Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—¡No! —gritó Harry, enojado; ¿es que nadie lo entendía?—. Al principio estaba soñando, pero era un sueño completamente diferente, una tontería… Y de pronto esa imagen lo ha interrumpido. Era real, no me lo he imaginado. El señor Weasley estaba dormido en el suelo y lo atacaba una serpiente inmensa, había mucha sangre, se desmayaba, alguien tiene que averiguar dónde está… —La profesora McGonagall lo miraba a través de sus torcidas gafas como si le horrorizara lo que estaba viendo—. ¡Ni estoy mintiendo ni me he vuelto loco! —insistió Harry a voz en grito—. ¡Le digo que lo he visto todo!
—Te creo, Potter —dijo la profesora McGonagall, cortante—. Ponte la bata. Vamos a ver al director.
Harry se sintió tan aliviado al comprobar que la profesora McGonagall se lo tomaba en serio que no vaciló: se levantó de inmediato de la cama y se puso la bata y las gafas.
—Tú también tendrías que venir, Weasley —indicó la profesora.
Salieron con ella del dormitorio, donde dejaron a Neville, Dean y Seamus, que no se atrevieron a abrir la boca, bajaron por la escalera de caracol hasta la sala común, salieron por el hueco del retrato y llegaron al pasillo de la Señora Gorda, iluminado por la luna. Harry tenía la impresión de que el pánico que se acumulaba en su interior podía desbordarse en cualquier momento; le habría gustado echar a correr y llamar a gritos a Dumbledore. El señor Weasley estaba desangrándose mientras ellos andaban tranquilamente por el pasillo; ¿y si aquellos colmillos (Harry hizo un esfuerzo para no pensar «mis colmillos») eran venenosos? Se cruzaron con la
Señora Norris
, que los miró con los ojos como lámparas y bufó débilmente, pero la profesora McGonagall dijo «¡Fuera!» y la gata se escabulló en las sombras. Al cabo de unos minutos llegaron a la gárgola de piedra que vigilaba la entrada del despacho de Dumbledore.
—¡Meigas fritas! —dijo la profesora McGonagall.
La gárgola cobró vida y se apartó hacia un lado, y la pared que tenía detrás se abrió dejando ver una escalera de piedra que se movía continuamente hacia arriba, como una escalera mecánica de caracol. Montaron los tres en la escalera móvil; la pared se cerró tras ellos con un ruido sordo y empezaron a ascender, describiendo cerrados círculos, hasta que llegaron a la brillante puerta de roble en la que sobresalía la aldaba de bronce que representaba un grifo.
Era más de medianoche, pero en el interior de la habitación se oían voces, como un agitado murmullo. Parecía que Dumbledore estaba reunido por lo menos con una docena de personas.
La profesora McGonagall llamó tres veces con la aldaba en forma de grifo y las voces cesaron inmediatamente, como si alguien las hubiera hecho callar pulsando un interruptor. La puerta se abrió sola, y la profesora precedió a Harry y a Ron hacia el interior.
El cuarto estaba en penumbra; los extraños instrumentos de plata que había sobre las mesas estaban quietos y silenciosos en lugar de zumbar y despedir bocanadas de humo, como solían hacer; los retratos de anteriores directores y directoras que cubrían las paredes dormitaban en sus marcos. Junto a la puerta, un espléndido pájaro rojo y dorado del tamaño de un cisne dormía en su percha con la cabeza bajo el ala.
—Ah, es usted, profesora McGonagall…, y…, ¡ah!
Dumbledore estaba sentado en una silla de respaldo alto detrás de su mesa, inclinado sobre la luz de las velas que iluminaban los papeles que tenía delante. Aunque llevaba una bata de color morado y dorado con espléndidos bordados sobre una camisa de dormir blanquísima, estaba completamente despierto y tenía los penetrantes ojos azul claro fijos en la profesora McGonagall.
—Profesor Dumbledore, Potter ha tenido…, bueno, una pesadilla —declaró la profesora—. Dice que…
—No era ninguna pesadilla —se apresuró a corregir Harry.
La profesora McGonagall miró al muchacho con el entrecejo fruncido.
—Está bien, Potter, cuéntaselo tú al director.
—Verá… Yo… estaba dormido, es verdad… —empezó a explicar Harry, y pese al terror que sentía y la desesperación por conseguir que Dumbledore lo entendiera, le molestó un poco que el director no lo mirara a él, sino que se examinara los dedos, que tenía entrelazados—. Pero no era un sueño corriente…, era real… Vi cómo pasaba… —Inspiró hondo—. Al padre de Ron, el señor Weasley, lo ha atacado una serpiente gigantesca.
Las palabras resonaron en la habitación y resultaron ligeramente ridículas, incluso cómicas. Luego se produjo un silencio durante el cual Dumbledore se recostó en la silla y se quedó contemplando el techo con aire meditabundo. Ron, pálido y conmocionado, miró a Harry y luego al director.
