Read Jim Botón y Lucas el Maquinista Online
Authors: Michael Ende
Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil
— ¡Estupendo! —contestó Lucas — , entonces da la orden en seguida.
Ping Pong dio un salto y desapareció. Para un superbonzo tan pequeño este trabajo resultaba algo excesivo, pero para algo era una persona respetable y tenía derecho a llevar una túnica de oro. Las dignidades sólo proporcionan obligaciones, como dice un viejo refrán chino.
A la hora del té despertaron a los niños y los llevaron a la terraza ante el emperador y los dos amigos. Comieron todos juntos.
Cuando terminaron bajaron a la plaza delante del palacio donde les esperaba una larga fila de graciosas carrozas chinas tiradas por pequeños caballos blancos. Los coches estaban pintados de muchos colores y tenían baldaquines de seda para proteger del sol. En el primero, que era el más adornado, subieron el emperador y su hija. Los niños se repartieron en los demás, dos o tres en cada uno de ellos. Podían conducir ellos mismos.
Lucas y Jim prefirieron ir con Emma.
Se pusieron en marcha, el emperador y Li Si en cabeza y Emma, con los dos amigos, en la cola. Salieron de la ciudad en medio de las exclamaciones atronadoras de la multitud, por la misma calle recta por la que habían pasado ya otra vez Lucas y Jim y al anochecer llegaron al puerto que estaba en la desembocadura del río Amarillo.
En el muelle había dos grandes buques. Unos marineros se encaramaron a los mástiles y otros colocaron unas velas gigantescas al grito de «¡Oh, oooho!» Uno de los barcos estaba a punto de zarpar y sólo esperaba que empezara a soplar un viento propicio. Tenía que hacerse a la mar con los niños antes de que oscureciera para llevarles a sus países. El otro barco todavía no estaba preparado; los marineros cargaban las provisiones. Era mucho más hermoso y suntuoso que el otro. En la altísima proa se podía ver un unicornio de oro. A la izquierda y a la derecha, escrito en grandes caracteres, se leía:
Pung Ging
Así se llamaba el emperador de China. Aquél era el barco imperial que había de zarpar al día siguiente por la mañana hacia Lummerland. Cuando se puso el sol, desde tierra empezó a soplar un viento suave pero persistente. El capitán del barco de los niños, un viejo lobo de mar simpático, con una gran nariz roja, bajó de su barco y anunció que todo estaba preparado para la marcha.
El rey reunió a sus pequeños huéspedes y dijo: — ¡Queridos amigos y amigas! Con gran tristeza os digo que ha llegado la hora de separarnos. Para mí ha sido una alegría muy grande conoceros.
Me hubiera gustado que os hubierais quedado más tiempo con nosotros, pero deseáis volver a vuestros lejanos países y es muy natural si se piensa en el tiempo que lleváis lejos de ellos.
Saludad en mi nombre a vuestros padres, parientes y amigos y escribidme pronto diciéndome cómo habéis llegado. Y si os hace ilusión, volved a verme. ¿Quizás en verano? Seréis siempre bien venidos. En cuanto a los trece piratas que os raptaron, podéis estar tranquilos. No escaparán al castigo que tienen merecido.
Pienso preparar un barco de guerra para capturarles. ¡Y ahora, adiós, queridos míos!
Luego Lucas tomó la palabra.
— Bueno, chicos —dijo y dio unas chupadas en su pipa — , no os puedo decir mucho. Siento en el alma que nos tengamos que separar tan pronto y espero que no sea para siempre.
— ¡Claro que no! —le interrumpió el pequeño piel roja.
— Escribidnos, mandadnos una postal a Jim y a mí para que podamos ver en ella cómo es vuestra tierra. Y si nos queréis visitar, venid a Lummerland. Nos alegraremos mucho. Y ahora, ¡hasta pronto y buen viaje!
Se despidieron dándose la mano y cada niño dio las gracias a Lucas y a Jim y, naturalmente, también a la buena Emma por haberles salvado y al emperador de China por sus amabilidades.
