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Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—¿Y cómo supisteis cuál de ellos era el Gurg? —inquirió Ron.
Hagrid soltó una risotada.
—No resultó difícil —respondió—. Era el más grande, el más feo y el más vago de todos. Estaba allí sentado esperando a que los otros le llevaran la comida. Cabras muertas y cosas así. Se llamaba Karkus. Debía de medir unos siete metros y pesar como dos elefantes macho. Y tenía una piel que parecía de rinoceronte.
—¿Y fuiste tranquilamente a hablar con él? —le preguntó Hermione, impresionada.
—Bueno, más o menos. Los gigantes estaban instalados en una hondonada entre cuatro montañas muy altas, junto a un lago, y Karkus estaba tumbado a orillas del lago y les gritaba a los otros que les llevaran comida a él y a su esposa. Olympe y yo bajamos por la ladera de la montaña…
—Pero ¿no intentaron mataros cuando os vieron? —preguntó Ron, incrédulo.
—Estoy seguro de que a unos cuantos se les ocurrió esa idea —dijo Hagrid encogiéndose de hombros—, pero nosotros hicimos lo que nos había recomendado Dumbledore: sostener en alto nuestro regalo, mirar siempre al Gurg e ignorar a los demás. Y eso fue lo que hicimos. Los otros gigantes se quedaron callados al vernos pasar, y nosotros llegamos a donde estaba Karkus, lo saludamos con una reverencia y dejamos nuestro regalo en el suelo, a sus pies.
—¿Qué se le regala a un gigante? —preguntó Ron con impaciencia—. ¿Comida?
—No, ellos ya se las apañan solos para conseguir comida. Le llevamos magia. A los gigantes les encanta la magia, lo que no les gusta es que nosotros la utilicemos contra ellos. El primer día le llevamos una rama de fuego de Gubraith.
—¡Vaya! —exclamó Hermione con voz queda, pero Harry y Ron miraron a Hagrid sin comprender.
—¿Una rama de…?
—Fuego eterno —explicó Hermione con irritación—. Ya deberíais saberlo. ¡El profesor Flitwick lo ha mencionado al menos dos veces en las clases!
—Veréis —continuó rápidamente Hagrid, interviniendo antes de que Ron tuviera ocasión de replicar—, Dumbledore hechizó aquella rama para que ardiera eternamente, algo que no todos los magos son capaces de hacer. La dejé sobre la nieve, a los pies de Karkus, y dije: «Un regalo de Albus Dumbledore para el Gurg de los gigantes, con sus cordiales saludos.»
—¿Y qué dijo Karkus? —preguntó Harry con avidez.
—Nada. No sabía hablar nuestro idioma.
—¡No me digas!
—Pero no tuvo importancia —comentó Hagrid, imperturbable—. Dumbledore ya nos había advertido sobre esa posibilidad. Karkus entendió lo suficiente para llamar a gritos a un par de gigantes que sí sabían, y ellos hicieron de intérpretes.
—¿Y le gustó el regalo? —inquirió Ron.
—Ya lo creo, se puso loco de contento cuando comprendió qué era —contestó Hagrid mientras le daba la vuelta al filete de dragón y se ponía la parte que estaba más fresca sobre el ojo hinchado—. Estaba entusiasmado. Y entonces le dije: «Albus Dumbledore ruega al Gurg que hable con su mensajero cuando mañana regrese con otro regalo.»
—¿Por qué no podías hablar con ellos aquel día? —preguntó Hermione.
—Dumbledore quería tomarse las cosas con calma para que vieran que cumplíamos nuestras promesas. Si les dices «Mañana volveremos con otro regalo», y al día siguiente cumples con lo que has prometido, les causas una buena impresión, ¿entendéis? Además, así tienen tiempo de probar el primer regalo y comprobar que es un buen obsequio, y entonces quieren más. En fin, si los agobias con mucha información, los gigantes como Karkus te matan aunque sólo sea para simplificar las cosas. Así que nos marchamos de allí, haciendo reverencias, y buscamos una bonita cueva donde pasar la noche; a la mañana siguiente volvimos al campamento de los gigantes, y esta vez encontramos a Karkus sentado muy tieso, esperándonos impaciente.
