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Authors: Alan Dean Foster

La llegada de la tormenta (36 page)

BOOK: La llegada de la tormenta
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Los soldados borokii, en formación frente a sus rivales, ofrecían una visión no menos espectacular. Exhibiendo su actitud tanto como sus armas, los guerreros competían entre sí por su lugar, machos armados peleando por obtener una posición en primera línea. Los líderes del clan, a lomos de sadain, se adelantaron para aleccionar a sus tropas. El aire estaba lleno de expectación y del equivalente ansioniano a la adrenalina. Desde la cima de la colina, Kyakhta y Bulgan comprendieron con preocupación que el combate comenzaría en cualquier momento. Entre ellos se encontraba Tooqui, en silencio.

Los gritos y las imprecaciones entre ambos bandos cesaron de repente. Las cabezas se alzaron y las armas descendieron. El centro de la línea borokii se puso en marcha. Avanzando en fila de a uno, los dos Jedi y sus pádawan marchaban hacia el centro del campo de batalla. Sobre la colina, Kyakhta, Bulgan y Tooqui contuvieron la respiración.

Unos cuantos borokii murmuraron con expectación. Aunque sólo unos pocos habían sido testigos de la hazaña con los surepp varias noches antes, casi todos sabían ya la historia. Y en cuanto a los januul, estaban demasiado sorprendidos con la sola presencia de los alienígenas como para hacer ningún comentario. Dada la precaria posición de aquellos extranjeros sin cresta y de ojos planos, sus intenciones quedaban claras a ojos de los januul. No había duda. Tenían que morir tan pronto como los malditos borokii.

A medio camino entre ambos bandos, Luminara y Barriss se giraron para contemplar a los numerosos borokii. Anakin miraba a los januul, y Obi-Wan tomó la palabra. Los borokii esperaban ansiosos a que el extranjero formulara el desafío. Pero el Jedi describió un semicírculo y se dirigió a ambos frentes.

— ¡Escuchadme! Mi nombre es Obi-Wan Kenobi, Caballero de la Orden Jedi. A mi lado está la Jedi Luminara Unduli, y junto a ella su pádawan Barriss Offee. Y también junto a mí se halla mi pádawan Anakin Skywalker. Hemos venido a vuestro planeta a conseguir un acuerdo definitivo entre los alwari y la Unidad de Comunidades, para que el pueblo de Ansion permanezca en paz dentro de la República Galáctica, y con la seguridad de que sus leyes y normativas se apliquen de forma justa y a todos por igual —alzó un brazo abarcando el cielo en un gesto—. Ahí fuera, más allá de Ansion, hay potencias que ni siquiera podéis llegar a imaginar. Hay asuntos en juego vitales para todos los seres vivos de la galaxia. Y Ansion tiene un papel crucial en todo esto —siguió girando lentamente mientras hablaba, bajando el brazo—. Estamos aquí porque sabemos que allá donde vayan los borokii y los januul, les seguirán el resto de los clanes. Os pedimos que vuestros ancianos, los de ambos bandos, se sienten con nosotros a discutir esta propuesta. Hay en juego cuestiones mucho más cruciales que aquellas por las que queréis mataros hoy —los borokii comenzaron a agitarse. ¿Qué clase de desafío era ése?

—Tenéis que aprender a colaborar —continuó Obi-Wan—.
Entre
vosotros, y con los que viven en las ciudades. Si no lo hacéis —concluyó—, perderéis aquello por lo que lucháis contra los seres codiciosos que intentan manejaros, como el Gremio de Comerciantes, que apenas os ve como un peón en un juego mucho más importante.

Excepto por el confuso murmullo que emergía de los borokii, su discurso fue recibido con un profundo silencio. Entonces, un oficial januul se adelantó en su adornada montura. Le señaló con la espada ceremonial y gritó con rabia.

— ¡No sabemos de qué hablas, alienígena! Obi-Wan respondió con serenidad.

—Por supuesto que no. Eso es porque aún no nos habéis escuchado.

Dadnos esa oportunidad.

Uno de los líderes borokii se adelantó.

— ¿Qué clase de ayuda es ésta? Esto no tiene nada que ver con otros planetas, extranjero. ¡Cumple con la promesa que le hiciste a los ancianos! —Ansion es parte de la República —replicó Luminara—. Y dentro de la República, todos los conflictos atañen al Senado. Y al Consejo Jedi.

El borokii hizo una mueca.

— ¿Así que en lugar de ayudamos habéis decidido salvamos de nosotros mismos? De acuerdo, entonces. No necesitamos vuestra ayuda. Los borokii saben cuidarse solos.

Un grito desafiante surgió de la masa de guerreros que le seguía. Recibió una respuesta idéntica por parte de los januul, cuyo oficial tenía algo más que decirles a los visitantes.

— ¡Haceos a un lado, alienígenas! Vamos a arreglar esto como siempre lo hemos hecho, al modo tradicional. Vuestras intenciones no nos importan, ya es demasiado tarde para intervenir. Los borokii están aquí y estamos preparados para vencerles.

