La mujer del viajero en el tiempo (68 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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A veces el sueño me abandona y finjo, como si Etta viniera a despertarme para ir a la escuela. Respiro despacio, profundamente. Mantengo quietos los ojos bajo los párpados, obligo a la mente a detenerse, y al cabo de poco rato el sueño, viendo una reproducción perfecta de sí mismo, acude para reunirse con su facsímil.

A veces me despierto y estiro el brazo para tocar a Henry. El sueño borra cualquier diferencia: entre el pasado y el presente; entre los vivos y los muertos. No me afectan el hambre, la vanidad o las atenciones. Esta mañana vislumbré mi cara en el espejo del baño. Estoy demacrada, mi piel es como un pergamino, amarillenta, tengo ojeras y el pelo ha perdido su brillo. Parece que esté muerta. No deseo nada.

Kimy se sienta a los pies de la cama.

—Clare, ¿me oyes? Alba acaba de llegar de la escuela... ¿No quieres que entre a saludarte?

Finjo estar dormida. Las manitas de Alba me acarician el rostro. Se me escapan las lágrimas. Alba deja un objeto, quizá su mochila o la funda del violín, en el suelo, y Kimy dice:

—Quítate los zapatos, Alba.

La niña trepa a la cama para echarse junto a mí. Me coge el brazo y se acurruca contra mi cuerpo, metiendo la cabeza bajo mi mentón. Suspiro y abro los ojos. Alba finge dormir. Me quedo admirando sus espesas pestañas negras, la boca ancha, la piel clara; respira con tino, agarra mi cadera con esa mano fuerte, huele a virutas de lápiz, colofonia y champú. La beso en la coronilla. Alba abre los ojos, y entonces su parecido con Henry es más de lo que puedo soportar. Kimy se levanta y sale del dormitorio.

Más tarde me levanto yo también, me doy una ducha y ceno sentada a la mesa con Kimy y Alba. Cuando Alba ya se ha acostado, me siento al escritorio de Henry, abro los cajones, saco un montón de cartas y papeles y empiezo a leer.

C
ARTA PARA SER ABIERTA EN EL MOMENTO DE MI MUERTE

10 de diciembre de 2006

Queridísima Clare::

Te escribo sentado a mi escritorio, en el cuarto de atrás; estoy mirando hacia tu estudio, al otro lado del jardín trasero, cubierto de una azulada nieve vespertina. El paisaje es resbaladizo y crujiente por efecto del hielo, y todo permanece inmóvil. Es una de esas tardes de invierno en que la frialdad de cada uno de los objetos parece enlentecer el tiempo, como ocurre en el estrecho centro de un reloj de arena por el cual el tiempo fluye, aunque con absoluta lentitud. Tengo esa sensación, muy familiar cuando me encuentro fuera del tiempo, pero harto improbable en otras ocasiones, de ser arrastrado como una boya por el tiempo, y de que floto sin esfuerzo en su superficie como una nadadora gorda. Esta noche he sentido el impulso repentino, ahora que me encuentro solo en casa (te has marchado al recital que da Alicia en Santa Lucía), de escribirte una carta. De pronto he deseado dejar algo para «después». Creo que me queda muy poco tiempo. Siento como si todas mis reservas de energía, placer, duración, se estuvieran debilitando, cada vez son más escasas. No me siento capaz de continuar mucho más. Sé que lo sabes.

Si estás leyendo esta carta, probablemente estaré muerto. (Digo probablemente porque nunca se sabe en qué circunstancias podemos llegar a encontrarnos; me parece alocado y un tanto soberbio por mi parte anunciar la propia muerte como un hecho consumado). Hablando de lo cual... Espero que todo transcurriera con sencillez, de manera limpia y sin ambigüedades. Espero asimismo que la situación no se complicara demasiado. Lo siento. (Es como si estuviera escribiendo una carta de suicidio. ¡Qué extraño!) De todos modos, tú lo sabes: sabes que si pudiera haberme quedado, si hubiera podido seguir, sabes que me habría aferrado a cada segundo de mi vida: fuera lo que fuese esta muerte, sabes que me sobrevino y se me llevó, como un duende se llevaría a un niño.

Clare, quiero decirte una vez más que te quiero. Nuestro amor ha sido el hilo que te orienta en el laberinto, la red que se extiende bajo el funambulista, la única cosa real en esta vida tan extraña que me ha tocado vivir, en la que siempre he podido confiar. Esta noche siento que mi amor por ti existe en el mundo con mayor densidad que mi propia persona: como si pudiera subsistir después de mí y rodearte, guardarte, sostenerte.