Luego, precedidos por el capitán subieron a cubierta del barco.
Cuando estuvieron todos junto a la barandilla se encendió en el puerto un enorme castillo de fuegos artificiales. Se trataba de una sorpresa preparada por el pequeño Ping Pong. Los cohetes subieron muy altos en el cielo oscuro y chisporroteaban y brillaban con colores maravillosos. Después, una orquesta china tocó una canción de despedida. Y las olas del mar murmuraban como si fueran un acompañamiento. Luego, levaron el ancla y el barco se puso lenta y majestuosamente en movimiento. Todos gritaron: «¡Hasta la vista!», y agitaron las manos. Estaban emocionados y tenían lágrimas en los ojos. Naturalmente, la que más lloraba era Emma, aunque, como siempre, no comprendía bien lo que pasaba. Tenía un gran corazón y estaba sencillamente muy emocionada.
Muy lentamente el barco se deslizó sobre las aguas oscuras y desapareció de la vista de los que se quedaban. De repente el puerto quedó completamente solitario.
— Creo que lo mejor será —dijo el emperador—, que esta noche durmamos ya en el barco. Zarpará mañana antes del amanecer y si dormimos aquí no tendremos que levantarnos tan temprano. A la hora del desayuno estaremos ya en alta mar.
Naturalmente, la princesita y los dos amigos estuvieron de acuerdo.
—Bien, entonces nos despediremos ahora de Ping Pong, mi superbonzo —dijo el emperador.
— ¿Pero, es que no viene con nosotros ? — preguntó Jim.
— Lo siento, pero no es posible —contestó el emperador—. Alguien tiene que ocupar mi lugar durante mi ausencia. Ping Pong es el más indicado para ello. Claro que es muy pequeño, pero como habéis podido comprobar, es muy inteligente. No creo que durante mi ausencia ocurra nada importante, pero alguien tiene que reinar en mi lugar; irá a Lummerland en otra ocasión.
Buscaron por todo el puerto pero no hallaban al minúsculo superbonzo. Por fin le encontraron, dormido, en una de las pequeñas carrozas, agotado por el tremendo trabajo del día.
— ¡Oye, Ping Pong! —dijo el emperador, con dulzura.
El superbonzo se despertó, se levantó de un salto, se frotó los ojos y preguntó medio lloroso:
— Sí, ¿por favor, sucede algo?
— Siento despertarte —dijo el emperador, sonriendo—. Queremos despedirnos de ti. Ocuparás mi puesto durante mi ausencia. Sé que puedo confiar en ti.
Ping Pong se inclinó profundamente ante el emperador y la pequeña princesa. Y estuvo a punto de desplomarse por el agotamiento y el sueño. Jim le sostuvo, le sacudió la pequeña mano y dijo:
— ¡Ping Pong, visítanos algún día!
— Saluda al señor Schu Fu Lu Pi Plu de nuestra parte —añadió Lucas.
— Con mucho gusto —murmuró Ping Pong, a quien otra vez se le cerraban los ojos — . Seguro que lo haré, lo haré, lo haré todo, todo, en cuanto mis obligaciones, ¡oh, honorables maquinistas! buena suerte, y... y... —bostezó y pió—: Perdonad, por favor, pero ya sabéis, un bebé de mi edad...
Se durmió y sus suaves ronquidos parecían el canto de un grillo.
Mientras los dos amigos se dirigían hacia el barco con Li Si y el emperador, Lucas preguntó:
— ¿Usted cree que Ping Pong está preparado para llevar los asuntos del Imperio?
El emperador asintió sonriente:
— Lo tengo todo previsto. No puede suceder nada. Es un premio por lo inteligente y hábil que ha demostrado ser nuestro pequeño superbonzo.
Luego miraron si Emma, que entretanto había sido trasladada al barco por los marineros, estaba bien instalada. La habían puesto en la cubierta posterior, atada fuertemente con cuerdas, para que no rodara al moverse el barco por las olas. Dormía ya y roncaba tranquilamente.