—¿Cómo lo has visto? —le preguntó Dumbledore con serenidad, aunque seguía sin mirarlo.
—Pues… no lo sé —contestó Harry, muy enfadado. ¿Qué importancia tenía eso?—. Dentro de mi cabeza, supongo.
—No me has entendido —dijo Dumbledore con el mismo tono reposado—. Me refiero a si… ¿Recuerdas… dónde estabas situado cuando presenciaste el ataque? ¿Estabas de pie junto a la víctima o contemplabas la escena desde arriba?
Aquélla era una pregunta tan curiosa que Harry se quedó observando al director con la boca abierta; era como si él supiera…
—Yo era la serpiente —afirmó—. Lo vi todo desde la posición de la serpiente.
Hubo un nuevo momento de silencio; entonces Dumbledore, sin mirar a Ron, que todavía estaba blanco como la cera, preguntó con un tono de voz diferente, más brusco:
—¿Está Arthur gravemente herido?
—Sí —contestó Harry con ímpetu. ¿Cómo podían ser todos tan duros de mollera? ¿No sabían lo que podía llegar a sangrar una persona cuando unos colmillos de ese tamaño le perforaban el costado? ¿Y por qué no tenía Dumbledore el detalle de mirarlo a la cara?
Pero entonces el director se puso en pie tan deprisa que Harry se sobresaltó, y se dirigió a uno de los viejos retratos que estaba colgado muy cerca del techo.
—¡Everard! —dijo enérgicamente—. ¡Y tú también, Dilys!
Dos personajes que parecían sumidos en el más profundo de los sueños, un mago de rostro cetrino con un corto flequillo negro y una anciana bruja con largos tirabuzones plateados que estaba en el cuadro de al lado, abrieron de inmediato los ojos.
—¿Lo habéis oído? —les preguntó Dumbledore.
El mago asintió con la cabeza y la bruja dijo: «Por supuesto.»
—Es pelirrojo y lleva gafas —especificó Dumbledore—. Everard, tendrás que dar la alarma, asegúrate de que lo encuentran las personas adecuadas…
El mago y la bruja asintieron y se desplazaron hacia un lado de sus respectivos marcos, pero en lugar de aparecer en los cuadros contiguos (como solía ocurrir en Hogwarts), ninguno de los dos reapareció. En ese momento, en uno de los cuadros sólo había una cortina oscura como telón de fondo; en el otro, una bonita butaca de cuero. Harry se fijó en que muchos otros directores y directoras, pese a roncar y babear de forma muy convincente, lo observaban con disimulo sin levantar apenas los párpados, y de pronto comprendió quiénes eran los que estaban hablando cuando habían llamado a la puerta.
—Everard y Dilys fueron dos de los más célebres directores de Hogwarts —explicó Dumbledore, que pasó junto a Harry, Ron y la profesora McGonagall para acercarse al magnífico pájaro que dormía en la percha al lado de la puerta—. Tal es su renombre que ambos tienen retratos colgados en importantes instituciones mágicas. Como tienen libertad para moverse de uno a otro de sus propios retratos, podrán decirnos qué está pasando en otros sitios…
—Pero ¡el señor Weasley podría estar en cualquier parte! —exclamó Harry.
—Sentaos los tres, por favor —dijo Dumbledore ignorando por completo el comentario del chico—. Everard y Dilys quizá tarden unos minutos en regresar. Profesora McGonagall, ¿quiere acercar unas sillas?
La profesora McGonagall sacó la varita mágica del bolsillo de la bata y la agitó; de la nada aparecieron tres sillas de madera, con respaldo alto, muy diferentes de las cómodas butacas de chintz que Dumbledore había hecho aparecer durante la vista de Harry. Éste se sentó, pero giró la cabeza para mirar a Dumbledore. El director acariciaba con un dedo las doradas plumas de la cabeza de
Fawkes
, y el fénix despertó al momento. Levantó su hermosa cabeza y miró a Dumbledore con sus ojos brillantes y oscuros.
—Necesitaremos que nos avises —le dijo Dumbledore en voz baja al pájaro.
Hubo un fogonazo y el fénix desapareció.
Entonces Dumbledore se inclinó sobre uno de aquellos frágiles instrumentos de plata cuya función Harry nunca había conocido, lo llevó a su mesa, se sentó de cara a sus visitantes y dio unos golpecitos en él con la punta de la varita.
