La mujer del viajero en el tiempo (69 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Alba y Spaz, sentados en un árbol, be-sán-do-se...

Alba cierra los ojos y se lleva las manos a los oídos, negando con la cabeza y sonriendo. Un camarero, con una etiqueta que pone BUZZ, se pasea ufano por la barra, donde se sirven las comidas cantando en karaoke la canción de Bob Seger,
I Love That Old Time Rock and Roll.

—No soporto a Bob Seger —dice Charisse—. ¿Crees que tardó más de treinta segundos en escribir esa canción?

El batido llega en un vaso alto con una pajita flexible y una batidora de metal, que contiene el líquido que no cabía en el vaso. Alba se levanta para bebérselo, y se pone de puntillas para alcanzar el mejor ángulo posible desde el cual sorber su batido de mantequilla de cacahuete. El sombrero de perro salchicha se empecina en resbalarle por la frente, interfiriendo en su concentración. La niña me mira desde sus espesas pestañas negras y se levanta el sombrero hasta que le queda enganchado a la cabeza gracias a la electricidad estática.

—¿Cuándo viene papá a casa? —me pregunta.

Charisse emite el ruido que uno haría cuando se le sube accidentalmente un trago de Pepsi por la nariz y empieza a toser, y yo le doy unos golpecitos en la espalda hasta que, por medio de señales, me indica que me detenga.

—El 29 de agosto —le digo a Alba, quien sigue sorbiendo ruidosamente los restos del batido, mientras Charisse me mira con aire de reproche.

Más tarde, subimos al coche y conduzco por el paseo de la Ribera del Lago, mientras Charisse tantea las emisoras de la radio y Alba duerme en el asiento trasero. Salgo por Irving Park y Charisse me dice:

—¿Alba no sabe que Henry está muerto?

—Claro que sí. Ella lo vio —le recuerdo a Charisse.

—Entonces, ¿por qué le contaste que iría a casa en agosto?

—Porque es cierto. Él mismo me dio la fecha.

—Ah. —A pesar de que mis ojos no se han apartado de la carretera, noto que Charisse me mira fijamente—. Y eso... ¿no es un tanto extraño?

—A Alba le encanta.

—Pero en tu caso...

—Yo jamás lo veo. —Intento mantener un tono de voz animado, como si no me torturara la injusticia del planteamiento, como si el resentimiento no se cebara en mí cuando Alba me cuenta sus salidas con Henry, aun cuando apuro hasta el fondo cada uno de los detalles.

«¿Por qué yo no, Henry?», le pregunto en silencio mientras entro en el caminito infestado de juguetes de Charisse y Gómez. «¿Por qué solo Alba?» Sin embargo, como es habitual, mi pregunta carece de respuesta. Como siempre, así son las cosas. Charisse me besa y sale del coche, camina pacíficamente hacia la puerta principal, que se abre de par en par por arte de magia y revela las figuras de Gómez y Rosa. La niña va dando saltitos y le muestra algo a Charisse, que acepta el obsequio y le dedica unas palabras antes de darle un tremendo abrazo. Gómez no aparta la mirada de mí y, al final, me saluda levemente con la mano, saludo que le devuelvo antes de que él me dé la espalda. Charisse y Rosa ya han entrado, y la puerta se cierra tras ellos.

Me quedo sentada en el caminito de entrada, con Alba dormida en el asiento de atrás. Los cuervos caminan por el césped infestado de dientes de león. «Henry, ¿dónde estás?» Apoyo la cabeza en el volante. «Ayúdame.» Nadie responde a mis ruegos. Al cabo de un minuto, pongo la marcha atrás, salgo del caminito y me dirijo a nuestra casa, que nos aguarda en silencio.

Sábado 3 de septiembre de 1990

Henry tiene 21 años

H
ENRY
: Ingrid y yo hemos perdido el coche y estamos borrachos. Borrachos en plena noche. Hemos andado y desandado la calle, hemos caminado en círculo, y ni rastro del coche. Jodido Lincoln Park. Jodidas Grúas Lincoln. Mecagüendiós.

