Read La dama del arcángel: El Gremio de los Cazadores 3 Online
Authors: Nalini Singh
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico
Se dejó caer y extendió las alas para aminorar el impacto del aterrizaje mientras examinaba el ambiente cálido del interior del almacén. Unos rostros sorprendidos y cubiertos de sangre, tanto masculinos como femeninos, se alzaron hacia ella. Tenían los ojos rojos. Sed de sangre. Una vez que confirmó aquel dato, empezó a disparar sin previo aviso. Las pequeñas hojas giratorias cortaron cuellos, rebanaron cerebros, atravesaron corazones… Joder —pensó—, Deacon era muy, muy bueno.
Cuando los pies de Elena entraron en contacto con el suelo produjeron un ruido sordo.
—¡Ransom!
—¡Aún no estoy muerto! —fue la respuesta, procedente del interior de una caterva de vampiros.
Fue entonces cuando Elena vio los ojos de las paredes. Los vampiros estaban agachados en las repisas, listos para arremeter. Se dio la vuelta justo a tiempo para librarse de dos que la atacaron por la espalda. Pero ¿cuántos había allí?
Después ya no tuvo tiempo para pensar. Sus alas la convertían en alguien muy vulnerable en el suelo, así que no podía permitir que se le acercaran. Utilizó la ballesta con una mano y con la otra encendió el lanzallamas en miniatura. No era un arma muy útil en pleno vuelo, pero funcionaba a las mil maravillas en los combates en tierra.
Los gritos, agudos y estridentes, llenaron el almacén cuando la carne empezó a crepitar y a chamuscarse, despidiendo un hedor nauseabundo similar al de una barbacoa en el jardín trasero. Y no eran solo Ransom y ella los que hacían daño. Atisbó a Veneno con aquellos cuchillos curvos que tanto le gustaban (¿De dónde los había sacado?), rebanando cabezas vampíricas a una velocidad reptiliana que la fascinaba y la horrorizaba a un tiempo. La sangre empezó a manar como una fuente cuando ejecutó a un vampiro rubio que estaba a punto de arañarle la cara, y salpicó su piel canela de gotas rojas como rubíes.
—¡Cuidado, Ransom! —gritó cuando vio que uno de los vampiros agachados en las repisas se había abalanzado sobre su amigo.
Ransom alzó una pistola y disparó en el mismo momento en que una de las aspas de la ballesta de Elena taladraba el cráneo del vampiro. La criatura cayó al suelo y su cuerpo empezó a retorcerse como si intentara levantarse, a pesar de que la masa cerebral se desparramaba por sus sienes. No obstante, estaba lo bastante herido como para no tener que preocuparse por él durante un rato.
Sintió unos dedos fríos y resbaladizos en la punta del ala.
No.
Sus alas eran muy sensibles y odiaba que las tocara un ser maligno. El impulso de volverse, de actuar sin pensar, fue casi cegador, pero lo contuvo. Giró la ballesta de Deacon hacia atrás y calculó la posición del vampiro por el aroma a miel y caléndulas que llenaba su olfato.
Se oyó un gorgoteo. Notó los espasmos de unos dedos que empezaron a apartarse de ella y que le confirmaron que había dado en el blanco. Apuntó el lanzallamas hacia una vampira que corría hacia ella como una fiera y achicharró a la morenita en pleno salto antes de darse la vuelta para concentrar las llamas en el vampiro que le había tocado el ala y que intentaba clavarle sus dientes cubiertos de sangre en las plumas.
El monstruo la miró a los ojos y sonrió.
—Ella despierta. —Fue un susurro sibilante, ya que Elena casi le había destrozado la garganta con una de las hojas. Aun así, sus ojos tenían un perverso brillo de alegría—. Ella despierta.
Elena hizo caso omiso del escalofrío que le recorrió la espalda.
—Sí, vale, me alegro por ti. Ahora, di buenas noches —dijo, y dirigió las llamas hacia el chupasangre.