Alzó la espada, y dejando escapar un aullido agudo que un humano sería incapaz de reproducir, espoleó a su sadain.

Obi-Wan se concentró y alzó una mano para ayudarse en la orientación mental. Dirigió su palma extendida hacia el oficial, dando un golpe seco en el aire. Fue como si el sadain se diera de bruces contra un muro. A pesar de sus patas, cayó al suelo, más aturdido que herido. Su jinete voló por encima y aterrizó aparatosamente en el suelo. Debido al impacto, la espada se le escapó de la mano de tres dedos. Los soldados januul lanzaron un grito y comenzaron la carga, con las armas en ristre. Aullando y siseando, los desafiantes borokii respondieron al ataque.

Las flechas cruzaban el aire, las hondas zumbaban, y lo que es más peligroso, las pistolas láser entraron en acción. Cualquier cosa que se acercara a los Jedi, era rechazada por los sables láser, que se movían tan rápido como el rayo. Los proyectiles que les llegaban por el aire eran desviados mediante una profunda aplicación de la Fuerza.

Tres januul saltaron sobre Luminara. Tres estacadas de su sable láser desarmaron al primero, derritieron la hoja del segundo y rechazaron la porra que blandía el tercero. Estaba demasiado ocupada para fijarse en sus caras de asombro. Al verse desarmados, retrocedieron lentamente de la sacerdotisa de piel olivácea, de regreso a su frente. Y cada vez les acompañaban más de los suyos, mientras Luminara y sus compañeros neutralizaban metódicamente a un grupo tras otro de salvajes guerreros.

Dos furiosos borokii se aproximaron a Anakin disparando con sus pistolas láser, y éste se dirigió a ellos directamente, rechazando cada disparo con la hoja de su sable. En dos movimientos les quitó a ambos el arma de las manos. Habría sido muy sencillo repetir la jugada y cortarles las manos de un golpe limpio. Pero las instrucciones de Obi-Wan, mientras marchaban al campo de batalla, habían sido muy precisas.

—Nada de mutilar ni matar —le instruyó el Jedi—. Es imposible ganarte el corazón de un pueblo si le estás cortando las manos y la cabeza.

Pero tampoco era necesario utilizar al máximo la Fuerza, pensó. Por lo menos no contra aquellos dos valientes que habían cargado contra él. Al verse con las manos vacías, volvieron con el resto a la seguridad del frente borokii.

Tras otros diez minutos de ferocidad fútil, los borokii y los januul por fin se dieron cuenta de que la lucha había terminado. O que era absurdo continuarla. En toda su experiencia conjunta, en toda su historia compartida, jamás habían oído hablar de una guerra a tres bandos. Nunca habían visto algo así, y no sabían cómo enfrentarse a ello. Sobre todo teniendo en cuenta que ni dos bandos juntos eran rival para el tercero.

Pero tampoco eso era cierto del todo. Los alienígenas no habían atacado a nadie. Ellos eran los que habían empezado, al pensar que los extranjeros querían enseñar el arte de la guerra a los poderosos guerreros de los clanes superiores. Y dado que era eso precisamente lo que habían hecho, no tenían más remedio que retirarse para reflexionar sobre aquella situación sin precedentes. Por no mencionar que la mayor parte de sus mejores armas habían quedado destruidas. Y eran sólo
cuatro
intrusos sin cresta. ¡Sólo cuatro!

Y ambos bandos también eran conscientes de que los extranjeros no habían herido a ningún combatiente. Sólo habían destruido las armas. Pero, ¿qué garantías había de que si seguían con la lucha, el parte de bajas continuaría a cero? Los desarmados guerreros se miraban unos a otros gritándose su confusión. Si no habían podido acabar ni con uno de los alienígenas con las pistolas láser, era muy poco probable que lo lograran con armas convencionales, como la espada o la lanza.

Algunos de ellos comenzaron a sugerir sutilmente que quizá sería mejor escuchar lo que tenían que decirles los visitantes. Escucharles, dejar que los rebaños engordaran en ambos bandos, y esperar. Siempre habría posibilidad de continuar aquella ancestral disputa en otro momento.

Las filas de los januul se separaron para dejar paso a una figura de autoridad. Barriss, jadeante y con el sable láser en guardia, se dio cuenta de que era lo suficientemente adulto para ser un anciano. A su vez, otro individuo de cresta cenicienta pero que aún estaba en la madurez, se adelantó de entre la masa de borokii. Los dos ancianos se miraron desde los extremos del campo de batalla con el mismo desagrado que respeto. Cuando hablaron, lo hicieron para rendirse a la realidad.

Los visitantes expusieron sus razones de forma admirable para tratarse de un encuentro de urgencia con no uno, sino ambos Consejos de Ancianos. Los borokii invitaron a los cuatro alienígenas a volver a sus aposentos, pero la propuesta fue igualada enseguida por los januul, que no podían permitir que una reunión de tal magnitud tuviera lugar en suelo borokii. Ladeando sus monturas, los januulles rogaron que les siguieran a su campamento principal.

