Harry Potter. La colección completa (389 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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—Basta —lo atajó el director. Lo dijo con calma, pero Harry se calló de inmediato, consciente de que esa vez había cruzado una línea invisible—. ¿Crees que alguna de las veces que me he ausentado he dejado el colegio desprotegido? Te equivocas. Esta noche, cuando me vaya, entrarán en funcionamiento medidas especiales de protección. Te ruego que no vuelvas a insinuar que no me tomo en serio la seguridad de mis alumnos, Harry.

—Yo no quería… —masculló un tanto avergonzado, pero Dumbledore lo interrumpió de nuevo:

—No quiero seguir hablando de este tema.

Harry reprimió una protesta, temiendo haber ido demasiado lejos y echado por tierra sus posibilidades de acompañar a Dumbledore, pero el anciano continuó:

—¿Quieres acompañarme esta noche?

—Sí —contestó él sin vacilar.

—Muy bien. En ese caso, escúchame. —Se enderezó, adoptando un aire solemne, y añadió—: Te llevaré con una condición: que obedezcas cualquier orden que te dé sin cuestionarla.

—Por supuesto.

—Quiero que lo entiendas bien, Harry. Lo que estoy exigiéndote es que obedezcas incluso órdenes cómo «corre», «escóndete» o «vuelve». ¿Tengo tu palabra?

—Sí, claro que sí.

—Si te ordeno que te escondas, ¿lo harás?

—Sí.

—Si te ordeno que corras, ¿lo harás?

—Si te exijo que me dejes y te salves, ¿lo harás?

—Yo…

—Harry…

Se miraron a los ojos.

—Sí, señor, lo haré.

—Bien. Ahora ve a buscar tu capa invisible y reúnete conmigo en el vestíbulo dentro de cinco minutos. —Dumbledore volvió la cabeza y miró por la ventana; lo único que quedaba del sol era un resplandor rojo rubí difuminado sobre el horizonte.

Harry salió deprisa del despacho y bajó por la escalera de caracol. De pronto sintió una extraña lucidez. Sabía qué tenía que hacer.

Ron y Hermione estaban sentados en la sala común cuando él entró.

—¿Qué quería Dumbledore? —preguntó Hermione—. ¿Estás bien? —añadió, preocupada.

—Sí, estoy bien —contestó Harry, pero pasó a su lado sin detenerse.

Subió a toda prisa la escalera que conducía a su dormitorio; una vez allí, abrió el baúl y sacó el mapa del merodeador y un par de calcetines con los que había hecho una bola. Volvió a la carrera a la sala común y se detuvo con un patinazo delante de Ron y Hermione, que lo miraron con desconcierto.

—No puedo entretenerme —explicó jadeando—. Dumbledore cree que he venido a buscar mi capa invisible. Escuchad…

Les explicó rápidamente adónde iba y por qué. No hizo caso de los gritos ahogados de Hermione ni de las atolondradas preguntas de Ron; más tarde ya se enterarían de los detalles.

—¿Entendéis lo que esto significa? —concluyó atropelladamente—. Dumbledore no estará en el colegio esta noche, de modo que Malfoy va a tener vía libre para llevar a cabo lo que está tramando. ¡No, escuchadme! —susurró con énfasis al ver que sus amigos trataban de interrumpirlo—. Sé que era Malfoy el que gritaba de alegría en la Sala de los Menesteres. Toma.

Le entregó el mapa del merodeador a Hermione.

—Tenéis que vigilarlo, y a Snape también. Que os ayude alguien del
ED
. Hermione, aquellos galeones embrujados todavía servirán, ¿verdad? Dumbledore dice que ha organizado medidas de seguridad excepcionales en el colegio, pero si Snape está implicado, probablemente sepa qué clase de protección es y cómo burlarla. Pero lo que no se imagina es que vosotros estaréis montando guardia, ¿me explico?

—Harry… —empezó Hermione, con el miedo reflejado en los ojos.