Cuando volvió a girarse, el lugar se había convertido en una carnicería, y solo quedaban dos personas en pie. Ransom sujetaba dos pistolas humeantes, una a cada lado de su cuerpo, y permanecía erguido con las piernas separadas mientras examinaba el lugar para ver si alguno de los vampiros que estaban cerca seguía respirando. Tenía la cara llena de arañazos, la camiseta negra desgarrada casi por completo y el cabello, que se había soltado durante la lucha, formaba una cascada negra a su espalda.
Veneno se encontraba cerca de la puerta donde la habían atacado, con los sables en las manos. La chaqueta del traje y la corbata habían desaparecido, y su camisa blanca estaba llena de sangre. Por una vez, su pelo no tenía el aspecto impecable del de un modelo de
GQ
: varios mechones le caían sobre la frente y encajaban a la perfección con una sonrisa feroz que lo volvía increíblemente atractivo, aunque de una forma muy perturbadora.
Sus ojos, aquellos ojos inhumanos de pupilas verticales, se clavaron en los de Elena en aquel preciso instante.
—No oigo ningún latido.
—Los examinaremos uno a uno para estar seguros —respondió ella, cuyo pecho, al igual que el de sus compañeros, subía y bajaba con respiraciones cortas y superficiales—. Este grupo estaba demasiado bien organizado; no podemos permitir que se levanten.
Llevaron a cabo la tarea en silencio, recorriendo cada centímetro del almacén.
—He contado quince —dijo Ransom cuando volvieron a reunirse en la parte central.
—Sí, yo también —comentó Veneno—. Hay uno fuera, así que son dieciséis en total.
Ransom observó al vampiro por primera vez, sacudió la cabeza y volvió a mirarlo.
—Joder, pero si tienes los ojos de una víbora…
Veneno enarcó una ceja.
—Y tú tienes el pelo más bonito que las concubinas de Astaad.
Ransom le hizo un gesto obsceno con el dedo. Veneno esbozó una sonrisa.
Convencida de que todo iba bien en el universo masculino, Elena se metió la mano en el bolsillo, sacó una goma del pelo y la arrojó a Ransom.
—Si no estuviera aquí para verlo con mis propios ojos, diría que esto es imposible. ¿Qué es lo normal? ¿Tres vampiros renegados al año, quizá?
—Renegados, sí —señaló Ransom mientras se recogía de nuevo el pelo con el descuido propio de los hombres—. ¿Sed de sangre? Quizá uno de ellos, como máximo, estuviese tan jodido.
—Nuestro sire mantiene un control férreo sobre sus vampiros —dijo Veneno, que se agachó para limpiar sus sables con la camisa de uno de los vampiros muertos—. Esto no debería haber ocurrido.
Al recordar lo que le había dicho el último vampiro, Elena supo que había muchas probabilidades de que Caliane estuviera detrás de aquello, pero mantuvo la boca cerrada. Por más que le doliera ocultarles aquella información a Ransom y al Gremio, había accedido a convertirse en la consorte de Rafael, y su lealtad para con él estaba en primer lugar. No traicionaría aquella confianza… Además, no servía de nada compartir la poca información que tenía cuando no se podía hacer nada al respecto.
—Tenemos que identificar a los vampiros —dijo al tiempo que se agachaba para sujetarse la ballesta a un muslo y el lanzallamas al otro—. Y dar parte a las autoridades.
—Yo me encargaré de las autoridades —dijo Ransom, que ya había sacado el teléfono móvil—. Sabían que yo les seguía el rastro.
—Conozco al menos a dos de los vampiros —señaló Veneno, que guardó las espadas en las fundas cruzadas que llevaba a la espalda, ahora visibles gracias a la desaparición de la chaqueta del traje—. Dadme unos minutos para averiguar a cuántos más puedo identificar.
