Read Jim Botón y Lucas el Maquinista Online
Authors: Michael Ende
Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil
Pero yo no tenía hambre y no toqué el pan. Sólo bebí un sorbo de agua porque estaba sedienta por el mucho sol y por lo que había llorado.
Cuando empezó a oscurecer, los piratas encendieron unos faroles, hicieron rodar un gran barril hasta el centro de la cubierta y se sentaron alrededor de él. Cada uno de ellos tenía un gran tazón y lo llenaba en el barril. Empezaron a beber y a cantar con voz ronca canciones ordinarias. Una la recuerdo porque siempre la repetían. Debía de ser su canción favorita. Decía así:
Trece hombres sentados en un ataúd
Jo, jo, jo, con un barril de ron,
Bebieron tres días vino a su salud
Jo, jo, jo, con un barril de ron,
Amaban el oro, el vino y el mar
Jo, jo, jo, con un barril de ron,
Pero al fin el demonio los fue a buscar
Jo, jo, jo, con un barril de ron.
Por fin conseguí contar los hombres; eran exactamente trece, tal como cantaban en su canción. Entonces comprendí por qué habían pintado un 13 en la vela.
Jim interrumpió el relato de la princesita y dijo:
— Y yo comprendo ahora por qué el remitente de mi paquete era un 13.
— ¿Qué remitente y qué paquete? —preguntó Li Si—. En tu discusión con el dragón hablaste de algo de eso y yo te lo quería preguntar.
— Si no tenéis nada en contra —intervino Lucas— , que Li Si termine primero su historia. Así procederemos por orden.
Después Jim contará lo que le sucedió. De lo contrario nos haremos un lío.
Estuvieron todos de acuerdo y Li Si siguió contando:
— Mientras los piratas bebían y cantaban, pude notar que se confundían entre sí y unas veces se llamaban con un nombre, otras con otro. Pero parecía no importarles. Ninguno sabía cómo se llamaba realmente ni sabía si era uno u otro. Además les daba lo mismo porque no era una cosa demasiado importante para ellos.
Al único que reconocían en seguida era a su capitán porque, para diferenciarse de los demás, llevaba una estrella roja en el sombrero. Todos le obedecían sin rechistar.
El segundo día comí algo de pan seco porque estaba hambrienta.
Lo demás se desenvolvió como el día anterior. Cuando se hizo de noche y los piratas se sentaron alrededor del barril de ron, oí que el capitán les decía:
«¡Escuchad, compañeros! Mañana a medianoche nos volveremos a encontrar con el dragón en el sitio de costumbre. Esta vez se pondrá la mar de contento.»
Miró hacia arriba, hacia mí y sonrió.
«¡Qué bien, capitán!», oí que uno decía, «esto quiere decir que tendremos más ron. Ya era hora porque el barril está casi vacío.»
Era claro que estas palabras tenían algo que ver conmigo, pero yo no sabía qué. Os podéis imaginar cómo me sentía.
La noche siguiente sopló un viento cortante que empujaba las nubes por delante de la luna llena, de modo que a veces era claro y a veces oscuro. En mi jaula el frío era horrible. Hacia medianoche vi por un momento algo que brillaba en la oscuridad, en el lugar hacia donde se dirigía nuestro barco. Cuando nos acercamos y la luna nos volvió a iluminar durante unos minutos, pude ver que eran como dos peñas de hielo brillante, desnudas y escarpadas, que surgían del mar. Y en una de ellas esperaba un gigantesco dragón. Su negro perfil se recortaba claramente sobre el cielo tormentoso.
«¡Fffffff!», resopló cuando el barco pirata ancló junto a él, lanzando una centella verde y una violeta por cada una de las ventanas de la nariz. «¿Tenéisss algo parrrra mí, muchchchachchoosss?»
«¡Ya lo creo!», le gritó el capitán. «Esta vez se trata de una muchachita preciosa!»
