Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
Link estaba sentado a mi lado.
—Mierda, mierda, mierda. Es como una de esas calles en las que Jack el Destripador mataba a sus víctimas —dijo, y tenía razón. Bien podríamos encontrarnos en la boca de un callejón del Londres decimonónico. El lugar estaba oscuro, iluminado sólo por el tenue resplandor de algunas farolas. A ambos lados del callejón se alineaba la parte trasera de edificios de ladrillo de varias plantas.
Liv se levantó y echó a andar por el desierto callejón. A los pocos metros se paró ante un letrero que decía: LA TORRE.
—Debe de ser el nombre de este Túnel. Increíble, la profesora Ashgroft me habló de todo esto, pero jamás habría podido imaginar algo así. Supongo que los libros no le pueden hacer justicia, ¿verdad?
—Sí, no se parece en nada a las ilustraciones —dijo Link, poniéndose en pie—. Lo único que ahora me importa saber es dónde está el techo.
La bóveda del techo había desaparecido y en su lugar observábamos un cielo nocturno y estrellado inmenso y real como cualquiera que yo hubiera contemplado.
Liv sacó su cuaderno y tomó nota.
—¿No lo entienden? Éstos son los Túneles de los Casters, no una red de metro sobrenatural por la que los Casters repten a través del subsuelo de Gatlin y vayan a la biblioteca a consultar unos libros.
—Pero, ¿qué son?
Pasé la mano por la áspera superficie de ladrillo del edificio más cercano.
—Rutas a otro mundo. O, en cierto modo, un mundo completo en sí mismos.
Oí algo y me dio un vuelco el corazón. Pensé que Lena me estaba hablando en kelting, quería ponerse en contacto conmigo. Pero me equivoqué.
Era música.
—¿Oís eso? —preguntó Link.
Sentí alivio. Por una vez, la música no provenía del interior de mi cabeza. Procedía, en cambio, del fondo de aquel callejón. Era parecida a la música Caster que sonó en la última fiesta de Halloween celebrada en Ravenwood la noche que salvé a Lena del ataque de su madre. Recordando esa noche, me compadecí de Lena y agucé el oído. Pero tampoco así la oí.
Liv consultó su selenómetro y volvió a tomar nota.
—
Carmen
. Ayer precisamente estuve transcribiendo uno.
—En cristiano, por favor —pidió Link, que seguía contemplando el cielo tratando de comprender.
—Lo siento. Quiere decir «Canción Encantada». Es música Caster.
Emprendí la marcha en busca del origen de aquella música.
—Sea lo que sea, viene de allí —dije.
Marian tenía razón. Una cosa era recorrer los húmedos pasadizos de la Lunae Libri y otra muy distinta visitar el mundo subterráneo de los Casters. De lo que estaba seguro era que no teníamos ni la menor idea de dónde nos estamos metiendo.
A medida que avanzábamos, oíamos la música con mayor claridad. Dejamos atrás el pavimento de adoquines y entramos en una calle asfaltada, que ya no parecía un callejón del viejo Londres, sino una avenida olvidada de los suburbios de alguna gran ciudad moderna. Las edificaciones parecían almacenes abandonados con ventanas enrejadas de cristales rotos, y lo que quedaba de unos letreros de neón que parpadeaban iluminando la oscuridad. El suelo estaba lleno de colillas y de basura y las paredes pintadas con una especie de graffiti Caster con símbolos que no entendía.
—¿Comprendes lo que pone? —le pregunté a Liv.
—No, nunca había visto nada parecido. Pero seguro que significa algo. En el mundo de los Casters, todos los símbolos tienen su significado.
—Este sitio es todavía más raro que Lunae Libri. —Link intentaba aparentar tranquilidad delante de Liv, pero estaba pasando un mal rato.
—¿Quieres volver? —dije. Quería darle la oportunidad. Sabía, sin embargo, que tenía tantos motivos como yo para seguir la búsqueda.
Aunque sus motivos eran mucho más rubios.
—¿Insinúas que soy un gallina?
—Chist, calla…
Lo oía de nuevo. La seductora música Caster fue desapareciendo para ser sustituida por otra. Esta vez, sólo yo oí la letra:
Diecisiete lunas, diecisiete miedos,
dolor y muerte, llanto sin remedio,
halla la señal, camina en su auxilio
a los diecisiete conocerá el exilio.
—Oí algo. Debemos de estar cerca.
Seguí la canción, que se repetía en mi cabeza.
Link me miró como si me hubiera vuelto loco.
—¿Cómo que oyes algo? ¿Qué oyes?
—Nada. Vosotros seguidme.
Todos los almacenes de aquella calle abandonada tenían enormes puertas metálicas abolladas y llenas de arañazos, como si hubieran sufrido la embestida de un animal de gran tamaño o de algo peor. Excepto la de la última edificación, de cuyo interior provenía el sonido de la canción. Era de madera pintada de negro. Estaba como las demás, cubierta de símbolos y graffitis. Uno de los símbolos, sin embargo, parecía distinto y no estaba pintado con spray, sino grabado en la madera. Lo recorrí con los dedos.
