacía, pero Garry Lanier estaba muerto.
La séptima cámara se encontraba sumida en sombras, en el lado opuesto al Sol, la Tierra y la Luna, de cara a las estrellas. Sus bordes lisos y su vasta cavidad redonda y limpia de escombros eran de una negrura menor y más vacía. Sólo cuatro juegos de lámparas alumbraban su perímetro, y las luces espasmódicas de los investigadores que hacían los últimos retoques.
En la cabina que coronaba el conducto había un grupo de notables e invitados: los historiadores oficiales del Hexamon, a quienes Korzenowski ya conocía; científicos y técnicos que asumirían las funciones de mantenimiento una vez que la Vía estuviera reconectada y reabierta; el presidente y el ministro de la presidencia; el director de Thistledown; Judith Hoffman.
Olmy, con mucho mejor aspecto.
Todos colgaban en los tenues filamentos de los campos de tracción como presas de una araña, quietos y expectantes.
Tanto ceremonial como si fuera la auténtica reapertura, pensó Korzenowski, yendo hacia el centro de la cúpula con la clavícula extendida. Lo había hecho antes, siglos atrás; abrir la Vía por primera vez después de su creación, impulsar al Hexamon por un camino aún más difícil y definitivo de lo que nadie sospechaba.
Aún no había decidido si transmitiría la señal de Olmy. Ni su amistad, ni siquiera su deuda personal con él tenían más peso que un acontecimiento de tamaña importancia. Su gran responsabilidad estaba por encima de las consideraciones personales.
Aun así, Olmy nunca había hecho nada que no fuera beneficioso para el Hexamon. No existía una persona más heroica ni dedicada.
Korzenowski se encerró en el campo de tracción del centro de la cabina y colocó la clavícula de control en su sitio. Los nodos que rodeaban el casquete de la séptima cámara eran esclavos de este dispositivo. Korzenowski tenía a su disposición toda la capacidad y potencia de la maquinaria de la sexta cámara. Había consagrado meses a los preparativos y las pruebas. Empuñaba la clavícula con mano firme, tenía la mente más despejada y concentrada que nunca.
El momento había llegado. Los visitantes callaron y dejaron de pictografiar.
Korzenowski cerró los ojos y dejó que la clavícula le hablara. Las sondas superespaciales de Thistledown —abstracciones matemáticas a las que la maquinaria de la sexta cámara daba una realidad provisional— se extendían hacia fuera, hacia dentro y en direcciones que el cerebro humano no podía seguir sin ayuda.
Atravesando la apretada trama de semirrealidades que rodeaban aquel universo, atravesando la multiforme quinta dimensión que separaba los grandes universos y sus mundolíneas, las sondas fueron en busca de algo artificial, algo distinto del organizado caos de la naturaleza. Comunicaron los resultados a la clavícula y a Korzenowski. Él vio una urdimbre de universos girando y entremezclándose, coincidiendo y separándose, casi siempre alejándose unos de otros, aumentando su distancia pentadimensional.
Experimentó una especie de éxtasis. La parte de él que era Patricia Vasquez era como la serena superficie de un océano profundo que aceptara la lluvia; sin responder, sólo recibiendo, dejándolo a solas para manejar su extraordinaria tecnología.
Por un instante atemporal, Korzenowski se fundió con la clavícula y comprendió con una claridad tan transitoria como trascendente todos los secretos de aquel limitado segmento pentadimensional.
Korzenowski se hallaba en aquel estado que había experimentado pocas veces en el pasado; las preguntas teóricas acerca de la naturaleza del superespacio no significaban nada. Él sabía.
En ese lugar que trascendía las palabras y la experiencia, encontró una anomalía. Infinitamente larga, extrañamente enrollada
es como un gusano
En varios puntos. Esos puntos eran lugares de profunda confusión conocidos como pilas geométricas; lugares curiosamente enrollados dentro de los límites de un universo, el suyo, que se extendía como una llama lineal hacia una oscuridad desocupada e indefinida: la sombra del universo terminal que sería creado y fracasaría...