—¿Y hablasteis con él?
—Sí, sí. Primero le entregamos un precioso yelmo fabricado por duendes, indestructible. Luego nos sentamos a hablar con él.
—¿Y qué dijo?
—No gran cosa —contestó Hagrid—. En realidad se limitó a escuchar. Pero vimos algunos buenos indicios. Karkus había oído hablar de Dumbledore y sabía que no había estado de acuerdo con el exterminio de los últimos gigantes de Gran Bretaña. Le interesaba mucho enterarse de lo que quería decirle Dumbledore. Algunos gigantes, sobre todo los que entendían algo de nuestro idioma, se acercaron a escuchar. Aquel día nos marchamos muy esperanzados. Prometimos volver a la mañana siguiente con otro regalo. Pero aquella noche todo salió mal.
—¿Qué quieres decir? —preguntó rápidamente Ron.
—Ya os he dicho que los gigantes no están hechos para vivir en grupos tan numerosos —respondió Hagrid, apesadumbrado—. No pueden evitarlo, se pelean a cada momento. Los hombres riñen entre sí, y las mujeres, entre ellas; del mismo modo, los que quedan de las antiguas tribus riñen entre ellos, y eso sin que haya discusiones por la comida, ni por las mejores hogueras ni por los mejores enclaves para dormir. Lo lógico sería que vivieran en paz, dado que su raza está a punto de extinguirse, pero… —Hagrid suspiró profundamente—. Aquella noche se armó una pelea —prosiguió—. Nosotros lo vimos todo desde la entrada de nuestra cueva, que estaba orientada hacia el valle. Duró varias horas, y no os imagináis el ruido que hacían. Cuando salió el sol, vimos que la nieve se había teñido de rojo y que su cabeza estaba en el fondo del lago.
—¿La cabeza de quién? —preguntó Hermione entrecortadamente.
—De Karkus —dijo Hagrid, apenado—. Había un nuevo Gurg, Golgomath—. Suspiró de nuevo—. Nosotros no habíamos contado con tener que tratar con un nuevo Gurg dos días después de haber establecido contacto con el primero, e intuíamos que Golgomath no iba a mostrarse tan dispuesto a escucharnos, pero de todos modos debíamos intentarlo.
—¿Fuisteis a hablar con él? —inquirió Ron, fascinado—. ¿Después de ver cómo le arrancaba la cabeza a otro gigante?
—Pues claro —contestó Hagrid—. ¡No habíamos ido hasta allí para abandonar al segundo día! Bajamos hasta el campamento con el siguiente regalo que teníamos preparado para Karkus. Antes de abrir la boca, yo ya sabía que no conseguiríamos nada. Golgomath estaba sentado con el yelmo de Karkus puesto, y nos miraba con una sonrisa irónica en los labios. Era inmenso, uno de los gigantes más grandes del campamento. Tenía el cabello negro, a juego con los dientes, y llevaba un collar hecho de huesos. Algunos parecían humanos. Bueno, a pesar de todo decidí intentarlo: saqué un gran rollo de piel de dragón y dije: «Un regalo para el Gurg de los gigantes…» Pero antes de que acabara la frase estaba colgado cabeza abajo, pues dos de sus amigos me habían cogido por los pies.
Hermione se tapó la boca con ambas manos.
—¿Cómo te libraste de ésa? —preguntó Harry.
—No habría podido si Olympe no hubiera estado allí —respondió Hagrid—. Sacó su varita mágica y los atacó con una rapidez que yo jamás había visto. Estuvo magnífica. A los dos gigantes que me sujetaban les echó una maldición de conjuntivitis, y entonces me soltaron inmediatamente. Pero estábamos metidos en un buen lío porque habíamos utilizado la magia contra ellos, y eso es lo que los gigantes no soportan de los magos. Tuvimos que poner pies en polvorosa, y sabíamos que ya no íbamos a poder volver al campamento.
—Caramba, Hagrid… —dijo Ron con voz queda.