El instrumento cobró vida de inmediato y empezó a emitir unos rítmicos tintineos. Por el minúsculo tubo de plata que tenía en la parte superior empezaron a salir pequeñas bocanadas de un pálido humo verde. Dumbledore lo observaba atentamente con la frente arrugada. Tras unos segundos, las pequeñas bocanadas se convirtieron en un chorro de humo cada vez más denso que formaba espirales en el aire… Luego, en el extremo se formó una cabeza de serpiente que abría mucho la boca. Harry se preguntó si aquel instrumento estaría confirmando su historia: miró con avidez a Dumbledore en busca de alguna señal de que estaba en lo cierto, pero el director no levantó la cabeza.
—Naturalmente, naturalmente —murmuró Dumbledore, al parecer para sí, sin dejar de observar el chorro de humo y sin dar la más leve señal de sorpresa—. Pero ¿dividido en esencia?
Para Harry aquella pregunta no tenía ni pies ni cabeza. Sin embargo, la serpiente de humo se dividió al instante en dos serpientes, y ambas siguieron enroscándose y ondulando en la penumbra. Con gesto de amarga satisfacción, Dumbledore dio otro golpecito al instrumento con la varita: entonces el tintineo fue cesando hasta apagarse, y las serpientes de humo quedaron reducidas a una neblina informe que acabó esfumándose y desapareciendo por completo.
Dumbledore volvió a dejar el instrumento encima de la mesita de finas patas. Harry percibió que era observado por muchos de los directores de los retratos; entonces éstos, al darse cuenta de que Harry estaba mirándolos, volvieron a hacerse los dormidos. El chico quería preguntar para qué servía aquel extraño instrumento de plata, pero antes de que pudiera plantearlo se oyó un grito en lo alto de la pared, a su derecha: Everard había vuelto a su retrato, jadeando ligeramente.
—¡Dumbledore!
—¿Qué ha pasado? —preguntó éste enseguida.
—Grité hasta que alguien llegó corriendo —contó el mago secándose la frente con la cortina que tenía detrás— y le dije que había oído que algo se movía abajo. No estaban seguros de si debían creerme, pero fueron a comprobarlo. Ya sabes que allí abajo no hay retratos desde los cuales se pueda mirar. En fin, unos minutos más tarde lo subieron. No tiene buen aspecto, está cubierto de sangre. Corrí hasta el retrato de Elfrida Cragg para verlo bien cuando se marchaban…
—Muy bien —dijo Dumbledore, y Ron hizo un movimiento convulsivo—. Entonces supongo que Dilys lo habrá visto llegar…
Unos momentos después, la bruja de los tirabuzones plateados apareció también en su retrato; se sentó tosiendo en su butaca y afirmó:
—Sí, lo han llevado a San Mungo, Dumbledore… Han pasado por delante de mi retrato… Tiene mal aspecto…
—Gracias —dijo el director, quien luego miró a la profesora McGonagall y añadió—: Minerva, necesito que vaya a despertar a los otros hijos de Weasley.
—Ahora mismo voy. —La profesora McGonagall se dirigió rápidamente hacia la puerta y Harry miró de reojo a Ron, que parecía aterrado—. ¿Y… qué hay de Molly, Dumbledore? —preguntó la profesora deteniéndose frente a la puerta.
—De eso se encargará
Fawkes
cuando haya terminado de vigilar si se acerca alguien —determinó Dumbledore—. Pero quizá lo sepa ya, porque tiene ese estupendo reloj…
Harry comprendió que Dumbledore se refería al reloj que, en lugar de indicar la hora, indicaba el paradero y el estado de los diferentes miembros de la familia Weasley, y con una punzada de dolor pensó que la manecilla del señor Weasley estaría señalando el rótulo de «Peligro de muerte». Pero era muy tarde. Seguramente la señora Weasley estaría durmiendo, y no mirando el reloj. Harry sintió un escalofrío al recordar cómo el
boggart
de la señora Weasley había adoptado la forma del cuerpo sin vida del señor Weasley, a quien se le habían torcido las gafas y por cuya cara resbalaba la sangre… Pero el señor Weasley no moriría, no podía morir…
En ese momento Dumbledore hurgaba en un armario que Harry y Ron tenían detrás. Por fin dejó de revolver y apareció con una vieja y ennegrecida tetera que dejó con cuidado sobre su mesa. Entonces levantó la varita y murmuró:
«¡Portus!»
La tetera tembló brevemente y emitió un extraño resplandor azulado; luego dejó de estremecerse y se quedó tan negra como al principio.
Dumbledore se acercó a otro retrato, que representaba a un mago con pinta de listillo, con barba puntiaguda, al que habían pintado vestido de verde y plata, los colores de Slytherin; al parecer, dormía tan profundamente que no oyó la voz de Dumbledore cuando éste intentó despertarlo.
—Phineas. ¡Phineas!
Los personajes de los retratos que cubrían las paredes ya no se hacían los dormidos, sino que se movían por sus cuadros para ver lo que pasaba en la habitación. Al ver que el mago con pinta de listo seguía fingiendo que dormía, algunos lo llamaron también a gritos.