Todo estaba en orden.
Los dos amigos saludaron al emperador y a Li Si, les desearon buenas noches y todos marcharon a sus camarotes.
Cuando se despertaron, al día siguiente, el barco navegaba ya por el mar abierto. Hacía un tiempo maravilloso. Un viento fuerte y dulce hinchaba las velas. De seguir así el viaje, camino de Lummerland, no duraría ni la mitad de lo que había durado el de Emma hacia China.
Después del desayuno que tomaron con el emperador y la princesita, Lucas y Jim fueron a ver al capitán al puente de mando y le explicaron lo de la isla flotante que tenían que encontrar al segundo día de viaje, a las doce en punto a 322 grados, 22 minutos, 2 segundos longitud este, 123 grados, 23 minutos, 3 segundos latitud norte.
El capitán, cuya cara curtida por el viento y el sol parecía un guante viejo de cuero, abrió la boca por el asombro.
— ¡Que me aspen! —gruñó — . Hace ya medio siglo que navego por estos mares y no he visto nunca una isla flotante. ¿Cómo podéis saber con tanta seguridad que mañana al mediodía encontraremos una?
Los dos amigos se lo explicaron. El capitán guiñó un ojo y refunfuñó:
— ¿Me estáis tomando el pelo?
Pero Jim y Lucas le aseguraron que hablaban en serio.
— Bueno —dijo por fin el capitán rascándose una oreja—, ya veremos. Mañana al mediodía estaremos exactamente en el lugar que habéis indicado. Eso si seguimos teniendo un tiempo como el de ahora.
Los dos amigos volvieron a bajar adonde estaban el emperador y la pequeña princesa. Se sentaron en la cubierta de proa, en un lugar protegido del viento y se pusieron a jugar a las cartas. Li Si no conocía el juego y Jim se lo explicó. Cuando hubieron jugado un par de veces, Li Si lo dominaba mejor que los otros y les ganaba siempre. A Jim le hubiese gustado que fuese un poco más torpe para poderla ayudar. Pero era ella la que le daba consejos y la que demostraba ser la más lista. Para Jim esto no era muy agradable.
Más tarde, mientras comían, el emperador preguntó de pronto:
— Decidme, Jim y Li Si, ¿cuándo celebraremos vuestro compromiso matrimonial?
La princesita se sonrojó y dijo con su voz de pajarito:
— Es Jim el que tiene que decidir.
— Sí —dijo Jim con los ojos muy abiertos—, pero yo tampoco lo
sé. Dejo que Li Si lo decida.
Pero ella bajó los ojos y movió la cabeza.
— No, eres tú el que tiene que decidirlo.
— Bien —dijo Jim después de pensar un momento—, entonces
celebraremos el compromiso cuando lleguemos a Lummerland.
Todos estuvieron conformes. El emperador agregó:
— Celebraréis la boda más tarde, cuando seáis mayores.
— Sí —dijo la princesita—, cuando Jim sepa leer y escribir.
— ¡No pienso aprender esas cosas! —exclamó Jim.
— ¡Por favor, Jim! —le rogó Li Si — . ¡Tienes que aprender a leer, a escribir y a contar! ¡Hazlo por mí!
— ¿Pero, porqué? —preguntó Jim —. Tú ya sabes, ¿por qué tengo que aprender yo también?
La princesita bajó la cabeza y dijo en voz baja y vacilando:
—Jim, no puede ser, no es posible, no, quiero decir que me gustaría que mi marido no sólo fuera más valiente que yo, sino también más listo para que yo le pueda admirar en todo.
— ¿Sí? —gruñó Jim avergonzado.
— Yo creo —dijo Lucas, apaciguador—, que no deberíamos preocuparnos de esto. A lo mejor, un día el mismo Jim resuelve aprender a leer y a escribir y lo hará. Y si no quiere, no importa. Pero creo que es él quien tiene que decidirlo.