—¿Y cómo es que has tardado tanto en volver a casa si sólo estuviste tres días allí? —inquirió Hermione.
—¡No nos marchamos al cabo de tres días! —contestó Hagrid, ofendido—. ¡Dumbledore confiaba en nosotros!
—Pero ¡si acabas de decir que ya no podíais volver al campamento!
—No, de día no. Teníamos que replantearnos la estrategia. Pasamos un par de días escondidos en la cueva observando a los gigantes. Y lo que vimos no nos gustó nada.
—¿Arrancó más cabezas Golgomath? —preguntó Hermione con aprensión.
—No. ¡Ojalá lo hubiera hecho!
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que pronto comprendimos que no le caían mal todos los magos, que sólo éramos nosotros.
—
¿Mortífagos?
—insinuó Harry rápidamente.
—Sí —confirmó Hagrid con amargura—. Un par visitaban al Gurg todos los días y le llevaban regalos, y el Gurg no los colgaba por los pies.
—¿Cómo supisteis que eran
mortífagos
? —preguntó Ron.
—Porque a uno lo reconocí —gruñó Hagrid—. Macnair, ¿os acordáis de él? El tipo al que enviaron para matar a
Buckbeak.
Está loco de remate. Disfruta tanto como Golgomath matando; no me extraña que se llevaran tan bien.
—¿Y Macnair convenció a los gigantes de que se unieran a Quien-tú-sabes? —inquirió Hermione, desesperada.
—¡Un momentito, todavía no he terminado mi historia! —dijo Hagrid, indignado. Teniendo en cuenta que al principio se había resistido a contarles nada, era curioso que ahora disfrutara tanto con su propio relato—. Olympe y yo estuvimos cambiando impresiones y llegamos a la conclusión de que el hecho de que el Gurg prefiriera a Quien-vosotros-sabéis no significaba que los demás también lo prefirieran. Teníamos que intentar convencer a unos cuantos de los otros, es decir, a los que no querían tener a Golgomath como Gurg.
—¿Y cómo sabíais cuáles eran? —preguntó Ron.
—Pues mira, dedujimos que eran los que habían quedado hechos papilla —respondió Hagrid con paciencia—. Los que tenían un poco de sensatez se mantenían alejados de Golgomath y estaban escondidos en las cuevas que había alrededor del barranco, como nosotros. Así que decidimos ir a fisgonear allí por la noche para intentar convencer a algunos.
—¿Fuisteis a fisgonear por las cuevas a oscuras en busca de gigantes? —preguntó Ron con una voz que denotaba un profundo respeto.
—Bueno, los gigantes no eran lo que más nos preocupaba —contestó Hagrid—, sino los
mortífagos
. Antes de que partiéramos, Dumbledore nos había advertido que no nos enfrentáramos a ellos si podíamos evitarlo, y el problema era que los
mortífagos
sabían que estábamos por allí, porque lo lógico era que Golgomath se lo hubiera contado. Por la noche, cuando los gigantes dormían y nosotros queríamos ir a inspeccionar las cuevas, Macnair y el otro
mortífago
nos buscaban por las montañas. Me costó trabajo impedir que Olympe se abalanzara sobre ellos —prosiguió Hagrid, y al sonreír se le subió la enmarañada barba—. Estaba ansiosa por atacarlos… Olympe es increíble cuando se enfada…, se pone furiosa de verdad… Debe de ser la sangre francesa que lleva en las venas…
Hagrid se quedó mirando el fuego con ojos llorosos. Harry le permitió treinta segundos de embelesamiento, pero luego se aclaró ruidosamente la garganta y dijo:
—¿Y qué pasó? ¿Encontrasteis a alguno de los otros gigantes?
—¿Qué? ¡Ah, sí! Sí, los encontramos. La tercera noche después de que mataran a Karkus, salimos de la cueva donde estábamos escondidos y bajamos al barranco, con los ojos muy abiertos por si rondaba por allí algún
mortífago
. Entramos en algunas cuevas, pero sin éxito. Y entonces, creo que fue en la sexta, encontramos a tres gigantes escondidos.