—No hay tiempo para discutir —dijo Harry con brusquedad—. Coged también esto. —Le entregó los calcetines a Ron.

—Gracias. Oye, ¿para qué quiero unos calcetines?

—Lo que necesitas es lo que está escondido en uno de ellos, el
Felix Felicis
. Repartíoslo con Ginny. Y decidle adiós de mi parte. Tengo que irme, Dumbledore me está esperando…

—¡No! —dijo Hermione al ver que Ron sacaba la botellita de poción dorada—. No necesitamos la poción. Tómatela tú. No sabes qué peligros te esperan.

—A mí no me pasará nada porque estaré con Dumbledore —le aseguró Harry—. En cambio, necesito saber que vosotros estáis bien. No me mires así, Hermione. ¡Anda, hasta luego!

Salió disparado por el hueco del retrato y se dirigió hacia el vestíbulo.

Dumbledore lo esperaba junto a las puertas de roble de la entrada. Se dio la vuelta cuando Harry derrapó y se detuvo resoplando en el primer escalón de piedra; el muchacho notaba una fuerte punzada en el costado.

—Me gustaría que te pusieras la capa, por favor —dijo Dumbledore, y esperó a que Harry lo hiciera. Luego añadió—: Muy bien. ¿Nos vamos?

Dumbledore empezó a bajar los escalones de piedra; su capa de viaje apenas ondulaba porque no soplaba ni pizca de brisa. Harry iba a su lado protegido por la capa invisible, pero seguía jadeando y sudaba mucho.

—¿Qué pensará la gente cuando lo vea marcharse, profesor? —preguntó, sin poder olvidarse de Malfoy ni de Snape.

—Que me voy a tomar algo a Hogsmeade —respondió Dumbledore con despreocupación—. A veces voy al local de Rosmerta o a Cabeza de Puerco. O lo finjo. Es una forma como otra cualquiera de ocultar mi verdadero destino.

Descendieron por el camino a medida que la oscuridad se acrecentaba. Olía a hierba tibia, agua del lago y humo de leña procedente de la cabaña de Hagrid. Costaba creer que se dirigían hacia algo peligroso o amenazador.

—Profesor —dijo Harry al ver las verjas que había al final del camino—, ¿vamos a aparecemos?

—Sí. Tengo entendido que ya has aprendido a hacerlo, ¿no?

—Sí, pero todavía no tengo licencia. —Creyó que lo mejor era decir la verdad; ¿y si lo estropeaba todo apareciendo a cientos de kilómetros de donde se suponía que tenía que ir?

—Eso no importa —lo tranquilizó el director—. Puedo ayudarte otra vez.

Traspasaron las verjas y llegaron al desierto camino de Hogsmeade, que estaba en penumbra. La oscuridad se incrementaba a medida que caminaban y cuando llegaron a la calle principal ya era de noche. En las ventanas de las casas que había encima de las tiendas titilaban las luces, y al acercarse a Las Tres Escobas oyeron fuertes gritos:

—¡Y no vuelvas a entrar! —bramó la señora Rosmerta, que en ese momento echaba de su local a un mago cochambroso—. ¡Ah, hola, Albus! Qué tarde vienes…

—Buenas noches, Rosmerta, buenas noches. Discúlpame, pero voy a Cabeza de Puerco… Espero que no te ofendas, pero esta noche prefiero un ambiente más tranquilo.

Un minuto más tarde, doblaron la esquina del callejón donde chirriaba el letrero de Cabeza de Puerco, pese a que no soplaba brisa. El pub, a diferencia de Las Tres Escobas, estaba completamente vacío.

