Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—De acuerdo, profesor —dijo Harry, imprimiendo el mayor desprecio en las tres últimas sílabas.
—He pensado —continuó Snape con una malvada sonrisa— que podrías empezar por las cajas mil doce a mil cincuenta y seis. En ellas encontrarás algunos nombres conocidos, lo cual añadirá cierto interés a la tarea. Aquí, ¿lo ves? —Sacó una ficha de la caja más alta del montón con un ampuloso gesto de la mano y leyó—: «James Potter y Sirius Black. Sorprendidos utilizando un maleficio ilegal contra Bertram Aubrey. Resultado: agrandamiento de la cabeza de Aubrey. Castigo doble.» —Snape miró con desdén al muchacho y añadió—: Debe de ser un gran consuelo pensar que, aunque nos hayan dejado, conservamos un registro de sus grandes logros…
Harry notó aquella sensación de cólera que tantas veces había tenido que soportar. Se mordió la lengua para no contestar, se sentó delante de las cajas y se acercó una.
Como suponía, aquél era un trabajo inútil y aburrido, salpicado (pues Snape lo había planeado así) con frecuentes punzadas de dolor cada vez que leía el nombre de su padre o el de Sirius, que muy a menudo aparecían juntos en diversas travesuras, y en alguna ocasión los acompañaban los nombres de Remus Lupin y Peter Pettigrew. Y mientras copiaba las diversas faltas y castigos de todos ellos, se preguntaba qué estaría pasando fuera, puesto que el partido debía de haber empezado… Ginny iba a jugar como buscadora contra Cho…
Harry no cesaba de lanzar miradas al enorme reloj que hacía tictac en la pared. Tenía la impresión de que avanzaba mucho más despacio que un reloj normal; quizá Snape lo había embrujado para que el castigo resultara todavía más insoportable, ya que no era posible que sólo llevara allí media hora… una hora… una hora y media…
Cuando el reloj marcaba las doce y media, a Harry empezó a crujirle el estómago. A la una y diez, Snape, que no había abierto la boca desde que Harry iniciara su tarea, levantó la vista y le dijo con frialdad:
—Creo que por hoy es suficiente. Marca el lugar donde lo has dejado. Seguirás el sábado que viene, a las diez en punto.
—Sí, señor.
Harry metió una ficha doblada en la caja y salió a toda prisa del despacho antes de que Snape se lo pensara mejor; subió disparado los escalones de piedra, aguzando el oído para oír el alboroto proveniente del estadio, pero no oyó nada, y eso quería decir que el partido había terminado.
Vaciló un momento ante el abarrotado Gran Comedor y luego subió a grandes zancadas por la escalinata de mármol; tanto si Gryffindor había ganado como si había perdido, el equipo solía celebrarlo o lamentarse en la sala común.
—«
Quid agis
?» —pronunció, titubeante, ante la Señora Gorda, preguntándose qué encontraría en el interior.
La Señora Gorda replicó con expresión insondable:
—Ya lo verás. —Y se apartó para dejarlo pasar.
Un rugido de júbilo se escapó por el hueco del retrato. Harry miró boquiabierto mientras sus compañeros, al verlo, se ponían a gritar; varias manos tiraron de él hacia el interior de la sala.
—¡Hemos ganado! —bramó Ron, que se le acercó dando brincos y enarbolando la Copa de plata—. ¡Hemos ganado! ¡Cuatrocientos cincuenta a ciento cuarenta! ¡Hemos ganado!
Harry miró alrededor; Ginny corría hacia él con expresión radiante y decidida, y al llegar a su lado le rodeó el cuello con los brazos. Y sin pensarlo, sin planearlo, sin preocuparle que hubiera cincuenta personas observándolo, Harry la besó.
