Gengis Kan, el soberano del cielo (50 page)

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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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Descendió por la ladera y miró hacia atrás; Tabudai la seguía. Ella avanzaba lentamente, atenta a cualquier sonido, hasta que oyó el suave murmullo del agua. El arroyo era diminuto, y muy pronto se secaría por completo.

Cuando se agachó para llenar su cantimplora, a sus oídos llegó un grito. Alguien se acercaba. Tabudai corrió ladera arriba; el ruido que hacía atraería a los enemigos. Ella recogió el agua y corrió tras él. Abajo, un caballo relinchó; la joven pisó el largo faldón de su abrigo y cayó, se levantó y se dirigió a la choza. A través de los árboles, vio que Tabudai desataba el caballo y montaba de un salto. Antes de que pudiera gritarle, el hombre había desaparecido.

Diez jinetes salieron de entre los árboles y le apuntaron con sus arcos.

—¡Piedad! —gritó la joven, ajustándose más el pañuelo para cubrirse el rostro.

—No morirás —le dijo un hombre al tiempo que agitaba un brazo—. Seguid al que escapó —ordenó a los otros.

Cinco jinetes se internaron en el bosque; el hombre que había hablado antes desmontó, se acercó a ella y la puso de pie.

—¿Cómo te llamas?

—Yisui —susurró la muchacha—, hija de Yeke Cheren.

El hombre echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

—El Kan nos recompensará por haberte encontrado.

Ella lo miró atónita.

—¿Tu Kan me busca?

—Sí. —Le retiró el pañuelo del rostro—. Y ahora veo por qué.

—Qué lástima —dijo otro hombre—. Podríamos haber gozado de ella.

Yisui se estremeció. El Kan sólo reclamaría una hija de Yeke Cheren para exaltar su victoria. Ella tendría que soportar al hombre que había acabado con los suyos.

Yisui fue conducida por cinco de los diez guerreros hasta un lugar donde otros jinetes esperaban junto a un grupo de mujeres y niños que habían tomado prisioneros. Uno se adelantó para anticipar al Kan la captura, los demás lo siguieron con los cautivos. Llegaron al campamento de su padre tres días después, y para entonces los otros cinco hombres los habían alcanzado, abandonando la persecución de Tabudai.

Yisui desvió la vista de las cabezas empaladas cerca del campamento por miedo a ver la de su padre. Sus captores la separaron del resto de los prisioneros y la condujeron hasta la tienda de Yeke Cheren. Un guardia los saludó en la entrada.

—Bienvenidos, hermanos —les dijo—. El Kan quedó muy complacido con vuestro hallazgo. Está cazando junto al río. Id a pedir vuestra recompensa y dejad a la mujer aquí.

Yisui desmontó. Otro guardia ascendió los peldaños y habló con los que estaban dentro de la tienda. La joven se alisó el abrigo con mano temblorosa.

—¡Yisui!

Alzó los ojos. En la entrada estaba Yisugen, vestida con la larga túnica y el alto tocado de la esposa de un Noyan. Por un momento, Yisui creyó que entraría para encontrar a su madre junto al fogón y a su padre sentado cerca de la cama.

—Yisugen —susurró, y después subió los peldaños a la carrera para arrojarse entre los brazos de su hermana.

Ambas se abrazaron, llorando de alegría, incapaces de decir palabra. Finalmente Yisugen pidió a las criadas que se marcharan y condujo a Yisui hasta un cojín.

—Rogaba que te encontraran —dijo Yisugen—. Cuando me dijeron que lo habían hecho, creí que el corazón me estallaría.

Yisui se enjugó el rostro. La emoción que sentía por ver a su hermana se atenuó a medida que comprendió por qué Yisugen estaba allí.

—Supliqué al Kan mongol que te buscara —prosiguió Yisugen—, y ahora estás conmigo, tal como me lo prometió.

—¿Le pediste que me buscara?

Yisugen asintió.