Mientras el vampiro se encargaba de aquello, Elena se paseó por el lugar en busca de billeteros que no hubieran quedado achicharrados por el lanzallamas o destruidos de cualquier otra forma. Al final encontró siete. Veneno identificó a cuatro más, por lo que les quedaban cinco desconocidos. De aquellos cinco, la mayoría tenían el rostro tan achicharrado que resultaba imposible reconocerlos, y los disparos de la pistola de Ransom habían volado la cara de los demás.
—El ángel que está al cargo de esta región viene de camino con las autoridades —les dijo Ransom al tiempo que cerraba el teléfono—. Se encargará de identificar a los que faltan. Me da la impresión de que necesitará el equipo de reconocimiento de ADN con unos cuantos.
Elena alzó la mirada hacia el agujero del tejado por el que había entrado en el almacén y descubrió que aún llovía.
—Me parece que todos necesitamos una ducha.
Los hombres no dijeron nada mientras la seguían fuera del almacén para adentrarse en la lluvia torrencial. El agua que los rodeaba tomó primero el color del óxido, luego un tono anaranjado que pasó a sepia y, por fin, se transformó en agua clara. Elena parpadeó para deshacerse de la lluvia que le llenaba los ojos y retrocedió de nuevo hasta la puerta.
—Ellie. —Era la voz de Ransom—. Hemos hecho nuestro trabajo. Deberíamos limitarnos a vigilar el escenario hasta que lleguen los polis.
Elena asintió.
—Lo sé, pero quiero comprobar sus esencias. Esta especie de epidemia masiva… Por lo que sabemos, podría tratarse de un virus mutante.
Como era de esperar, los dos entraron con ella, a pesar de que ya habían comprobado que todos y cada uno de los vampiros estaban muertos y bien muertos. En realidad, los vampiros no eran seres inmortales. No solo podían matarlos los vampiros y los ángeles, sino también los humanos. La decapitación y el fuego eran los métodos más efectivos, aunque sacarles el corazón también servía si luego les cortabas la cabeza para asegurarte, o se la volabas de un tiro, como en el caso de Ransom.
Elena dejó a los hombres hablando en susurros junto a la puerta y examinó cuerpo a cuerpo, buscando… buscando…
Lujuria, siniestra y lírica.
Allí estaba de nuevo aquella inolvidable e intrincada esencia, oculta bajo los olores más penetrantes de los vampiros caídos. Estaba casi convencida de que había percibido esa misma esencia cuando el viento estuvo a punto de derribarla sobre el Hudson. No obstante, había algo que no encajaba, una nota discordante que no lograba identificar.
—Mierda… —Sabía con certeza que tendría que buscar la esencia de aquella rara orquídea negra en cuento regresara a la ciudad.
En las profundidades del corazón de Manhattan, Rafael le rompió el cuello a un vampiro sediento de sangre después de penetrar en su mente para averiguar todo lo que necesitaba saber. Aquella información resultó repulsiva y triste al mismo tiempo. Algunos habrían dicho que el arcángel de Nueva York carecía de piedad, pero lo cierto era que no le hacía ninguna gracia dilapidar vidas. La mayoría de aquellos vampiros se habían vuelto locos de remate y no tenían ninguna posibilidad de recuperación.
No debía permitirse que un vampiro demente siguiera con vida, ya que, capitaneado por el impulso de consumir mucha más sangre de la que necesitaba para sobrevivir, aquel vampiro podría matar a centenares de personas inocentes.
—Tenía menos de cinco décadas de edad —le dijo a Dmitri cuando el líder de sus Siete se situó junto a él después de despachar a su propia presa. Alrededor de ellos, la ciudad estaba cubierta por un manto de miedo y peligro; las luces de los rascacielos eran una precaria defensa contra la oscuridad que había caído una hora antes.
—El mío también —informó Dmitri mientras el bajo de su largo abrigo negro flotaba suavemente al compás de la brisa—. Veneno acaba de enviarme un mensaje: todos los vampiros a los que identificó en Boston eran jóvenes. Ninguno superaba los sesenta años.
