Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
Oigo a Alba hablando en la cama.
—Eh, ¡eh, osito! Chitón, ahora a dormir.
Silencio.
—¿Papi?
Observo a Clare, para ver si se despierta, pero constato que sigue todavía dormida.
—¡Papi!
Me vuelvo con brío, me desembarazo de las mantas con cuidado y maniobro hasta bajar al suelo. Gateo hasta la puerta del dormitorio, recorro el pasillo y entro en el cuarto de Alba. La niña se ríe juguetona cuando me ve. Le dedico un rugido, y ella me da golpecitos en la cabeza como si yo fuera un perro. Está incorporada en la cama, en medio de todos los peluches que tiene.
—Échate a un lado, Caperucita Roja.
Alba se aparta como un rayo y me encaramo a la cama. La niña dispone con alborozo unos cuantos juguetes a mi alrededor. La rodeo con el brazo y me recuesto, y ella me ofrece el osito azul.
—Quiere comer caramelos blandos.
—Es un poco temprano para comer caramelos, osito azul. ¿Te apetecen unos huevos escalfados y una tostada?
Alba esboza una mueca, que forma apretujando la boca, las cejas y la nariz.
—Al osito no le gustan los huevos.
—Calla. Mamá está durmiendo.
—Vale —susurra Alba, en voz alta—. El osito quiere tomar gelatina azul de frutas.
Oigo refunfuñar a Clare, que empieza a levantarse en el otro dormitorio.
—¿Papilla de trigo? —la tiento.
Alba considera mi oferta.
—¿Con azúcar moreno?
—De acuerdo.
—¿Quieres prepararlo tú? —le propongo deslizándome de la cama.
—Sí. ¿Puedo ir a caballito?
Dudo antes de responder. Las piernas me duelen muchísimo, y Alba ya ha crecido demasiado para llevarla a cuestas sin que represente un esfuerzo, pero ahora ya no puedo negarle nada.
—Claro que sí. Salta encima —le digo poniéndome a gatas.
Alba trepa a mi espalda, y nos encaminamos a la cocina. Clare está adormilada junto al fregadero, observando cómo el café gotea en la cafetera. Trepo hacia ella y le doy un cabezazo en las rodillas, y ella coge a la niña por los brazos y la levanta, mientras Alba no ha dejado ni un minuto de reír como una loca. Me arrastro hacia la silla. Clare sonríe y pregunta:
—¿Qué hay para desayunar, cocineros?
—¡Jalea de frutas! —grita Alba.
—Mmmm. ¿Cómo la combinamos? ¿Con palomitas?
—¡Nooooo!
—¿Con tocino ahumado?
—¡Ecs! —exclama Alba, abrazándose a Clare y tirándole del pelo.
—Auu. No hagas eso, cariño. Bueno, pues entonces lo mezclaremos con avena.
—¡Con papilla de trigo!
—Jalea de frutas y papilla de trigo, ñam, ñam. —Clare saca el azúcar moreno y la leche, y luego el paquete de papilla de trigo. Lo deja todo sobre el mármol y me mira con aire inquisitivo—. Y tú, ¿qué tomarás? ¿Tortilla de jalea?
—Si la preparas tú, sí.
Me maravilla la eficacia de Clare, moviéndose por la cocina como si fuera Betty Crocker, como si llevara años dedicada a este tipo de tareas. «Sobrevivirá sin mí», pienso mientras la observo, aunque sé que no es cierto. Miro a Alba mientras la niña mezcla el agua con el trigo, y pienso en ella a los diez años, a los quince, a los veinte. De todos modos, falta bastante todavía. Aún no estoy acabado. Quiero quedarme. Quiero verlas, quiero abrazarme a ellas. Quiero vivir...
—Papá está llorando —le susurra Alba a Clare.
—Eso es porque tiene que comer lo que yo cocino —le informa Clare, guiñándome el ojo, y no me queda otro remedio que echarme a reír.