—Le dije que te cedería mi lugar, que tú serías mejor esposa para él.

Yisui se enfureció.

—Yo estaba con Tabudai.

—¿Está vivo? —preguntó su hermana, asombrada.

—Escapamos juntos a las montañas. Cuando los mongoles me encontraron, él huyó a caballo. —La joven hizo una mueca—. De modo que ahora pertenezco al asesino de nuestro padre.

—Yisui…

—Me han dicho que fue él quien mató a nuestra madre. La tierra se ha cerrado sobre muchos de nuestro pueblo.

—Estamos juntas —dijo Yisugen—. ¿Qué más podemos esperar excepto vivir como mejor podamos? Los que todavía están vivos nos necesitan para que intercedamos por ellos. Mi única oportunidad de encontrarte era a través de nuestros enemigos, por eso me entregué.

Yisui se sobresaltó.

—¿Te entregaste?

Yisugen le tomó la mano.

—Fue nuestra propia madre quien me dijo que lo hiciera. —Miró hacia otro lado—. Yo estaba oculta en las montañas, y su espíritu vino a mí en sueños. Me dijo que nuestros hombres habían fracasado y que debía buscar seguridad donde pudiera. Me envió aquí… Al principio, cuando me entregué, no sabía que había,encontrado al Kan. —Respiró hondo—. El espíritu de nuestra madre me guió hasta el corazón del enemigo, y no hay nadie con quien podamos estar más seguras. Eres todo lo que me queda. Que el que te hayan traído aquí no sea motivo para que me odies.

—¿Cómo puedo odiarte? Temía por ti tanto como tú por mí. Si debemos pertenecer a este pueblo, mejor ser las mujeres de su Kan que esclavas de algún otro. —Yisui retiró la mano de la de su hermana—. Tu súplica debe de haberlo conmovido. No creí que pudiera haber piedad en un hombre como él.

—No se trata de eso —murmuró Yisugen—. Puede ser amable, pero no sé si siente compasión o amor. Le divertía complacerme y quedarse con las dos. Cuando alguien le sirve con devoción, lo recompensa sin dudarlo. No me gustaría desilusionarlo, Yisui. Si lo hiciera, una sola mirada suya haría desaparecer mi alma.

—¿Ese es el hombre que me hará su mujer? —dijo Yisui.

—Prefiero buscar refugio en el nido del águila a que su sombra se cierna sobre mí. Ahora él es la única protección que tenemos.

Esa noche el Kan volvió a su tienda con varios de sus hombres. Una sola mirada a sus ojos pálidos le confirmó a Yisui que su hermana había dicho la verdad. Se encogió cuando él la observó. Yisugen le había dado una túnica limpia y un tocado, pero los días que había pasado oculta en las montañas seguramente no habían exaltado su hermosura.

—De modo que tú eres la hermana —dijo él—, a quien mi nueva esposa me rogó que encontrara.

Su voz suave la aterró. Sus ojos eran como los de un gato; jugaba con ella, haciéndole saber que su destino estaba en sus manos.

—Tu hermana me ha dicho —prosiguió el hombre—, que te cedería su propio lugar, si es que yo decidía conservarte.

—Ruego que así sea. —Yisui miró a su Yisugen, de rodillas a su lado. Él podía muy bien decidir que se la daría a algún otro, alejándola de su hermana simplemente para demostrar que podía hacerlo.

—Sí, me quedaré contigo. —Temujin sonrió—. Mis hombres se tomaron bastante trabajo para encontrarte.

Fue hacia la cama, mientras ella y Yisugen se ponían de pie. Las mujeres sirvieron comida y bebida a los hombres; Yisui se sentó a la izquierda del Kan, con Yisugen a su lado. Yisugen le susurró por turno el nombre de cada Noyan, señalándoselo, mientras los hombres bebían y conversaban. Yisui recordó la actitud de los guerreros de su padre: cautelosos, precavidos en lo que decían; pero los hombres de este Kan parecían disfrutar de su compañía.