—No será necesario que entremos —murmuró Dumbledore mirando alrededor—. Mientras nadie nos vea esfumarnos… Coloca una mano sobre mi brazo, Harry. No hace falta que aprietes demasiado, sólo voy a guiarte. Cuando cuente tres: uno, dos, tres…

Harry se dio la vuelta y en el acto tuvo la espantosa sensación de que pasaba por un estrecho tubo de goma. No podía respirar y notaba una presión casi insoportable en todo el cuerpo; pero entonces, justo en el momento en que creía que iba a asfixiarse, las tiras invisibles que le oprimían el pecho se soltaron y se halló de pie en medio de un ambiente gélido y oscuro. Respiró a bocanadas un aire frío que olía a salitre.

26
La cueva

Harry olía a salitre y oía el susurro de las olas; una débil y fresca brisa le alborotaba el pelo mientras contemplaba un mar iluminado por la luna y un cielo tachonado de estrellas. Se hallaba sobre un alto afloramiento de roca negra y a sus pies el agua se agitaba y espumaba. Miró hacia atrás y vio un altísimo acantilado, un escarpado precipicio negro y liso de cuya pared parecía que, en un pasado remoto, se habían desprendido algunas rocas semejantes a aquélla sobre la que estaba con Dumbledore. Era un paisaje inhóspito y deprimente: no había ni un árbol ni la menor superficie de hierba o arena entre el mar y la roca.

—¿Qué te parece? —le preguntó Dumbledore, como si le pidiera su opinión sobre si era un buen sitio para hacer una comida campestre.

—¿Aquí trajeron a los niños del orfanato? —preguntó el muchacho, que no se imaginaba otro lugar menos conveniente para ir de excursión.

—No, no exactamente aquí. Hay una aldea, si se puede llamar así, a medio camino, en esos acantilados que tenemos detrás. Creo que llevaron a los huérfanos allí para que les diera el aire del mar y contemplaran el oleaje. Supongo que sólo Tom Ryddle y sus dos jóvenes víctimas visitaron este lugar. Ningún
muggle
podría llegar hasta esta roca a menos que fuera un excelente escalador, y a las barcas no les es posible acercarse a los acantilados porque las aguas son demasiado peligrosas. Imagino que Ryddle llegó hasta aquí bajando por el acantilado; la magia debió de serle más útil que las cuerdas. Y trajo a dos niños pequeños, probablemente por el puro placer de hacerles pasar miedo. Yo diría que debió de bastar el trayecto hasta este lugar para aterrorizarlos, ¿no crees? —Harry volvió a contemplar el precipicio y se le puso carne de gallina—. Pero su destino final, y el nuestro, está un poco más allá. Sígueme.

Lo condujo hasta el mismo borde de la roca, donde una serie de huecos irregulares servían de punto de apoyo para los pies y permitían llegar hasta un lecho de rocas grandes y erosionadas, parcialmente sumergidas en el agua y más cercanas a la pared del precipicio. Era un descenso peligroso, y Dumbledore, que sólo podía ayudarse con una mano, avanzaba poco a poco, pues el agua del mar volvía resbaladizas esas rocas más bajas. Harry notaba una constante rociada fría y salada en la cara.


¡Lumos!
—exclamó Dumbledore cuando llegó a la roca lisa más próxima a la pared del acantilado.

Un millar de motas de luz dorada chispearon sobre la oscura superficie del agua, unos palmos más abajo de donde el director se había agachado; la negra pared de roca que tenía al lado también se iluminó.

—¿Lo ves? —dijo el anciano profesor con voz queda al tiempo que levantaba un poco más la varita. Harry vio una fisura en el acantilado, en cuyo interior se arremolinaba el agua—. ¿Tienes algún inconveniente en mojarte un poco?

—No.

—Entonces quítate la capa invisible. Ahora no la necesitas. Tendremos que darnos un chapuzón.

Y dicho eso, Dumbledore, con la agilidad propia de un hombre mucho más joven, saltó de la roca lisa, se zambulló en el mar y empezó a nadar con elegantes brazadas hacia la oscura grieta de la pared de roca sujetando con los dientes la varita encendida. Harry se quitó la capa, se la guardó en el bolsillo y lo siguió.