El resultado de ambos ruegos era contradictorio. Ambas partes amenazaban con continuar peleando sobre quién acogería el pacífico encuentro. Visiblemente molesta, Luminara decretó que la cumbre no se celebraría en ninguno de los dos campamentos, sino que se construiría un lugar nuevo, con materiales provistos por ambos bandos, exactamente en el sitio en el que se hallaban en ese momento. De esa forma, ninguno de los dos clanes podría reclamar un derecho especial sobre los procedimientos.

Los borokii accedieron a regañadientes. Los januul estuvieron de acuerdo de mala gana. Los cuatro alienígenas se alejaron del campo de batalla, conscientes de que cientos de ojos convexos se clavaban en ellos. Hicieron lo posible por aparentar que no había ocurrido nada especial, y que la impresión que habían dado era lo habitual en los representantes del Consejo Jedi.

Pero lo cierto es que estaban absolutamente exhaustos. No hay nada más agotador para un buen luchador que meterse en un combate en el que lo imprescindible es conservar la vida del enemigo.

Sobre todo cuando el oponente está dando lo mejor de sí para acabar con él.

17

A
unque los ancianos borokii se sentían traicionados por sus aliados alienígenas, no tuvieron más remedio que participar en la nueva reunión. Por su parte, a los januul todo aquello les resultaba sumamente sospechoso.

— ¡Nos habéis mentido! —rugió el anciano jefe borokii acusándoles, impasible ante la reacción de los januul— ¡Rompisteis el juramento solemne!

—En absoluto —respondió Obi-Wan—. Nos pedisteis que os ayudáramos con vuestros eternos enemigos, los januul, y eso es exactamente lo que hemos hecho —sonrió—. Nunca dijimos nada de vencerles.

El anciano se quedó dudando, con la boca abierta, e irritado por la respuesta. Finalmente volvió a su sitio en la alfombra. A su derecha, una de las ancianas se crujía los nudillos y se reía... bajito. Los ancianos januul estaban atónitos.

Al final ambos bandos se dieron cuenta de que habían sido víctimas de la estratagema de los Jedi, y decidieron firmar una reconciliación eventual dentro de los términos del tratado. Luminara pensó que hasta pasado un tiempo no serían conscientes de que ambas partes salían ganando, por la paz entre ellos y con la Unidad de Comunidades. Y lo que es más importante, por la permanencia de Ansion de una vez por todas en la República y bajo sus leyes.

Bayaar estaba encantado con el resultado, ya que había pensado que perdería a muchos de sus amigos aquel día, de su clan y de los extranjeros. ¿Quién hubiera pensado que acabaría así?

—Ya me han dicho que los dos Consejos han accedido a todas vuestras peticiones. El acuerdo se sellará esta noche de la forma tradicional, con una fiesta en la que participaremos los borokii y los januul —si hubiera tenido labios, les habría besado a todos—. Aquellos que tengan la suerte de ser invitados presenciarán algo realmente digno de recordar. Y también sé que ambos bandos tienen un regalo para vosotros, pero no me han dicho qué es.

No había gritos de júbilo ni grandes emociones en la casa de los invitados. Sólo sonrisas de satisfacción y el reconocimiento de un trabajo bien hecho. Si no hubieran tenido el entrenamiento adecuado, y si la batalla a tres bandos hubiera durado un poco más, podrían haber quedado heridos, o peor, muertos. Ahora intercambiaban tranquilas felicitaciones, y los aliviados Maestros congratulaban a sus entusiasmados pádawan.

Pero nadie estaba más contento que Anakin. Había disfrutado de la oportunidad de pelear con algo más que con las palabras, aunque jamás reconocería esto en voz alta. Y menos al Maestro Obi-Wan, y ahora regresarían a Cuipernam, para lo que nunca sería demasiado pronto, y de ahí a Coruscant para presentar su informe en persona ante el Consejo Jedi. Y después de eso, si no estallaba otra crisis en la galaxia que requiriera su inmediata presencia, tendrían un periodo de descanso. Si conseguía solucionar el problema del transporte, y el Maestro Obi-Wan accedía, sabía exactamente dónde pasaría su permiso.

La fiesta fue como Bayaar les había prometido, un intenso espectáculo de luz, sonido, comida y bebida. A la mañana siguiente se despidieron de sus nuevos aliados entre los januul y los borokii. Quizá deberían de haberse relajado mientras galopaban hacia la lejana Cuipernam, pero no podían. Al no tener los intercomunicadores, destruidos por el jefe qulun Baiuntu, no podían informar a nadie de su éxito, sobre todo a los delegados de la Unidad. Como decía el viejo aforismo, no tenían tiempo que perder.

Kyakhta y Bulgan iban a la cabeza, hinchados de orgullo por haber participado en un momento tan decisivo de la historia de los alwari. Y como era ya costumbre, Tooqui viajaba con Barriss recorriendo su suubatar de arriba a abajo. El paciente animal toleraba sin quejarse las carreras del gwurran.

—Un gran logro, Maestra.

Barriss cabalgaba junto a Luminara. Con la experiencia, se había hecho a la silla, y ahora montaba con la facilidad de un próspero comerciante.

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