La Vía.
Dentro de esos pesados, fluidos, pero inmutables rollos —intestinos, serpientes, moléculas de proteínas, espirales de ADN— buscó un extremo cauterizado. La búsqueda pudo haber durado siglos; no lo sabía ni le importaba. Si Thistledown se hubiera convertido en un cascarón frío y estéril en el tiempo que él tardaba, no le habría importado. Su objetivo era claro y abrumador.
Korzenowski examinó su creación con mayor cuidado, con ojo más experto y maduro. Había ciertos rasgos de la Vía que quizá merecieran futuras investigaciones: la estructura de las sinuosas y entrelazadas pilas geométricas, las maravillosas y complejas curvas de la Vía interactuando con las enormes anomalías espaciotemporales del universo padre, sorteando el caos y la inevitable destrucción. Su creación se había convertido en algo semejante a un ser vivo que procuraba continuar su existencia sin perturbaciones.
Los sensores no encontraban un patrón o sentido general en ninguna parte de la gran urdimbre de universos. Ninguna inteligencia había forjado todo aquello, nada le había dado existencia mediante un acto de voluntad. Si existía Dios o existían los dioses, aquí no tenían lugar; Korzenowski lo supo más allá de toda duda; lo sabía de un modo que nunca podría comprender ni recobrar del todo.
No había un dios de la totalidad y de cada cosa. Ningún dios habría deseado semejante papel, pues lo que veía Korzenowski no podía haber sido creado y nunca sería destruido. Era el inefable Misterio del superespacio, el pozo que, más allá de la matemática y la física, absorbía todas las contradicciones gödelianas.
Korzenowski veía un fabuloso despliegue de lienzos sobre los cuales podían pintarse aquellas cosas que conciernen a las inteligencias, un campo de juego para inteligencias cada vez más evolucionadas y grandiosas, hasta y más allá de los dioses. Mundos sobre mundos sobre mundos, sin fin ni principio.
Aquí nunca habría tedio ni soledad permanente. Esto era Todo, y era infinitamente más que suficiente.
Casi como un anticlímax, el Ingeniero encontró lo que buscaba: el extremo cauterizado de la Vía.
Preparó la clavícula y alimentó los estimuladores y proyectores que rodeaban la expuesta séptima cámara. Los reflejos y distorsiones de la Tierra, la Luna y el Sol formaron aureolas giratorias en torno del perímetro. Las estrellas distantes titilaban.
Él no movió nada, no ejerció fuerza, pero desplazó el extremo cauterizado de la Vía por distancias enormes para cruzarlo con el campo dilatado de los proyectores. Sólo pensaba en los confines del superespacio; gozaba del éxtasis de usar sus capacidades al máximo. Las consecuencias ya no importaban. El acto en sí era suficiente.
El cielo nocturno de la Tierra se llenó nuevamente con difusas láminas de luz y las estrellas bailaron. Karen gritaba en la vacilante negrura. Hacía siete horas que Lanier se había ido, y no podía llamar a un equipo de búsqueda. La cabaña estaba sin energía. Peor aún, no era posible comunicarse.
Recorrió el sendero de un lado a otro, desplazándose por el bosque a la luz de un farol eléctrico, asustada por el despliegue pirotécnico que veía a través del dosel del bosque.
—¡Garry!
La abrumaba una certeza, era consciente de que le faltaba una conexión. Sabía que no lo encontraría vivo. Se enjugó las mejillas con el dorso de la mano y parpadeó para combatir un cosquilleo de terror.
Alumbró nuevamente el camino. Los pasos siempre terminaban allí. Como si lo hubieran arrastrado. Era la tercera vez que se internaba sin encontrar más pisadas. Cuando miraba hacia arriba con una mueca de frustración, un cielo rojo se reflejaba en su rostro húmedo.
—¡Garry!
En aquel punto las pisadas se volvían confusas, como si él hubiera arrastrado los pies. Junto al sendero, los helechos y el musgo tupido ocultaban todas las huellas. Un tocón sobresalía del follaje. Karen había pasado frente al tocón media docena de veces, alumbrándolo con el farol.