El agua estaba helada; las empapadas ropas se inflaban y le pesaban. Respirando hondo un aire que le impregnaba la nariz de olor a salitre y algas, emprendió el camino hacia la titilante luz que ya se adentraba en el acantilado.

La fisura pronto dio paso a un oscuro túnel y Harry dedujo que aquel espacio debía de llenarse de agua con la marea alta. Sólo había un metro de distancia entre las viscosas paredes, que brillaban como alquitrán mojado, iluminadas por la luz que emitía la varita de Dumbledore. Asimismo vio que, un poco más adelante, el túnel describía una curva hacia la izquierda y se extendía hacia el interior del acantilado. Siguió nadando detrás de Dumbledore, aunque sus entumecidos dedos rozaban la roca áspera y húmeda.

Entonces vio que el profesor salía del agua; el canoso cabello y la oscura túnica le relucían. Cuando Harry llegó a su lado, descubrió unos escalones que conducían a una gran cueva. Chorreando agua de su empapada ropa y sacudido por fuertes temblores, trepó y fue a parar a un frío recinto.

Dumbledore estaba de pie en medio de la cueva, con la varita en alto; se dio la vuelta despacio y examinó las paredes y el techo.

—Sí, es aquí —dijo.

—¿Cómo lo sabe? —susurró Harry.

—Hay huellas de magia.

Harry no sabía si los escalofríos que tenía se debían al frío o a que él también percibía los sortilegios. Se quedó mirando a Dumbledore, que seguía girando sobre sí mismo, concentrado en cosas que Harry no podía ver.

—Esto sólo es la antecámara, una especie de vestíbulo —comentó el profesor al cabo de unos momentos—. Tenemos que llegar al interior… Ahora no se trata de salvar los obstáculos de la naturaleza, sino los dispuestos por lord Voldemort.

Dicho esto, se acercó a la pared de la cueva y la acarició con los renegridos dedos mientras murmuraba unas palabras en una lengua desconocida. Recorrió dos veces el perímetro de la cueva tocando la áspera roca; a veces se detenía y pasaba los dedos repetidamente por determinado sitio, hasta que al fin se quedó quieto con la palma de la mano pegada a la pared.

—Aquí —dijo—. Tenemos que continuar por aquí. La entrada está camuflada.

Harry no le preguntó cómo lo sabía, aunque era la primera vez que veía a un mago averiguar algo de ese modo, observando y palpando; pero ya había aprendido que muchas veces el humo y las explosiones no eran señal de experiencia, sino de ineptitud.

Dumbledore se apartó de la pared y apuntó hacia la roca con la varita. El contorno de un arco se dibujó en la pared; era de un blanco resplandeciente, como si detrás brillara una intensa luz.

—¡Lo ha co… conseguido! —exclamó Harry tiritando, pero, antes de acabar de pronunciar estas palabras, el contorno desapareció y la roca volvió a mostrar su superficie normal.

Dumbledore miró en torno.

—Perdona, Harry. No me he acordado… —Lo apuntó con la varita, y de inmediato la ropa del muchacho volvió a quedar tan seca como si hubiera estado colgada delante de una chimenea encendida.

—Gracias —dijo Harry con alivio.

Pero Dumbledore ya había vuelto a concentrarse en la sólida pared de la cueva. No intentó ningún otro sortilegio, sino que se quedó inmóvil contemplándola con atención, como si leyera algo extremadamente interesante. Harry también se quedó quieto para no perturbar su concentración.

Pasaron dos minutos, y entonces Dumbledore dijo en voz baja:

—¡No es posible! ¡Qué ordinariez!

—¿Qué ocurre, profesor?

—Creo que para pasar tendremos que pagar —explicó al tiempo que introducía la mano herida en la túnica y extraía un pequeño cuchillo de plata como los que Harry utilizaba para cortar los ingredientes de las pociones.

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