No se habló más del asunto, pero Jim no dejó de pensar en las palabras de la princesa.
Al día siguiente, casi a las doce del mediodía, cuando estaban a punto de ir a comer, el marinero que estaba en lo alto del palo mayor, gritó:
— ¡Tieeerra a la viiista!
Saltaron todos y se dirigieron corriendo a proa para ver mejor. Jim, que se había subido un poco en el mástil, fue el primero en verla:
— ¡Una isla! —gritó — . ¡Allí, una isla muy pequeña!
Cuando se acercaron, pudieron ver la pequeña isla que avanzaba tranquila sobre las olas.
— ¡Eh! —le gritó Lucas al capitán — , ¿qué me dice?
— ¡Que me aplaste un caballo de mar acatarrado! — contestó el capitán—. Si no lo viera no lo creería. ¿Cómo nos arreglaremos para alcanzarla?
— ¿No hay alguna red para pescar, a bordo? —preguntó Lucas.
— ¡Claro que la hay! —exclamó el capitán y dio orden a los marineros de que echaran un cabo al mar. Ataron un extremo de la red a la cubierta y el barco avanzó dando la vuelta a la isla. Cuando hubieron vuelto al punto de partida recogieron el primer cabo y la isla flotante quedó sujeta, como un remolque, al barco de vela. Los marineros tiraron de la red para acercarla y para que todos la pudieran ver bien.
El dragón merecía el agradecimiento de los dos amigos por haberles hablado de la isla. No existía seguramente ninguna mejor en todo el mundo. Era algo más pequeña que Lummerland pero casi más bonita. Había en ella tres grandes praderas escalonadas en las que crecían árboles de distintas clases. Tres de éstos eran transparentes como los de China. La princesita se puso muy contenta al verlos. Alrededor de la isla había una estrecha faja de playa muy a propósito para los baños. Desde la parte más alta un riachuelo bajaba hasta el mar formando pequeñas cascadas. Se veían también gran cantidad de flores maravillosas y pájaros de muchos colores, que tenían sus nidos en las ramas de los árboles.
— ¿Te gusta la isla, Li Si? —preguntó Jim.
— ¡Oh, Jim, es maravillosa! —dijo la princesita, ilusionada.
—¿No será algo pequeña? —inquirió Jim—. Quiero decir comparándola con China.
— ¡Oh, no! —exclamó la princesa—. Encuentro que un país pequeño es mucho más agradable que uno grande. Sobre todo si se trata de una isla.
— Entonces todo va bien —dijo Jim, satisfecho.
— Se podrían construir un par de túneles —afirmó Lucas—, que atravesaran las praderas. ¿Qué opinas, Jim? Esta será tu isla.
— ¿Túneles? —dijo Jim, pensativo — , ¡sería estupendo!, pero yo no tengo ninguna locomotora.
— ¿Sigues deseando ser maquinista? —preguntó Lucas.
— Claro que lo sigo deseando —contestó Jim, muy serio— . ¿Qué podría ser si no?
— Jim —gruñó Lucas y le guiñó un ojo — , me parece que tengo algo para ti.
— ¿Una locomotora? —exclamó Jim, excitado. Pero aunque Jim le rogara mucho, Lucas no quiso decir nada. «Espera a que lleguemos a Lummerland», y no se le pudo sacar nada más.
— ¿Tienes escogido algún nombre para la nueva isla? —preguntó el emperador interviniendo en la conversación—. ¿Cómo piensas bautizarla?
Jim estuvo pensando un rato y luego dijo:
— ¿Qué le parecería Nuevo Lummerland?
A todos les pareció bien y así quedó decidido.
Un par de días más tarde, en una mañana luminosa, alrededor de las siete, la señora Quée salía por la puerta de la tienda, que acababa de abrir. El señor Manga asomó la cabeza por la ventana de su casa para decidir si tenía o no que coger el paraguas. Los dos descubrieron al mismo tiempo el gigantesco y majestuoso barco anclado en la orilla de la playa de Lummerland.