—Es cierto que ella aún no está consciente del todo. Su fuerza es débil —dijo Rafael—. Aun así, es capaz de hacer algo como esto. —Provocar una carnicería a una escala que no se había visto en siglos, convertir a vampiros cuerdos en máquinas de matar.
—Sire… ¿Han conseguido localizarla ya Aodhan y Naasir?
Rafael alzó la vista para contemplar el trozo de luna que se atisbaba en el cielo cubierto de nubes.
—Mi madre —le dijo a uno de los poquísimos hombres en los que confiaba— conservó su inteligencia aun en el punto más álgido de su demencia. No la han encontrado en más de un millar de giros de la tierra alrededor del sol. Aun cuando lográramos hacerlo, no sería tarea fácil contenerla.
Pero tenía que intentarlo.
Porque ella estaba viva gracias a que él había fracasado.
«Chist… Calla, cariño. Calla.»
Las últimas palabras que le había dicho antes de marcharse, antes de que sus pies se alejaran casi flotando sobre la hierba cubierta de rocío. Un rocío en el que resplandecían gotas carmesí, un súbito estallido de color que había salpicado el prado cuando él cayó desde las alturas. Sus alas quedaron aplastadas; su cuerpo golpeó la tierra a tal velocidad que algunas partes de su anatomía se habían desprendido; su boca estaba llena de sangre; las costillas le habían atravesado el corazón y los pulmones; la pierna que aún seguía unida a su tronco se había roto al menos por quince sitios.
Mientras yacía tendido allí, más indefenso de lo que lo había estado desde que era un niño, ella se había agachado a su lado y le había apartado el pelo ensangrentado de la frente con dedos delicados y maternales.
«—Ay, mi pobre cielito. Mi pobre Rafael… Ahora duele, pero había que hacerlo. —Sus ojos azules estaban llenos de ternura—. No morirás, Rafael. No puedes morir. Eres inmortal. —Un beso en el pómulo roto, suave como las alas de una mariposa—. Eres el hijo de dos arcángeles.
Él no dijo nada. No podía hablar, ya que tenía la garganta destrozada. Pero ella entendió lo que vio en sus ojos: los inmortales podían morir. Él mismo había visto morir a su padre. A manos de su madre.
—Él debía morir, amor mío. De lo contrario, el infierno habría caído sobre la tierra. —Esbozó una sonrisa lánguida mientras él seguía observándola, diciéndole un millar de cosas en silencio—. Y también yo debo morir… Por eso has venido a matarme, ¿no es así? —Risas. Risas suaves llenas del orgullo que una madre siente por su hijo—. Tú no puedes matarme, mi dulce Rafael. Tan solo otro de los miembros de la Cátedra de Diez podría destruir a un arcángel. Y ellos nunca me encontrarán.
Sus pies se movían con elegancia y ligereza sobre la hierba, con las plantas manchadas con el color rojo del fluido vital de su hijo. El polvo de ángel se desprendía de sus alas, reflejando un brillo de pureza que parecía burlarse de él.»
—Vamos, Dmitri —le dijo a su compañero mientras empujaba aquellos recuerdos hasta el rincón donde habían permanecido ocultos durante la mayor parte de su vida adulta—. Debemos continuar.
Desde que se adueñó de la ciudad, Rafael nunca había tenido que colaborar en aquel tipo de patrullas. Era un arcángel. Tenía que concentrarse en asuntos más importantes.
Sin embargo, aquel día, mientras la tarde se convertía en noche, necesitaba volar, barrer su ciudad y eliminar la maldad que Caliane había desatado. Su madre no conseguiría apoderarse de su territorio. Y él no volvería a fallar… aunque eso significara matar a la mujer que una vez lo había acunado en sus brazos con un amor infinito. Un amor cuyo eco aún lo atormentaba.