Domingo 31 de diciembre de 2006
Clare tiene 35 años, y Henry 43
19:25 horas
C
LARE
: ¡Vamos a celebrar una fiesta! Henry se mostró un tanto reticente al principio, pero ahora parece absolutamente satisfecho. Está sentado a la mesa de la cocina, enseñando a Alba a hacer flores cortando zanahorias y rábanos. Admito que no he jugado limpio: se lo propuse delante de Alba, y la niña dio tantos brincos de alegría que Henry no pudo soportar la idea de decepcionarla.
—Será fantástico, Henry. Invitaremos a todos nuestros conocidos.
—¿A todos? —se cuestiona, sonriendo.
—A todos los que nos caigan bien, claro —apostillo yo.
Esa es la razón de que lleve varios días limpiando, y Henry y Alba hayan estado horneando galletas (a pesar de que la mitad de la masa fuera a parar a la boca de Alba cuando bajábamos la guardia). Ayer Charisse me acompañó al colmado y compramos salsa para los canapés, patatas fritas, bases cremosas para untar, toda clase de verduras, cerveza, vino, champán, palillitos de entremeses de colores, servilletas con el lema feliz año nuevo grabado en dorado, platos de papel a juego y Dios sabe cuántas cosas más. Ahora la casa entera huele a albóndigas y al árbol de Navidad, que se seca con rapidez en la sala de estar. Alicia también está en casa, está lavando las copas de vino.
—Oye, Clare —dice Henry levantando la vista—. Ya falta poco para el espectáculo. Ve a darte una ducha.
Echo un vistazo al reloj y advierto que es cierto, ya es la hora. Me meto en la ducha, me lavo el pelo y me lo seco. Me pongo las braguitas, el sujetador, unas medias y el vestido de cóctel de seda negra, unos buenos tacones y una gotita de perfume, sin olvidarme del pintalabios. La última mirada en el espejo (hago una mueca de sorpresa) y ya estoy lista para regresar a la cocina, donde Alba, hecho rarísimo en ella, todavía sigue impoluta con su vestido de terciopelo azul, y Henry aún lleva puesta su camisa agujereada de franela roja y unos téjanos raídos y destrozados.
—¿No vas a cambiarte?
—Ah, sí. Claro. Ayúdame, ¿vale?
Empujo la silla de ruedas hacia el dormitorio.
—¿Qué quieres ponerte? —le pregunto, mientras trato de encontrar unos calzoncillos y unos calcetines en sus cajones.
—Lo que más te guste. Tú eliges. —Henry cierra la puerta del dormitorio—. Ven aquí.
Dejo de hurgar en el armario y lo miro. Henry acciona el freno de la silla y maniobra para subirse a la cama.
—No hay tiempo —le digo.
—Exactamente. Por lo tanto, no lo desperdiciemos hablando —me dice con voz queda y mandona.
Cierro la puerta con llave.
—Es que acabo de vestirme...
—Chitón. —Me coge por el brazo, y yo no me resisto, me siento junto a él, y la expresión «por última vez» me viene a la mente sin proponérmelo.
20:05 horas
H
ENRY
: El timbre de la puerta suena justo cuando me estoy anudando la corbata.
—¿Tengo buen aspecto? —pregunta Clare, nerviosa.
Así es, está sonrosada y encantadora; y se lo digo. Salimos del dormitorio en el preciso instante en que Alba echa a correr para ir a abrir la puerta y luego grita:
—¡Abuelo, abuelo! ¡Kimy!
Mi padre golpea con las botas en el suelo para desprenderse de la nieve y se agacha para abrazarla. Clare lo besa en ambas mejillas. Mi padre se lo agradece entregándole el abrigo. Alba, por su parte, se lleva a Kimy de la mano para que vea el árbol de Navidad antes incluso de que se quite el abrigo.
—Hola, Henry —dice mi padre sonriendo e inclinándose sobre mí.