Ingrid está cabreadísima. Camina delante de mí, y su espalda entera, incluso el modo en que mueve las caderas, anuncia su cabreo. De algún modo es culpa mía. Jodido club nocturno de Park West. ¿Por qué alguien se decidiría a poner un club en el maldito yupilandia de Lincoln Park, donde no puedes dejar el coche más de diez segundos sin que las Grúas Lincoln se lo lleven a su guarida para jactarse de la presa?...

—Henry.

—¿Qué?

—Ahí está otra vez esa niña.

—¿Qué niña?

—La que vimos antes. —Ingrid se detiene, y me fijo en el lugar hacia donde señala.

La niña está de pie, en la entrada de una floristería. Lleva algo oscuro, así que lo único que puedo ver es su blanco rostro y sus pies descalzos. Quizá tenga unos siete u ocho años; es demasiado pequeña para estar sola en plena noche. Ingrid se acerca a la niña, que la observa impasible.

—¿Estás bien? —le pregunta Ingrid—. ¿Te has perdido?

La niña me mira y dice:

—Me había perdido, pero ahora me imagino que ya sé dónde estoy. Gracias —añade, educada.

—¿Quieres que te llevemos a casa? Podríamos llevarte si finalmente logramos encontrar el coche —le confía Ingrid, inclinándose sobre ella hasta que su rostro queda a unos treinta centímetros de distancia del suyo.

Cuando me acerco a ellas, veo que la niña lleva una cazadora de hombre que le llega a los tobillos.

—No, gracias. De todos modos vivo muy lejos.

La niña tiene el pelo largo y negro, y unos ojos oscuros sorprendentes; bajo la luz amarillenta de la floristería, podría pasar por una niña victoriana, o bien por la Ann de DeQuincey's.

—¿Dónde está tu madre? —le pregunta Ingrid.

—En casa. No sabe que estoy aquí —me dice sonriendo.

—¿Te has escapado? —le digo.

—No —responde riendo—. Estaba buscando a mi papá, pero supongo que llego demasiado temprano. Volveré luego.

Se escabulle de Ingrid y se me acerca con torpeza, me agarra de la chaqueta y tira de mí.

—El coche está al otro lado de la calle —me susurra.

Miro hacia donde la niña me indica y ahí está: el Porsche rojo de Ingrid.

—Gracias... —empiezo a decirle, y la niña me lanza un beso que aterriza junto a mi oído, y luego se marcha corriendo por la acera, con los pies mordiendo el asfalto mientras yo sigo mirándola, sin perderla de vista.

Ingrid está callada cuando entramos en el coche. Para romper el silencio, le digo:

—Qué raro.

Ella suspira.

—Henry, para ser una persona lista, a veces puedes ser muy obtuso.

Y me deja delante de mi apartamento sin mediar palabra.

Domingo 29 de julio de 1979

Henry tiene 42 años

H
ENRY
: Me encuentro en algún momento del pasado, sentado en la playa del Faro con Alba. Ella tiene diez años, y ambos estamos viajando a través del tiempo. La tarde es cálida, quizá es una tarde de julio o agosto. Llevo unos téjanos y una camiseta blanca que he robado de una mansión muy bonita de North Evanston; Alba lleva un camisón rosa que cogió del tendedero de una anciana. Le queda demasiado largo, y lo hemos atado a la altura de las rodillas. La gente no ha cesado de mirarnos con extrañeza durante toda la tarde. Supongo que no respondemos precisamente al prototipo de padre e hija que va a pasar el día a la playa; pero hemos sacado partido de la situación: hemos nadado y construido un castillo de arena. También hemos comido perritos calientes y patatas fritas que compramos en el puesto ambulante del aparcamiento. No llevamos manta ni toallas, por eso tenemos arena húmeda pegada al cuerpo y estamos cansados, aunque satisfechos, y nos sentamos a mirar a los niños que corretean entre las olas y a los perrazos tontos que trotan tras ellos. El sol se va poniendo a nuestras espaldas mientras contemplamos el agua.