Los hombres habían terminado de comer cuando uno de ellos, llamado Mukhali, se puso de pie.

—Aceptaría durante otro rato tu hospitalidad —dijo—, pero seguramente estarás impaciente por gozar de tu nueva mujer—. Los otros también se despidieron y se marcharon. Cuando las mujeres hubieron retirado la fuente y los jarros, el Kan las despidió.

—Tenía mis dudas —dijo—. Cuando Yisugen me pidió que te buscara no creí que encontrara a otra mujer tan bella.—Su rostro cobró una expresión amable, pero sin embargo parecía una máscara, y sus ojos centelleaban como gemas—. Me ha dicho que te casaste recientemente.

—Sí —respondió Yisui—. Mi esposo huyó cuando tus hombres me encontraron. —La joven hizo un esfuerzo y lo miró a los ojos—. Estuvimos casados tan poco tiempo que creo que seré capaz de olvidarlo —agregó con amargura.

Él sonrió, aparentemente complacido por sus palabras. Yisugen se puso de pie.

—¿Adónde se supone que vas? —le preguntó el Kan.

Yisugen desvió la mirada.

—Sólo creí que preferirías…

El Kan entrecerró los ojos.

—No pienso echarte de mi cama. Te quedarás con nosotros.

Yisugen soltó una exclamación de asombro.

—¿Mientras te acuestas con mi hermana?

—No encuentro otra manera mejor de que demuestres tu devoción hacia ella. Seguramente el hecho de tener cerca a su amada hermana, le facilitará las cosas.

Yisui sintió que las mejillas le ardían. Yisugen estaba ruborizada; sus manos se agitaron con nerviosismo.

—No es adecuado —dijo la muchacha más joven.

—¿Me estás diciendo —preguntó él con suavidad—, que no puedo satisfacer a dos esposas?

—Oh, no… jamás lo diría. —Yisugen se cubrió la boca.

—Entonces, basta de cháchara. Yisui se puso de pie. Su hermana ya había empezado a desvestirse. Lentamente, Yisui se desnudó mientras el Kan las imitaba, después se acostó y se cubrió con la manta. Pronto terminaría todo; entretanto, trataría de no pensar.

74.

El Kan no tardó en trasladarse al oeste, a orillas del lago Buyur, donde sus rebaños pudieron pastar y sus hombres cazar patos y garzas. Los Onggirat, que habían levantado sus tiendas más al norte, no hicieron ningún movimiento contra los mongoles que habían aplastado a sus aliados tártaros, y el Kan no envió guerreros contra el pueblo de su primera esposa.

Para entonces, Yisugen ya tenía su propia tienda, que había pertenecido a otro jefe tártaro, y ésta se alzaba junto a la de Yisui. Cuando las ovejas engordaran, los mongoles organizarían un banquete para celebrar su victoria; hasta entonces, el Kan estaba satisfecho con cazar y descansar con sus dos nuevas esposas. Las hermanas le habían rogado por las vidas de sus primas y otras prisioneras que conocían, y él las había entregado a sus camarada más próximos.

Yisui se negaba a vivir en el pasado. Cada vez sentía menos deseos de cubrirse el rostro y echarse a llorar. Los tártaros que habían sobrevivido serían mongoles ahora. Los niños olvidaban rápidamente a los padres y hermanos que habían perdido; las mujeres hacían para sus nuevos amos los mismos trabajos que habían hecho para los anteriores. Tengri lo había querido así, y había hecho de Temujin su espada.

Ella era afortunada de ser su mujer. Había oído muchas historias acerca de la vida anterior del Kan, acerca de cómo había rescatado a su esposa principal del cautiverio, y de ese modo a la joven le resultaba más sencillo no pensar en el esposo que la había abandonado. Sus hombres siempre decían que él les daba la mayor parte del botín, y ella recordó que su padre siempre había exigido más para sí mismo. Temujin decía a menudo que estaba muy complacido con las dos devotas hermanas, y lo demostraba ocupándose de que no carecieran de nada.