Por primera vez, notó que habían arrancado un trozo largo de corteza. Apartó los helechos y vio un declive del terreno. En el borde, los helechos estaban aplastados.
Jadeando, bajó patinando la cuesta y se quedó plantada a medio barranco, sin atreverse a continuar. Apretando los labios, se agachó y acarició un helecho roto. Usó ambas manos para apartar las gruesas ramas.
Por encima del bosque, un frío resplandor verde mar más brillante que su farol teñía el cielo, deslizándose detrás de cada sombra y achatándolo todo. El perfil que estaba más allá de los helechos cobró un relieve onírico.
—Garry —murmuró Karen, el rostro demudado.
Tuvo la sensación de caer en un pozo profundo. Le tocó el cuello para tomarle el pulso, no sintió nada. Apuntó la luz hacia unos ojos abiertos y vacíos. Sintió un hormigueo al tocar esa piel helada, la piel de su esposo; no pudo contener un gemido entrecortado. No podía llamar a Christchurch. La actividad de Thistledown interfería todas las comunicaciones.
Estaba sola.
Instintivamente —había pasado por esto una sola vez, pero estaba bien entrenada— abrió su herramienta de bolsillo y bajó el cuello arrugado de la chaqueta, moviendo el cadáver para dejar el cuello al descubierto.
Lanier no sentía su cuerpo, no sentía nada, pero en cierto modo veía: sin ojos, abrazando la luz y hallando imágenes.
Experimentaba la presencia de su maestro y sabía que era el ser que había representado, o retomado, el papel de Pavel Mirsky. Se mezcló con este ser, observó su naturaleza y sus cualidades, y empezó a imitar aquel modelo, obteniendo más control.
Sin habla ni palabras, hizo ciertas preguntas apremiantes que le habían quedado de su mente física, y recibió principios de respuestas.
¿Dónde estamos?
Entre la Tierra y Thistledown.
No parece la Tierra. Esos dedos de luz...
Ahora no estás viendo con los ojos. Los has dejado atrás.
Sí, sí... Su impaciencia era una vibración, un castigo en sí misma. Pronto aprendería a dominar esas emociones residuales; sin cuerpo, no sólo eran inútiles sino perturbadoras. El dolor se ha ido. También mi cuerpo.
No es necesario.
Lanier absorbió y procesó las imágenes de la Tierra. Su aspecto era distinto; parecía cubierta de estrías relucientes que afloraban a la oscuridad, titilaban y desaparecían.
¿Qué son? Apenas veo el planeta. ¡Hay tantas!
Son todas las criaturas recogidas, grandes y pequeñas. Mira hacia dónde va la luz.
Forma una especie de nudo. No puedo seguirla.
Cosecha las vidas. Recoge cada recuerdo, cada patrón, cada sensación.
¿Almas?
No como tales. No hay cuerpos ectoplasmáticos ni almas. Todos somos frágiles y poco duraderos, como flores que se marchitan. Cuando nos vamos, nos vamos de veras, y el universo queda vacío, desolado, amorfo. A menos que en algún momento los que poseen el poder decidan organizar una especie de resurrección.
¿Quién lo está haciendo?
La Mente
final.
¿Nuestros descendientes nos salvan?
Con buenos motivos. Las observaciones de los seres vivientes son una destilación del universo, una conversión de la información en conocimiento. Toda sensación, todo pensamiento, toda experiencia es recogida, no sólo en el instante de la muerte sino durante toda nuestra vida. Ese conocimiento es precioso. Puede ser destilado todavía más y pasado a través de las fisuras más diminutas de conexión entre este universo que muere y el nuevo universo que nace de él. La destilación se impone sobre la nueva creación, así como la desaparición de la semilla, la rescata del caos al imprimir una forma. Entonces la nueva creación puede desarrollar sus propias inteligencias, que de algún modo repetirán el proceso cuando su universo envejezca.