«¿Ssssí?», siseó el dragón y sonrió malicioso. «¿Qué esss lo que querrréis en cambio, brrribonesss?»
«Lo mismo de siempre», contestó el capitán. «Un barril de ron legítimo de Kummerland, marca «Gaznate de Dragón». Es el único ron del mundo lo bastante fuerte para mí y para mis amigos.
Cuando tú quieras nos iremos.»
Estuvieron un rato discutiendo y por fin el dragón entregó el barril de ron sobre el que había estado sentado y a cambio recibió de los piratas la jaula en que me hallaba yo. Se despidieron después de haberse puesto de acuerdo para el siguiente encuentro. Todavía se pudo oír durante un rato, en medio del silbido del viento, la canción de los trece; luego el barco desapareció.
El dragón cogió la jaula y la levantó en alto para contemplarme detenida y minuciosamente. Por fin dijo: «Bien, pppequeña, ssse han terrrminado parrra siempre lasss muññecasss, la perrreza, los passseos, las vacacionesss y todasss essas tonterrrías. Esss horrra de que empiecessss a conocerrr las verrrrdadddesss de la viiiidddda.»
Envolvió mi jaula en una tela tan gruesa que no dejaba pasar la luz; de modo que me quedé en una oscuridad completa; no veía nada y casi no oía lo que pasaba en el exterior.
Al principio parecía que no sucedía nada. Yo esperaba y me preguntaba si el dragón me habría dejado sola. ¿Pero entonces para qué me había cambiado por un barril de ron? No sé cuánto tiempo duró mi espera porque me dormí. Quizás os parezca raro que encontrándome en una situación tan angustiosa me durmiera, pero tenéis que pensar que desde el momento en que los piratas me raptaron, no había cerrado los ojos por el miedo y también por el viento y el frío. Debajo de aquel trapo todo estaba oscuro y hacía calor; por eso me dormí.
De pronto desperté. Oía un ruido ensordecedor. No os podéis imaginar lo que era aquella vibración, aquel estruendo y aquel jaleo. Además empezaron a sacudir mi jaula, llevándola de arriba abajo hasta que mi estómago se sintió como si estuviera en una montaña rusa. Esto duró una media hora y terminó de repente.
Durante un rato todo permaneció en silencio; luego noté que volvían a dejar mi jaula en el suelo. Quitaron el trapo y cuando miré a mi alrededor... no hace falta que os lo cuente porque todos habéis conocido la casa de la señora Maldiente. Lo único que me consolaba era no estar sola en mi desgracia puesto que había otros niños en las mismas condiciones en que estaba yo.
Bueno, ahora no hay mucho más que contar. La vida que empezó entonces era terriblemente monótona y triste. Nos sentábamos cada día, desde la mañana hasta la noche, en los bancos, y atados allí, teníamos que leer, escribir, hacer cuentas y aprender otras cosas. Yo salía bastante bien librada porque ya sabía leer, escribir y hacer cuentas, como todos los niños chinos de mi edad.
Pero mis compañeros lo tenían que aprender casi todo y el dragón los martirizaba muy complacido. Cuando no estaba de buen humor, y esto ocurría casi siempre, daba lo mismo que hiciéramos faltas o no, porque igualmente nos chillaba y nos pegaba.
Cuando se hacía de noche el dragón soltaba las cadenas de los bancos y nos llevaba a empujones al dormitorio. Casi nunca nos daban de cenar porque la señora Maldiente encontraba cada día motivos para mandarnos, como castigo, a la cama sin cenar. No podíamos hablar entre nosotros, ni siquiera en voz baja; estaba terminantemente prohibido. El dragón se sentaba cada noche junto a la puerta hasta que estaba seguro de que nos habíamos dormido.