Tal como había dicho Yisugen, él era la única protección que tenían. Yisui se aferraría a ese escudo hasta que todos los fantasmas del pasado fueran derrotados.

Temujin se movió junto a ella. Yisui había echado de menos a su hermana, pues él no había requerido su presencia.

Se inclinó sobre él y lo besó en los labios; luego se retiró.

—¿Qué es eso? —preguntó el Kan.

—Algo que hace mi pueblo. —A él no le gustaría saber que lo había aprendido de Tabudai. Volvió a besarlo, abriendo un poco la boca. —Dicen que lo aprendimos del pueblo de Khitai.

—Entonces tendrías que habérmelo enseñado antes. Me gusta aprender cosas nuevas. —La atrajo hacia sí y cubrió su boca con la de él; aprendía rápidamente.

Ella guió la mano del hombre hacia su grieta. De las cenizas en las que él había convertido a su pueblo, ella y su hermana habían conseguido rescatar de las llamas el vínculo que las unía. El que él las amara a ambas hacía que fuese más fácil amarlo.

Se puso a horcajadas sobre él, montándolo, cabalgándolo hasta que pasaron las oleadas de placer. En la oscuridad, oyó que las esclavas que Temujin le había asignado se movían en sus lechos. Por lo general no entraban en la tienda hasta el amanecer; recordó que ese día habría celebración en el campamento.

Yisui se levantó y se vistió. Una mujer le alcanzó a Yisui un cuenco de caldo, que ésta le llevó al Kan. Temujin le había dado esclavas tártaras de campamentos distantes, personas que ella no conocía, y por eso le resultaba más fácil no sentir lástima por aquellas mujeres.

Temujin terminó el caldo y luego se vistió.

—Hay algo que no me gusta del verano —dijo Yisui—, las noches son demasiado cortas.

Él sonrió mientras se ponía de pie.

—Y si fueran más largas —dijo—, yo aún dormiría menos.

Ella le rodeó la cintura y apoyó la cabeza sobre su amplio pecho. Yisugen todavía le temía, pero Yisui ya había perdido su miedo, segura de su poder sobre él.

El Kan salió de la tienda. Las mujeres se apresuraron a unirse a las otras que preparaban la comida para el banquete. Yisui las siguió, y encontró al Kan junto a los guardias; Borchu se acercó a toda prisa con otro hombre.

—Jetei ha venido desde el campamento de tu madre —dijo Borchu—. Tiene noticias de tu hijo Tolui.

Yisui se aproximó a los hombres.

—¿Qué noticias traes? —preguntó el Kan.

—Buenas nuevas —dijoJetei—, aunque bien podrían haber sido malas. Bortai Khatun envió a Tolui a pasar una temporada con su abuela, y yo fui uno de los que lo acompañó. Un vagabundo llegó al "yurt" de tu madre mientras ella conversaba con Altani, la esposa de Boroghul. El extraño le pidió comida, y Hoelun Khatun lo hizo pasar hasta el fogón. Tu hijo entró en la tienda, y entonces el hombre lo apresó y le puso un cuchillo en el cuello, diciendo que era Khargil-shira y que el niño pagaría por lo que su padre le había hecho a los tártaros.

Varios guardias soltaron maldiciones. Temujin tenía una expresión tensa; Yisui vio la furia en su mirada.

—Continúa —dijo el Kan.

—Khargil-shira sacó a Tolui del "yurt". Altani y la Khatun corrieron tras él. Tu madre gritó pidiendo ayuda, y Altani aferró al hombre de la coleta y consiguió arrancarle el cuchillo de la mano. Jelme y yo estábamos fuera del círculo descuartizando un carnero, y cuando oímos los gritos corrimos a auxiliarlas. Cuando dimos cuenta del hombre, Altani ya le había convertido el rostro en jirones, con sus uñas.

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