—Este graffiti es distinto, parece escrito en celta.
—No es celta —dijo Liv bajando la voz—, es niádico, una antigua lengua Caster. Muchos pergaminos antiguos de la Lunae Libri están escritos en ella.
—¿Qué dice?
Estudió el símbolo con atención.
—El niádico no se traduce directamente. Quiero decir que cada símbolo no equivale exactamente a una palabra, no es así como funciona. Este símbolo de aquí significa «lugar» o «momento» en el espacio físico o en el espacio temporal — explicó, y pasó el dedo por las hendiduras de la madera—. Pero esta línea lo atraviesa, ¿lo ves? Así que en vez de «lugar», aquí dice «no-lugar».
—¿Cómo puede un lugar ser un «no-lugar»? O se está en un lugar o no se está en un lugar —dije, pero mientras lo decía, me di cuenta de que estaba equivocado. En realidad, yo llevaba meses en un no-lugar. Y Lena también.
—Creo que dice algo así como «exilio» —añadió Liv.
A los diecisiete conocerá el exilio
.
—Eso es exactamente lo que dice.
Liv me miró con sorpresa y extrañeza. —Es imposible. ¿Cómo lo has sabido? ¿O es que de repente hablas niádico? —Le brillaban los ojos como si hubiera descubierto una nueva prueba que confirmaba mi condición de Wayward.
—Por una canción.
Fui a abrir, pero Liv me lo impidió.
—Ethan, esto no es un juego ni el concurso de tartas de la Feria de Condado. Ya no estamos en Gatlin. Aquí abajo nos acechan muchos peligros, criaturas mucho más feroces que Ridley y sus chupachups.
Sabía que intentaba asustarme, pero no lo consiguió. Desde la noche del cumpleaños de Lena, yo sabía más de los peligros del mundo de los Casters que de cualquier bibliotecaria por mucho que fuera Guardiana. Pero no la culpaba por tener miedo. Sólo un estúpido no lo habría tenido… un estúpido como yo.
—Tienes razón. Esto no es la biblioteca. Si no quieres entrar, lo comprendo, pero yo tengo que hacerlo. Lena está aquí.
Link abrió la puerta con la misma naturalidad que abría el vestuario del Jackson High.
—Que sea lo que tenga que ser —dijo—. A mí las criaturas peligrosas me atraen.
Me encogí de hombros y entré detrás de él. Liv se aferró a la correa de su bolso presta a romperle la cabeza a quien fuera en caso necesario. La puerta se cerró a sus espaldas nada más pasar.
Dentro la oscuridad era mayor que en la calle. La única luz provenía de unas enormes arañas de cristal completamente fuera de lugar entre las cañerías y los tubos de ventilación del techo. El resto del local respondía plenamente a la moda de la decoración industrial. El espacio era gigante, con reservados circulares tapizados en terciopelo rojo oscuro por todo el perímetro. Algunos tenían pesados cortinajes que colgaban de unas argollas sujetas al techo, para que, como las camas de hospitales, pudieran cerrarse y ganar intimidad. Al fondo, delante de una puerta redonda cromada y con picaporte, se encontraba la barra.
Link la vio al mismo tiempo que yo.
—¿Es eso lo que yo creo?
—Una cámara acorazada, sí —asentí.
Las curiosas arañas, la barra más parecida a un mostrador, las grandes ventanas cubiertas de cinta adhesiva negra sin ningún orden, la cámara acorazada… aquel lugar bien podría ser un banco si los Casters tuvieran bancos. Me pregunté qué guardarían en aquella cámara. Aunque quizá fuera mejor no saberlo.
Pero lo más raro eran los clientes, o lo que fueran las criaturas que allí había. Aparecían y desaparecían ante nuestros ojos como en aquella fiesta de Macon a la que asistí una vez y nosotros avanzábamos y retrocedíamos en el tiempo dependiendo de adónde mirásemos. Vimos elegantes caballeros de finales del siglo XIX ataviados como Mark Twain con cuello almidonado y corbatas de seda a cuadros, pero también había punkies góticos con prendas de cuero. Y todos bebían y bailaban.
—Colega, dime que esos sujetos transparentes y espantosos de ahí no son fantasmas.
Link se apartó de una criatura difusa y al hacerlo estuvo a punto de pisar a otra. Preferí no decirle que se trataba precisamente de eso, de fantasmas. Eran seres parecidos a Genevieve, a quien habíamos visto en el entierro, es decir, materiales sólo en parte. Aunque en aquel local había al menos diez o doce. Pero si Genevieve no la vimos moverse, aquellos fantasmas, que no levitaban como los dibujos animados, andaban, bailaban y se desplazaban como la gente normal, con los mismos pasos y movimientos, sólo que sin tocar el suelo. Uno nos miró y nos saludó levantando la copa de la mesa como si brindara por nosotros.
—¿Son imaginaciones mías o ese fantasma de ahí está cogiendo una copa? —dijo Link avisando con el codo a Liv que se había colocado entre mi amigo y yo.