Pero una noche conseguí engañarle. En cuanto se hubo ido me levanté —mi cama estaba junto a la pared de la fachada— me subí a la cabecera y miré por el agujero de la roca. Vi que era demasiado alto para escapar por allí, pero descubrí el río que pasaba por debajo. Medité qué podía hacer y de pronto me acordé de un pequeño biberón de muñeca que había encontrado en el bolsillo de mi delantal y que había conservado como recuerdo. En pocos momentos tuve preparado mi plan.
Rápidamente y en silencio, desperté a los otros niños y les conté lo que había proyectado. Uno de ellos tenía un pedazo de lápiz y otro un recorte de papel limpio. Escribí la carta, puse la tarjetita en el biberón, lo cerré con un poquito de cera que encontré por allí y uno de los chicos, que tenía mucha puntería, se subió a mi cama y por el agujero de la pared, echó al río la botellita con el mensaje.
Desde entonces vivimos en la esperanza de que un hombre bueno encontrara algún día la botella y se la llevara a mi padre. Así esperamos día tras día hasta que llegasteis vosotros y nos liberasteis.
Y ahora aquí estamos.
Así terminó su relato la princesita. Luego los demás niños, según les tocaba, fueron contando su historia. Había, por ejemplo, cinco chiquillos morenos con turbante que habían sido raptados una tarde mientras se bañaban, con sus elefantes, en el río. El pequeño piel roja, en cambio, se había alejado demasiado cuando pescaba en el mar con su canoa. El esquimal estaba en un iceberg en el que se dirigía al Polo Norte para visitar a una tía abuela.
Otros niños viajaban en trasatlánticos que habían sido asaltados por los piratas en alta mar. Todo el dinero, las joyas, los objetos de valor y los niños se los llevaron los piratas a su barco y luego hundieron, con los pasajeros, el trasatlántico desvalijado.
Esos trece eran ciertamente unos desalmados y unos bárbaros.
Las aventuras de los niños eran muy distintas unas de otras, pero en cuanto llegaban a las peñas heladas, a todos les sucedía lo mismo que a la princesa Li Si. Ninguno, sin embargo, pudo decir cómo llegaron a la casa de piedra del dragón.
Por último, Jim explicó, ante la insistencia délos niños y sobre todo de la pequeña princesa, lo que Lucas y él habían vivido antes de encontrar el camino de la Ciudad de los Dragones.
— Pero he aprendido muy bien una cosa —dijo terminando su historia y todavía muy preocupado por la escuela que había visto en Kummerland—: No quiero aprender de ninguna manera a leer, ni a escribir. Cuentas tampoco. No me da la gana.
Li Si le miró de reojo, levantó las cejas y dijo:
— ¿Pero es que no sabes? — No —contestó Jim — , y tampoco lo necesito.
— ¡Pero si tienes al menos un año más que yo! — exclamó Li Si asombrada y añadió resuelta—: Si quieres te enseñaré cómo se hace.
Jim sacudió la cabeza.
— Me parece que son cosas totalmente inútiles, que además de ser molestas, no sirven para nada. En el tiempo perdido en aprender se dejan de hacer otras cosas más importantes. Hasta ahora me ha ido muy bien sin saber leer ni escribir.
— ¡En esto tiene razón! —exclamó el pequeño piel roja.
— No —dijo la princesita con energía—, esas cosas son muy útiles. Por ejemplo, si yo no hubiese sabido escribir, no hubiera podido mandar el mensaje y nadie nos hubiera liberado.
— De nada te hubiera servido la botella —le contestó Jim —, de no venir nosotros a salvaros.
— ¡Claro! —exclamó el pequeño piel roja.
— ¿Ah, sí? —contestó la princesita con desdén—, a ti te ha ayudado Lucas el maquinista. ¿Pero qué hubiera sido de vosotros y de nosotros si Lucas hubiera sabido leer tanto como tú?
Jim no supo qué contestar. Sentía que Li Si no estaba del todo equivocada, pero se indignaba precisamente por eso. ¿Cómo se atrevía la pequeña princesa a darle esas lecciones? Hacía poco que le habían salvado la vida. El valor y la osadía eran mucho más importantes que el saber. De todos modos él no tenía ganas de aprender y esto bastaba.