—Debían de estar muy apretujados —observó Ron.
—Era una cueva muy grande; había espacio para columpiar a un
kneazle
—concretó Hagrid.
—¿No os atacaron cuando os vieron? —preguntó Hermione.
—Probablemente lo habrían hecho si se hubieran hallado en mejores condiciones —contestó Hagrid—, pero estaban los tres malheridos porque los secuaces de Golgomath los habían apaleado hasta dejarlos inconscientes. Tras recobrar el conocimiento, se habían refugiado en el primer sitio que habían encontrado. En fin, uno de ellos sabía un poco nuestro idioma e hizo de intérprete para los otros, y lo que les dijimos no les pareció mal. Así que más tarde volvimos a su cueva para visitar a los heridos… Creo que hubo un momento en que tuvimos convencidos a seis o siete.
—¿Seis o siete? —repitió Ron con entusiasmo—. No está nada mal… ¿Van a venir aquí para pelear a nuestro lado contra Quien-tú-sabes?
Pero Hermione dijo:
—¿Qué quieres decir con eso de que «hubo un momento», Hagrid?
Éste la miró con tristeza.
—Los secuaces de Golgomath asaltaron las cuevas. Después de eso, los que sobrevivieron no quisieron saber nada más de nosotros.
—Entonces…, entonces ¿no va a venir ningún gigante? —dijo Ron, decepcionado.
—No —contestó Hagrid, y soltó un hondo suspiro. Volvió a dar la vuelta al filete y se colocó de nuevo la parte más fresca sobre la cara—, pero cumplimos con lo que habíamos ido a hacer: les llevamos el mensaje de Dumbledore, y algunos lo oyeron y espero que lo recuerden. A lo mejor los que no quieran quedarse con Golgomath se marchan de las montañas, y quizá recuerden que Dumbledore se mostró amable con ellos… Es posible que aún vengan.
La nieve estaba acumulándose en la ventana y entonces Harry se dio cuenta de que su túnica estaba empapada a la altura de las rodillas:
Fang
babeaba con la cabeza apoyada en su regazo.
—Hagrid… —dijo Hermione al cabo de un rato.
—¿Humm?
—¿Encontraste…, viste…, oíste algo de… tu… madre mientras estabas allí? —Hagrid miró a Hermione con su ojo sano, y ella se asustó—. Lo siento…, yo… Olvídalo…
—Murió —gruñó Hagrid—. Murió hace muchos años. Me lo dijeron.
—Oh… Lo siento mucho —replicó Hermione con un hilo de voz. Hagrid encogió sus enormes hombros.
—No pasa nada —dijo de manera cortante—. Casi no me acuerdo de ella. No era muy buena madre.
Volvieron a quedarse callados. Hermione miró nerviosa a Harry y a Ron; era evidente que estaba deseando que dijeran algo.
—Pero todavía no nos has explicado cómo te pusieron así, Hagrid —comentó Ron señalando la cara manchada de sangre de su amigo.
—Ni por qué has tardado tanto en volver —añadió Harry—. Sirius dice que Madame Máxime regresó hace mucho tiempo…
—¿Quién te atacó? —le preguntó Ron.
—¡No me han atacado! —exclamó Hagrid enérgicamente—. Es que…
Pero unos súbitos golpes en la puerta acallaron el resto de sus palabras. Hermione dio un grito ahogado y la taza se le cayó de las manos y se rompió al chocar contra el suelo.
Fang
dio un gañido. Los cuatro se quedaron mirando la ventana que había junto a la puerta. La sombra de una persona bajita y rechoncha ondeaba a través de la delgada cortina.
—¡Es ella! —susurró Ron.
—¡Rápido, escondámonos! —dijo Harry. Cogió la capa invisible y se la echó encima cubriendo también a Hermione, mientras Ron rodeaba la mesa y corría a refugiarse bajo la capa. Apretujados, retrocedieron hacia un rincón.
Fang
ladraba furioso mirando la puerta. Hagrid estaba muy aturdido—. ¡Esconde nuestras tazas, Hagrid!