Tras unos momentos que se hicieron larguísimos (quizá media hora, o quizá varios días de fulgurante sol), Harry y Ginny se separaron. La sala común se había quedado en silencio. Entonces varios silbaron y muchos soltaron risitas nerviosas. Harry miró por encima de la coronilla de Ginny y vio a Dean Thomas con un vaso roto en la mano y a Romilda Vane con gesto de escupir algo. Hermione estaba radiante de alegría, pero a quien Harry buscaba con la mirada era a Ron. Al fin lo encontró: estaba muy quieto, con la Copa en las manos, como si acabaran de golpearlo en la cabeza con un bate. Los dos amigos se miraron una fracción de segundo, y entonces Ron hizo un rápido movimiento con la cabeza cuyo significado Harry entendió de inmediato: «Si no hay más remedio…»
La fiera que albergaba en su pecho rugió triunfante; Harry miró a Ginny, sonriente, y sin decir nada señaló el hueco del retrato. Le pareció que lo más indicado era dar un largo paseo por los jardines, durante el cual, si les quedaba tiempo, podrían hablar del partido.
La noticia de que Harry Potter salía con Ginny Weasley dio pie a numerosos cuchicheos en el colegio, sobre todo entre las chicas; y, sin embargo, durante unas semanas Harry tuvo la placentera y novedosa sensación de que era inmune a los chismorreos. Al fin y al cabo, resultaba agradable que, por una vez en la vida, hablaran de él a causa de algo que lo hacía tan feliz como no recordaba desde mucho tiempo atrás, y no por estar involucrado en horribles incidentes relacionados con la magia oscura.
—Y eso que la gente tiene mejores cosas para cotillear —comentó Ginny mientras leía
El Profeta
sentada en el suelo de la sala común, con la espalda apoyada en las piernas de Harry—. Esta semana ha habido tres ataques de
dementores
, pero a Romilda Vane lo único que se le ocurre preguntarme es si es cierto que llevas un
hipogrifo
tatuado en el pecho.
Ron y Hermione rieron a carcajadas.
—¿Y qué le has contestado? —preguntó Harry.
—Que es un colacuerno húngaro —respondió Ginny mientras pasaba la página con aire despreocupado—. Es mucho más varonil.
—Gracias —dijo Harry con una sonrisa—. ¿Y qué le has dicho que lleva Ron tatuado?
—Un
micropuff
, pero no le he dicho dónde.
Ron arrugó el entrecejo y Hermione se desternilló de risa.
—Mucho cuidado —advirtió Ron blandiendo el dedo índice—. Que os haya dado permiso para salir juntos no quiere decir que no pueda retirarlo.
—¿Tu permiso? —se burló Ginny—. ¿Desde cuándo necesito tu permiso para hacer algo? Además, tú mismo reconociste que preferías que saliera con Harry antes que con Michael o Dean.
—Sí, eso es verdad —admitió Ron a regañadientes—. Pero siempre que no os aficionéis a besaros en público.
—¡Serás hipócrita! ¿Y qué me dices de Lavender y tú, que os pasabais el día revoleándoos por todas partes como un par de anguilas? —protestó Ginny.
Pero llegó el mes de junio y empezaron a escasear las ocasiones de poner a prueba la tolerancia de Ron, porque Harry y Ginny cada vez tenían menos tiempo para estar juntos. Ella pronto tendría que examinarse de los
TIMOS
, y por lo tanto no le quedaba otro remedio que estudiar horas y horas, a veces hasta muy tarde. Una de esas noches, aprovechando que Ginny se había marchado a la biblioteca y mientras Harry estaba sentado junto a una ventana en la sala común (se suponía que terminando sus deberes de Herbología, pero en realidad rememorando un rato particularmente feliz que había pasado con Ginny en el lago a la hora de comer), Hermione se sentó entre él y Ron con una expresión de determinación que no auguraba nada bueno.
—Tenemos que hablar, Harry.
—¿De qué? —preguntó él con recelo. El día anterior ella lo había regañado por distraer a Ginny aun sabiendo que tenía que prepararse para los exámenes.