—Técnicamente —dijo Liv en voz tan baja que tuve que ladear la cabeza para oírla—, no se les llama fantasmas, sino Sheers. Son almas que no han podido cruzar al otro mundo porque han dejado algún asunto inconcluso en el mundo de los Casters o de los Mortales. No sé por qué esta noche hay tantos. Normalmente no salen. Deben de ocurrir algo raro.
—En este sitio todo lo que ocurre es raro —dijo Link sin dejar de mirar al Sheer de la copa—. Pero no has contestado a mi pregunta.
—Sí, pueden coger lo que quieran. ¿Cómo iban si no a cerrar puertas y correr muebles en las casas encantadas?
Yo no tenía el menor interés por las casas encantadas.
—¿Qué tipo de asuntos inconclusos? —pregunté. Conocía a demasiados difuntos con asuntos inconclusos y no me apetecía conocer a más.
—Los que dejaron sin resolver antes de morir: una maldición poderosa, un amor perdido, un destino no cumplido. Déjate llevar por la imaginación.
Pensé en Genevieve y en el guardapelo y me pregunté cuántos secretos perdidos, cuántos asuntos inconclusos yacerían enterrados en los cementerios de Gatlin.
Link miraba fijamente a una chica muy guapa que tenía en el cuello un tatuaje muy elaborado parecido a los de Ridley y John.
—Pues a mí me encantaría tener entre manos algún asunto inconcluso con esa criatura.
—Y a ella también, pero en menos tiempo del que crees acabaría obligándote a saltar desde un acantilado —dije.
Recorrí el local con la mirada. No había rastro de Lena, pero cuanto más me fijaba en aquellos seres, más agradecía la penumbra. Los reservados se iban llenando en parejas que bebían y se enrollaban y la pista de chicas que daban vueltas y giros como si tejieran una especie de red.
Diecisiete lunas
había dejado de sonar, si es que había sonado alguna vez y ahora ponían una música mucho más agresiva, más intensa, una versión Caster del rock industrial de grupos como Nine Inch Nails. Todas las chicas vestían de modo distinto: una llevaba un vestido medieval, otra ropa de cuero ajustada. Y luego estaban las Ridleys, chicas con minifalda y top negro y mechas rojas, azules o violetas, que bailaban de forma insinuante, tejiendo otro tipo de red. Tal vez todas eran Siren, no habría sabido decirlo. Todas, esto sí era evidente, eran guapas y llevaban una versión distinta del tatuaje oscuro de Ridley.
—Vamos a echar un vistazo al fondo del local.
Dejé que Link fuera delante para que Liv siguiera entre los dos. Aunque examinaba cada rincón del club como si quisiera recordar todos los detalles, me di cuenta de que estaba nerviosa. Este no era sitio para una chica Mortal. Ni, en realidad, para un chico Mortal. Me sentía responsable por haber arrastrado a mis amigos hasta allí. Íbamos cerca de la pared, rodeando el perímetro, el local estaba abarrotado. Tropecé con alguien. Alguien corpóreo.
—Perdón —dije, mecánicamente.
—No te preocupes —repuso el tipo y al ver a Liv añadió—: Es un placer. ¿Te has perdido? —dijo guiñándole el ojo y sonriendo. Sus brillantes ojos negros destellaron en la oscuridad. Liv se quedó de piedra. Cuando se inclinó sobre Liv, vislumbré un líquido rojo en el vaso de aquel ser.
—No —respondió Liv tragando saliva—, estoy bien, gracias. Estamos buscando a una amiga.
—Pues a mí me encantaría ser tu amigo —dijo aquel tipo con otra sonrisa. Bajo la tenue luz del club sus dientes emitieron un brillo exageradamente blanco.
—Ya estoy con… unos amigos, gracias.
Vi de reojo la mano con que Liv sujetaba la correa de su bolso. Temblaba.
—Cuando encuentres a tu amiga, búscame. Te estaré esperando.
El tipo se dirigió a la barra, donde otros Íncubos hacían cola para llenar sus vasos con un líquido rojo que salía de un extraño grifo de vidrio. Traté de no pensar en lo que podía ser.
Link se apoyó en una de las cortinas de terciopelo de la pared y tiró de nosotros.
—Empiezo a pensar que venir a este sitio no ha sido muy buena idea.
—¿Cuándo has llegado a esa brillante conclusión?
Link no entendió la ironía de Liv.
—No lo sé, pero más o menos cuando me he dado cuenta de lo que ese colega estaba bebiendo. Supongo que no era ponche precisamente —dijo, y volvió a recorrer el local con la mirada—. Amigo, ni siquiera estamos seguros de que estén aquí.
—Están aquí.
Yo sí estaba prácticamente seguro. Iba a decirle a Link que había oído la canción y que tenía el presentimiento de que se encontraban en aquel lugar cuando divisé a una chica con melena rubia y rosa entre las que estaban en la pista.
Ridley.
Al vernos, Ridley dejó de bailar. De inmediato, vi detrás de ella a John Breed, que estaba bailando con una chica que le echaba los brazos al cuello. John, por su parte, cogía a la chica por la cintura. Se apretaban el uno contra el otro y parecían perdidos en su propio mundo. Al menos, así me había sentido las veces que había cogido a aquella misma chica por la cintura.