—Cuéntame una historia —dice Alba apretujándose contra mí como la pasta cocida cuando se enfría.

—¿Qué clase de historia? —le pregunto pasándole un brazo por el hombro.

—Una buena historia. Una historia sobre ti y mamá, cuando mamá era pequeña.

—Hummm. Vale. Había una vez...

—¿Cuándo sucede?

—En todo momento y a la vez. Hace mucho tiempo y ahora mismo.

—¿Las dos cosas a la vez?

—Sí, siempre a la vez.

—¿Cómo puede ser que sucedan a la vez?

—¿Quieres que te cuente esta historia o no?

—Sí...

—Muy bien, pues. Había una vez una mamá que vivía en una casa muy grande junto a un prado, y en el prado había un lugar llamado el calvero, donde solía ir a jugar. Un día muy bonito tu madre, que tan solo era una cosita pequeñita con un pelo que abultaba más que ella, se fue al claro y descubrió que ahí había un hombre...

—¡Sin ropa!

—Sin una sola costura para cubrirlo. Después de que tu madre le diera una toalla de playa que casualmente llevaba encima, para que él pudiera ponerse algo, ese hombre le explicó que era un viajero del tiempo, y por alguna razón ella le creyó...

—¡Porque era verdad!

—Bueno, sí, pero la niña no tenía modo de saberlo. En fin, ella le creyó, y más tarde fue lo bastante tonta para casarse con él, y aquí estamos.

Alba me propina un puñetazo en el estómago.

—¡Cuéntalo bien! —me exige.

—Uf. ¿Cómo quieres que te explique cosas si me golpeas de ese modo? ¡Caray!

Alba se queda callada y luego dice:

—¿Por qué nunca visitas a mamá en el futuro?

—No lo sé, Alba. Si pudiera, iría.

El azul se vuelve más intenso en el horizonte y la marea retrocede. Me levanto y le ofrezco a Alba la mano para tirar de ella. Mientras ella se limpia la arena del camisón, da un traspiés y exclama:

—¡Oh!

Dicho lo cual, se marcha. Yo me quedo en la playa, con un camisón de algodón mojado entre las manos y contemplando las finas huellas de las pisadas de Alba bajo la luz que muere.

Renacimiento

Jueves 4 de diciembre de 2008

Clare tiene 37 años

C
LARE
: La mañana es fría y luminosa. Abro con llave la puerta del estudio y me sacudo la nieve de las botas. Subo las persianas y enciendo el calefactor. Pongo al fuego la cafetera, me detengo en el espacio libre que preside el estudio y miro a mi alrededor.

El equivalente a dos años de polvo y quietud reposa sobre todas las superficies. Mi mesa de dibujo está despejada. La batidora se yergue limpia y vacía. Los moldes y las barbas están alineados a la perfección, y virutas de alambre de armazón siguen intactas junto a la mesa. Pinturas y pigmentos, tarros con pinceles, herramientas y libros; todo está tal cual lo dejé. Los esbozos que pegué a la pared han amarilleado y se han doblado. Los despego y los tiro a la papelera.

Me siento a la mesa de dibujo y cierro los ojos.

El viento hace que las ramas de los árboles den golpecitos a la fachada lateral de la casa. Un coche salpica de nieve fangosa el callejón. La cafetera silba y gorgotea mientras escupe el último chorro de café. Abro los ojos, tiemblo y me abrazo al jersey.

Al despertarme esta mañana he sentido el impulso de venir aquí. Fue como un estallido de lujuria: una cita con mi antiguo amante, el arte. Sin embargo, ahora me encuentro sentada, esperando que algo ocurra... y no pasa nada. Abro un archivador plano y saco una hoja de papel teñido de índigo. Pesa y es algo tosco, de un azul intenso y frío al tacto como el metal. Lo dejo sobre la mesa. Me levanto y me quedo mirándolo fijamente durante un rato. Saco dos trozos de un pastel suave y blanco y los sopeso en la palma de la mano. Luego los devuelvo a su sitio y me sirvo café. Contemplo la parte trasera de la casa a través de la ventana. Si Henry no se hubiera marchado, a lo mejor estaría sentado a su escritorio, quizá me estaría mirando desde su ventana. Aunque tal vez estaría jugando a Scrabble con Alba, o leyendo cómics, o preparando sopa para almorzar. Tomo un sorbo de café e intento sentir que el tiempo retrocede, procuro anular la diferencia que existe entre presente y pasado. Solo mi memoria me retiene aquí. Tiempo, deja que me desvanezca. «Lo que entonces separemos por nuestra misma presencia, podrá unirse.»