—Del presunto Príncipe Mestizo.
—¿Otra vez? —gruñó—. ¿Quieres hacer el favor de olvidarte de ese tema?
Harry no se había atrevido a volver a la Sala de los Menesteres para recuperar el libro, y por ese motivo ya no obtenía tan buenos resultados en Pociones (aunque Slughorn, que sentía simpatía por Ginny, lo atribuía a su enamoramiento). Pero el muchacho estaba convencido de que Snape todavía no había renunciado a echarle el guante al libro del príncipe, y por eso prefería dejarlo escondido mientras el profesor siguiera alerta.
—No pienso callarme hasta que me hayas escuchado —dijo Hermione sin amilanarse—. Mira, he estado investigando un poco sobre quién podría tener como hobby inventar hechizos oscuros…
—Él no tenía como hobby…
—¡Él, siempre él! ¿Cómo sabes que no era una mujer?
—Eso ya lo hablamos un día. ¡Príncipe, Hermione! ¡Se hacía llamar príncipe!
—¡Exacto! —exclamó ella con las mejillas encendidas, mientras sacaba de su bolsillo un trozo viejísimo de periódico y se lo ponía delante dando un porrazo en la mesa—. ¡Mira esto! ¡Mira la fotografía!
Harry cogió el papel, que se estaba desmenuzando, y contempló la amarillenta fotografía animada; Ron se inclinó también para echarle un vistazo. Se veía una muchacha muy delgada de unos quince años. Era más bien feúcha y su expresión denotaba enfado y tristeza; tenía cejas muy pobladas y una cara pálida y alargada. El pie de foto rezaba: «Eileen Prince, capitana del equipo de
gobstones
de Hogwarts.»
—¿Y qué? —dijo Harry leyendo por encima el breve artículo que explicaba una historia muy aburrida acerca de las competiciones interescolares.
—Se llamaba Eileen Prince. «Prince», Harry.
Se miraron y él comprendió lo que Hermione trataba de decirle. Soltó una carcajada.
—¡Anda ya!
—¿Qué?
—¿Crees que ésta era el Príncipe Mestizo? Por favor, Hermione…
—¿Por qué no? ¡En el mundo mágico no hay príncipes auténticos, Harry! O es un apodo, un título inventado que alguien adoptó, o es una forma de disfrazar su verdadero apellido, ¿no? ¡Escúchame! Supongamos que su padre era un mago apellidado Prince y que su madre era
muggle
. ¡Eso la convertiría en una «Prince mestiza» o, dicho de otro modo, para despistar, en un Príncipe Mestizo!
—Sí, Hermione, es una teoría muy original…
—¡Piénsalo un poco! ¡A lo mejor se enorgullecía de llevar el apellido Prince!
—Mira, Hermione, te digo que no era una chica. No sé por qué, pero lo sé.
—Lo que pasa es que no quieres admitir que una chica sea tan inteligente —replicó Hermione.
—¿Cómo iba a ser amigo tuyo durante cinco años y pensar que las chicas no son inteligentes? —argumentó Harry, dolido por el comentario—. Lo digo por su manera de escribir. Sé que el príncipe era un hombre, no me cabe duda. Esa chica no tiene nada que ver. ¿De dónde has sacado el recorte?
—De la biblioteca. Hay una colección completísima de viejos números de
El Profeta
. Bueno, de cualquier manera pienso averiguar todo lo que pueda sobre Eileen Prince.
—Que te diviertas —dijo Harry con fastidio.
—Gracias. ¡Y el primer sitio donde voy a buscar —añadió al llegar al hueco del retrato— es en los archivos de los premios de Pociones!
Harry la miró con ceño y luego siguió contemplando el cielo, cada vez más oscuro.
—Lo que le pasa es que todavía no ha digerido que la superases en Pociones —comentó Ron, y volvió a concentrarse en su
Mil hierbas y hongos mágicos
.