De repente me asalta una visión: esta noche mi vida entera desfilará ante mis ojos. Hemos invitado a todos aquellos que más nos importan: mi padre, Kimy, Alicia, Gómez, Charisse, Philip, Mark, Sharon y los niños, Gram, Ben, Helen, Ruth, Kendrick, Nancy y sus hijos, Roberto, Catherine, Isabelle, Matt, Amelia, amigos de Clare que son artistas, amigos míos de la facultad de biblioteconomía, los padres de los amigos de Alba, la marchante de Clare e incluso Celia Attley, ante la insistencia de Clare... Las únicas ausencias se deben a impedimentos de primer orden: mi madre, Lucille, Ingrid... Dios mío, ayúdame.
20:20 horas
C
LARE
: Gómez y Charisse llegan como una exhalación. Parecen guerreros kamikazes.
—Eh, bibliotecario, estúpido zángano, ¿nunca limpias con la pala el caminito?
Henry se palmea la frente.
—¡Sabía que había olvidado algo!
Gómez vacía una bolsa llena de discos compactos en el regazo de Henry y sale a limpiar el camino. Charisse ríe y me sigue a la cocina. Saca una botella enorme de vodka ruso y la mete en el congelador. Oímos cantar a Gómez el
Let it Snow
mientras va abriéndose camino desde uno de los lados de la casa a golpes de pala.
—¿Dónde están los niños? —pregunto a Charisse.
—Los hemos dejado en casa de mi madre. Es Nochevieja; y hemos pensado que se divertirán más con la abuela. Además, hemos decidido pasar la resaca en privado, ¿sabes?
La verdad es que eso es algo que jamás me había planteado; no me emborracho desde antes de que Alba fuera concebida. De repente, la niña entra corriendo en la cocina y Charisse le dedica un abrazo entusiasmado.
—¡Hola, niñita mía! ¡Te hemos traído un regalo de Navidad!
Alba me mira.
—Anda, ve a abrirlo.
Es un diminuto juego de manicura, que se completa con laca de uñas. Alba se ha quedado con la boca abierta de la impresión. Le doy un codazo, y la niña se da cuenta.
—Muchísimas gracias, tía Charisse.
—De nada, Alba.
—Ve a mostrárselo al abuelo —le digo, y Alba se marcha corriendo hacia la sala de estar.
Saco la cabeza por el pasillo y veo a Alba gesticulando nerviosa y hablando con Henry, quien le tiende los dedos como si contemplara una uñectomía.
—Has hecho diana —le digo a Charisse.
—Ese fue mi gran error de pequeñita. Quería ser esteticista cuando fuera mayor.
—Pero no pudiste aguantarlo y por lo tanto te convertiste en artista —le digo riéndome.
—Conocí a Gómez y me di cuenta de que nadie derrocaba el sistema establecido, corporativo, misógino, capitalista y burgués haciendo la permanente.
——Claro que tampoco lo hemos doblegado vendiendo arte.
—Eso lo dirás por ti, guapa. Lo que pasa es que tú eres adicta a la belleza, nada más y nada menos.
—Culpable, culpable, me declaro culpable.
Caminamos hacia la sala de estar y Charisse empieza a llenarse el plato.
—Dime, ¿en qué estás trabajando? —le pregunto.
—En el virus informático como expresión artística.
—¡Vaya! —Oh, no—. Pero eso, ¿no es ilegal?
—Bueno, en realidad, no. Yo solo los diseño, y luego pinto los html en una tela y hago una exposición. De hecho, no soy yo quien los pone en circulación.
—Pero alguien podría hacerlo.
—Claro —apunta Charisse con una sonrisa malévola—. Y espero que lo hagan. Gómez se burla, pero alguna de estas pinturas podría causar muchísimas molestias al Banco Mundial, a Bill Gates y a los bastardos que construyen los cajeros automáticos.
—Bueno, pues buena suerte. ¿Cuándo es la inauguración?