Me quedo ante la hoja de papel sosteniendo un pastel blanco. El papel es inmenso, y empiezo por el centro, doblándolo, aunque sé que estaría más cómoda con el caballete. Mido la figura, a la mitad de su tamaño natural: la coronilla, los ríñones, el talón. Hago un esbozo de la cabeza. Dibujo someramente, de memoria: unos ojos vacíos a mitad del cráneo, una nariz larga y una boca inclinada y ligeramente abierta. Las cejas se arquean por la sorpresa: oh, se trata nada más y nada menos que de mí. El mentón aguileño y la mandíbula redondeada, la frente alta y las orejas apenas insinuadas. El cuello, y los hombros que descienden en pendiente hacia unos brazos que cruzan el pecho con afán protector, la base de las costillas, el estómago salido, las caderas generosas, las piernas algo dobladas, y los pies señalando hacia abajo, como si el personaje estuviera suspendido en el aire. Los puntos de medición son como estrellas en el cielo nocturno e índigo del papel; y la figura es una constelación. Marco unos puntos resaltados y el personaje se vuelve tridimensional, una vasija de cristal. Trazo los rasgos con cuidado, creo la estructura del rostro, le añado los ojos, que me miran, atónitos por su repentina existencia. El pelo se ondula en el papel, flotando incorpóreo e inmóvil, la secuencia lineal que convierte el cuerpo estático en dinámico. ¿Qué más hay en este universo, en este dibujo? Más estrellas, lejanas. Rebusco entre mis herramientas y encuentro una aguja. Cuelgo con cinta adhesiva el papel sobre la ventana y empiezo a pincharlo hasta llenarlo de agujeritos diminutos, y cada uno de los alfilerazos se troca en un sol de otro sistema planetario. Cuando ya tengo una galaxia llena de estrellas, resigo la figura perforándola, en una red de lucecitas. Observo mi semejanza, y ella me devuelve la mirada. Coloco el dedo en su frente, y le digo:

—Desvanécete.

Sin embargo, ella se quedará; seré yo la que se desvanezca.

Siempre de nuevo

Jueves 24 de julio de 2053

Henry tiene 43 años, y Clare 82

H
ENRY
: Me encuentro en un pasillo oscuro, al final del cual hay una puerta ligeramente entornada y una luz blanca que se derrama por el borde. Camino despacio y en silencio hacia la puerta, y miro con cautela el interior del cuarto. La luz de la mañana inunda la habitación y me resulta cegadora al principio, pero mientras se me acostumbra la vista, veo que en el cuarto hay una sencilla mesa de madera, junto a la ventana. Una mujer está sentada, de cara al exterior. Veo una taza de té a la altura de su codo. Fuera se divisa el lago, las olas se precipitan hacia la orilla y retroceden en una calmosa repetición que se convierte en inmovilidad al cabo de unos minutos. La mujer está absolutamente quieta, y algo en ella me resulta familiar. Es una anciana; tiene el pelo completamente blanco, y le cae por la espalda, en un fino reguero, sobre una ligera joroba de matrona. Lleva un jersey del color del coral. La curva de sus hombros, la rigidez de su postura indican que se trata de alguien muy cansado, parecido a mí en mi cansancio. Al moverme, el suelo cruje; la mujer se vuelve y me ve, y su rostro se contrae en una expresión de alegría. De repente me quedo atónito; se trata de Clare, ¡Clare ya anciana! Y ella se acerca a mí, muy despacio, y yo la tomo entre mis brazos.

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