Jim puso un cara tan seria que Lucas, riendo, le dio un golpe en la espalda y le dijo:
— ¡Jim, muchacho, mira hacia allá!
Y señalaba el horizonte, hacia el oeste, donde les llevaba la corriente. Allí estaba saliendo el sol en toda su magnificencia y las olas brillaban como oro puro. Luego los viajeros vieron algo más que también brillaba y relucía como el oro: eran los mil tejados de Ping.
En poco rato Lucas y Jim, con la ayuda de los niños, llevaron la locomotora a tierra. También el dragón se arrastró hasta la orilla y quedó como muerto, por el agotamiento. Se le notaba que por el momento se le habían pasado las ganas de portarse mal.
Al cabo de media hora Lucas y Jim habían conseguido desencallar a Emma. Quitaron el alquitrán de las puertas calafateadas, llenaron de agua la caldera y debajo de ella encendieron un hermoso fuego.
Estaban tan enfrascados en su trabajo que nadie vio al gendarme que se acercaba, a cierta distancia, por el camino, montando una bicicleta de ruedas muy grandes. Cuando el gendarme descubrió al grupo de viajeros se detuvo y estuvo meditando si podía tratarse de tropas extranjeras peligrosas. Después de haber comprobado que casi todos los expedicionarios eran niños, descartó la idea y se acercó algo más. Al rodear el último matorral, pasó a un pelo de la cola del dragón. Con un susto de muerte, dio media vuelta y salió volando con su bicicleta como si le persiguieran los demonios. Llegó a la capital con la lengua fuera y comunicó a su superior inmediato lo que acababa de ver.
— ¡Hombre! —dijo éste—, ¡es la mejor noticia que podíamos esperar! ¡El emperador le nombrará a usted, por lo menos, general gendarme! ¡Es usted, créame, un hombre de suerte! — ¿Quéee? —tartamudeó el gendarme.
— ¿Pero no sabe usted qué es lo que ha visto? — gritó el jefe, indignado—. No puede ser sino una cosa: los dos honorables maquinistas con su locomotora. Y si han traído al dragón, quiere decir que también han traído a nuestra princesa Li Si. ¡Se lo tenemos que comunicar en seguida al emperador!
Y los dos gendarmes fueron corriendo al palacio imperial, pero sin dejar de pregonar la noticia con voz muy fuerte por todas las calles.
Es imposible describir la emoción que produjo la noticia en la capital. La nueva corrió como un reguero de pólvora, de boca en boca y en poquísimo tiempo todos los habitantes de Ping, hasta el niño de niños más pequeño, estuvo enterado del maravilloso acontecimiento de aquella mañana. Y como todos en la ciudad querían ayudar de alguna manera a preparar el mejor recibimiento posible a los que volvían, en poco rato todas las calles por las que tenía que pasar la locomotora en su camino hacia el palacio, estuvieron adornadas con flores, cintas, banderas, cometas y ornamentos transparentes. Y a los lados de las calles se apretujó una multitud enorme esperando el paso de los honorables héroes.
Por fin llegaron. Mucho antes de que se pudieran distinguir, ya se oían los gritos ensordecedores de cien mil gargantas. Emma tenía que avanzar despacio porque el encadenado dragón estaba tan débil que sólo podía arrastrarse paso a paso detrás de ella. Lucas y Jim saludaban desde la cabina, por las ventanillas, a derecha y a izquierda. En el techo estaban los niños y en el centro de ellos Li Si, la princesita que casi no se podía ver por la cantidad de flores que la gente echaba sobre los recién llegados desde los muchos pisos de las casas. El gentío que llenaba las calles saludaba con banderitas de papel y lanzaba al aire sus sombreros redondos gritando: «¡Hurra!» «¡Bravo!» «¡Viva!», y todas las otras cosas que se dicen en China en tales ocasiones.