—En mayo. Ya te enviaré una invitación.
—Sí, y cuando la reciba, convertiré nuestros activos en oro y almacenaré agua embotellada.
Charisse lanza una carcajada. En ese momento se unen a nosotras Catherine y Amelia, y dejamos de hablar del arte como medio para conquistar la anarquía mundial y pasamos a admirar nuestros vestidos de cóctel.
20:50 horas
H
ENRY
: La casa está llena de nuestros seres más queridos, a alguno de los cuales no había visto desde antes de la intervención. Leah Jacobs, la marchante de Clare, se muestra diplomática y amable, pero me resulta difícil soportar la piedad que asoma a su mirada. Celia me sorprende al dirigirse directamente a mí y ofrecerme su mano, que aprieto.
—Siento verte así.
—Ya, tú en cambio estás magnífica —le digo, y es cierto. Lleva el pelo recogido muy arriba y va vestida de un azul resplandeciente.
—Sí, gracias —dice Celia con su fabulosa voz de caramelo de café con leche—. De todos modos, prefería aquella época en que tú eras malvado y yo podía odiar tu pellejo blanco y larguirucho.
—Ah, ¡qué tiempos aquellos! —le suelto riéndome.
Celia mete la mano en el bolso.
—Encontré esto hace ya bastante tiempo entre las cosas de Ingrid. He pensado que quizá a Clare le apetecería conservarla.
Celia me muestra una fotografía. Es una instantánea de mí, probablemente tomada en 1990 más o menos. Llevo el pelo largo y estoy riendo, de pie, en la playa de la calle del Roble, y no llevo camisa. Es una fotografía fantástica. No recuerdo que Ingrid me la hiciera, pero la verdad es que ahora percibo el tiempo que pasé con Ing como un gran vacío.
—Sí, apuesto a que le gustará.
Memento morí
—le digo a Celia devolviéndole la fotografía.
Celia me mira con alevosía.
—No estás muerto, Henry DeTamble.
—Falta muy poco, Celia.
—Bueno, pues si llegas al infierno antes que yo —me espeta ella con una carcajada—, guárdame un sitio junto a Ingrid.
Se da la vuelta de pronto y se marcha a buscar a Clare.
21:45 horas
C
LARE
: Los niños han correteado tanto y han picado tantas cosas que ahora están cansados de tanta excitación. Paso junto a Colín Kendrick en la sala de estar y le pregunto si quiere echarse una siesta; sin embargo, me responde con gran solemnidad que le gustaría quedarse despierto con los mayores. Me conmueven sus buenos modales y su belleza de catorce años, la timidez que muestra conmigo, a pesar de que me conoce desde siempre. Alba y Nadia Kendrick no se comportan con tanto comedimiento.
—Mamáaaa —gimotea Alba—. ¡Dijiste que podíamos quedarnos despiertas!
—¿Estáis seguras de que no queréis dormir un ratito? Os despertaré justo antes de la medianoche.
—Nooooo.
Kendrick, que está escuchando la conversación y es testigo de mi gesto de impotencia, se ríe.
—El dúo indómito. Muy bien, chicas: ¿por qué no vais a jugar en silencio al dormitorio de Alba durante un rato?
Las niñas se marchan arrastrando los pies y rezongando. Sin embargo, sabemos que dentro de unos minutos estarán jugando más felices que unas pascuas.
—Tenía ganas de verte, Clare —dice Kendrick mientras Alicia se aproxima a nosotros.
—Eh, Clare. Lo de papá tiene tela.
Sigo la mirada de Alicia y me doy cuenta de que nuestro padre está coqueteando con Isabelle.
—¿Quién es esa?
—¡Madre mía! —exclamo sin poder dejar de reírme—. Es Isabelle Berk.
Empiezo a relatarle a Alicia las draconianas tendencias sexuales de Isabelle, y nos reímos tan fuerte que casi nos quedamos sin aliento.