Odio la idea de tenerte esperando. Sé que has estado esperándome toda la vida, siempre a expensas de cuánto durará la última espera. Diez minutos, diez días acaso. Un mes. ¡Qué marido más incierto he sido, Clare! Un marinero, Odiseo abandonado y mecido con violencia por las inmensas olas, a veces artero, y en ocasiones tan solo un juguete de los dioses. Por favor, Clare, cuando esté muerto, deja de esperar y libérate. De mí... Llévame en el fondo de tu corazón y sal al mundo, vive. Ama este mundo y a ti misma, muévete en él como si no ofreciera resistencia alguna, como si el mundo fuera tu elemento natural. Te he dado una vida de animación interrumpida. No quiero decir con ello que tú no hayas hecho nada. Has creado belleza y sentido con tu arte, y has creado a Alba también, que es fabulosa, y para mí... Para mí lo has sido todo.

Cuando mi madre murió, su figura consumió a mi padre por completo, y eso es algo que ella habría aborrecido. Cada minuto de la vida de mi padre, a partir de entonces, estuvo marcado por su ausencia, cada uno de sus actos careció de dimensión propia porque ella no estaba ahí para mesurarlos. De joven no supe comprenderlo, pero ahora sí, ahora entiendo que la ausencia pueda estar presente, como un nervio dañado, como un ave sombría. Si tuviera que seguir viviendo sin ti, sé que no lo conseguiría. Sin embargo, espero, conservo una visión de ti caminando desenfadada, con el brillante cabello al sol. Ahora bien, esa visión es algo que no he visto con mis ojos, sino gracias a la imaginación, que elabora retratos y siempre quiso pintarte radiante; y espero que esta visión se convierta en realidad.

Clare, solo me queda decirte una última cosa, y he estado dudando sobre si debería contártela, dado que siento un temor supersticioso de que por el hecho de referírtela no llegue a suceder (ya sé que es una estupidez, por otra parte), y también porque acabo de explicarte que no debes esperar, y esto podría convertirse en la razón que justificara una espera muchísimo más larga de las que ya has sufrido. Pues bien, voy a contártela, por si más adelante lo necesitas.

El verano pasado me encontraba en la sala de espera de Kendrick cuando, de repente, descubrí que estaba en un pasillo oscuro de una casa desconocida. Me había enredado en un montón de chanclos de goma, y olía a lluvia. Al final del pasillo distinguí un ribete de luz que escapaba de una puerta y, por lo tanto, me dirigí despacio y con sigilo hacia esa puerta y atisbé en el interior del cuarto. La habitación era blanca, y el sol matutino la iluminaba intensamente. Frente a la ventana, de espaldas a mí, había una mujer sentada, con una chaqueta de punto de color coral y el pelo largo y blanco que le caía por la espalda. Tenía una taza de té junto a ella, sobre una mesa. Debí de hacer algún ruidito, o bien ella notó que tenía a alguien detrás... porque se volvió y me vio, y yo la vi a ella, y eras tú, Clare. Eras tú de anciana, en el futuro. Fue muy dulce, Clare, fue de una dulzura incomparable, llegar como si viniera de la muerte para abrazarte, y ver la huella de todos estos años en tu rostro. No te contaré nada más, y así podrás dejar volar tu imaginación, dispondrás de esa escena inmaculada hasta que llegue el momento, que llegará, como debe ser. Volveremos a vernos, Clare. Hasta entonces, vive de forma plena en el mundo, que es tan maravilloso.

Ha oscurecido ya, y estoy muy cansado. Te quiero, siempre te querré. El tiempo es insignificante.

H
ENRY

Dasein

Sábado 12 de julio de 2008

Clare tiene 37 años

C
LARE
: Charisse se ha llevado a Alba, Rosa, Max y Joe a patinar al Rainbo. Cojo el coche para ir a recoger a la niña a casa de mis amigos, pero llego antes de hora, y Charisse se retrasa. Es Gómez quien me abre la puerta vestido con una toalla.

—Entra —me dice abriendo de par en par—. ¿Quieres café?

—Sí.

Lo sigo por la caótica sala de estar hasta la cocina. Me siento a la mesa, que todavía está sucia con los platos del desayuno, y me hago un pequeño espacio donde poder apoyar los codos. Gómez se mueve por la cocina mientras prepara el café.