—Tú entiendes que yo quiera recuperar mi libro, ¿verdad? ¿O también me tomas por chiflado?
—Claro que lo entiendo —repuso Ron—. Ese príncipe era un genio. Además, si no te hubiese chivado lo del bezoar… —se rebanó el cuello con el dedo índice— yo no estaría aquí hablando contigo, ¿no? Hombre, no digo que hacerle ese hechizo a Malfoy fuera una maravilla…
—Yo tampoco.
—Pero se ha curado, ¿verdad? Ya corre tan campante por ahí, como si no hubiera pasado nada.
—Sí —convino Harry; era verdad, aunque de todos modos le remordía un poco la conciencia—. Gracias a Snape…
—¿Vuelves a tener castigo con él este sábado?
—Sí, y el sábado siguiente y el otro —resopló Harry—. Y ahora ha empezado a insinuarme que si no arreglo todas las fichas antes de que acabe el curso, seguiremos el año que viene.
Esos castigos le estaban resultando particularmente fastidiosos porque reducían los escasos ratos que podía pasar con Ginny. De hecho, desde hacía algún tiempo se preguntaba si Snape estaría al corriente de su relación con la hermana de Ron, pues se las ingeniaba para que Harry se quedara cada vez hasta más tarde en el despacho, y no cesaba de hacer comentarios mordaces sobre la lástima que le daba que no pudiera disfrutar del buen tiempo que hacía ni de las diversas oportunidades que éste ofrecía.
Harry salió de su amargo ensimismamiento cuando apareció a su lado Jimmy Peakes, que le entregó un rollo de pergamino.
—Gracias, Jimmy… ¡Eh, es de Dumbledore! —exclamó emocionado, y desenrolló la hoja—. ¡Quiere que vaya a su despacho cuanto antes!
Los dos amigos se miraron.
—¡Atiza! —susurró Ron—. ¿Crees que…? ¿Habrá encontrado…?
—Será mejor que vaya y me entere —dijo Harry poniéndose en pie de un brinco.
Salió en el acto de la sala común y recorrió los pasillos del séptimo piso tan deprisa como pudo; por el camino sólo se cruzó con Peeves, que iba a toda velocidad; el
poltergeist
, como por inercia, le lanzó unos trozos de tiza y rió a carcajadas al esquivar el embrujo defensivo de Harry. Cuando Peeves se hubo esfumado, los pasillos quedaron en silencio; sólo faltaban quince minutos para el toque de queda y casi todos los estudiantes habían regresado ya a sus salas comunes.
Entonces Harry oyó un grito y un estrépito. Se paró en seco y aguzó el oído.
—¡Cómo te atreves! ¡Aaay!
El ruido procedía de un pasillo cercano. Corrió hacia allí con la varita en ristre, dobló una esquina y vio a la profesora Trelawney tumbada en el suelo, con uno de sus chales cubriéndole la cabeza, los relucientes collares de cuentas enredados en las gafas y varias botellas de jerez esparcidas alrededor, una de ellas rota.
—¡Profesora! —Harry se acercó presuroso y la ayudó a incorporarse. Ella soltó un fuerte hipido, se arregló el pelo y se levantó agarrándose del brazo que le tendía Harry—. ¿Qué ha pasado, profesora?
—¡Buena pregunta! —repuso con voz estridente—. Iba caminando tan tranquila, pensando en ciertos presagios oscuros que vislumbré hace poco…
Pero Harry no le prestaba atención: acababa de darse cuenta de dónde se hallaban. A su derecha estaba el tapiz de los trols bailarines, y a la izquierda el tramo de pared de piedra liso e impenetrable donde estaba camuflada…
—¿Intentaba entrar en la Sala de los Menesteres, profesora?
—… en unos augurios que me han sido confiados… ¿Cómo dices? —De pronto adoptó una actitud de disimulo.