—Hacía tiempo que no te veía.

—He estado muy ocupada. Alba asiste a varias clases, y me paso el día llevándola con el coche a todas partes.

—¿Te has dedicado al arte? —pregunta Gómez poniendo una taza y un platito delante de mí y vertiendo café en la taza. La leche y el azúcar están sobre la mesa, y me sirvo yo misma.

—No.

—Ya. —Gómez se apoya contra el mármol de la cocina, con las manos alrededor de la taza de café.

El agua le ha oscurecido el pelo, que lleva peinado hacia atrás. Nunca me había dado cuenta de que la línea del nacimiento del pelo le retrocede.

—Y aparte de hacer de chófer de Su Alteza, ¿a qué te dedicas?

«¿A qué me dedico? —pienso—. Espero. Reflexiono. Me siento en nuestra cama con una vieja camisa de cuadros que todavía huele a Henry y respiro su aroma a bocanadas. Doy paseos a las dos de la mañana, cuando Alba se encuentra sana y salva en la cama, paseos larguísimos para cansarme lo suficiente y poder luego dormir. Mantengo conversaciones con Henry como si él todavía estuviera conmigo, como si pudiera ver a través de mis ojos, pensar con mi cerebro.»

—No hago gran cosa.

—Mmmm.

—¿Y tú?

—Bueno, lo de siempre. La concejalía. Juego a ser el sufrido paterfamilias. Lo habitual.

—Sí. —Doy un sorbito de café.

Echo un vistazo al reloj que hay sobre el fregadero. Tiene forma de gato negro: la cola oscila hacia delante y hacia atrás como un péndulo y los ojazos se mueven acordes con cada oscilación, haciendo tictac de un modo ostensible. Son las doce menos cuarto.

—¿Te apetece comer algo?

—No, gracias.

A juzgar por los platos que hay encima de la mesa, Gómez y Charisse han comido melones dulces, huevos revueltos y tostadas para desayunar; y los niños, Lucky Charms, Cheerios y algo que debía de ir untado con mantequilla de cacahuete. La mesa es como una reconstrucción arqueológica de un desayuno familiar del siglo veintiuno.

—¿Sales con alguien?

Levanto los ojos y miro a Gómez—, todavía apoyado en el mármol, con la taza de café a la altura del mentón.

—No.

—¿Por qué no?

¡No es asunto tuyo, Gómez!

—No se me había pasado por la cabeza.

—Pues deberías pensarlo —me dice dejando la taza en el fregadero.

—¿Por qué?

—Necesitas algo nuevo. Alguien distinto. No puedes quedarte sentada durante el resto de tu vida esperando que Henry aparezca.

—Claro que puedo. Espera y verás.

Gómez da un par de pasos y se coloca a mi lado. Se inclina sobre mí y acerca su boca a mi oído.

—¿Acaso no echas de menos... esto? —me pregunta lamiéndome la oreja.

«Sí, sí lo echo de menos.»

—Apártate, Gómez —le espeto, pero no me muevo. Una idea me deja clavada en la silla.

Gómez me levanta el pelo y me besa en la nuca. «Ven a mí; ¡sí, ven a mí!» Cierro los ojos; y unas manos me levantan de mi asiento, me desabrochan la blusa. Una lengua en el cuello, en los hombros, los pezones. A ciegas extiendo la mano y noto algodón rizado, una toalla de baño que cae. «Henry». Unas manos me desabrochan los téjanos, me los bajan y me tienden sobre la mesa de la cocina. Algo cae al suelo, metálico. Comida y cubertería, la mitad de un plato, corteza de melón contra mi espalda. Mis piernas se abren. Una lengua en mi coño.

—Ohhhh...

«Estamos en el prado. Es verano. Una manta verde. Acabamos de comer, el sabor del melón persiste en mi boca.» La lengua recede y en su lugar hay un espacio vacío, mojado y abierto. Abro los ojos; contemplo un vaso de zumo de naranja medio lleno. Vuelvo a cerrarlos. El firme y regular empuje de la verga de Henry dentro de mí. Sí. «He esperado con infinita paciencia, Henry. Sabía que volverías tarde o temprano.» Sí. Piel sobre piel, las manos en los pechos, empuja, se retira, se ciñe, el ritmo, más al fondo, sí, oh...

—Henry...

Todo se detiene. Suena el tictac de un reloj. Abro los ojos. Gómez me mira de hito en hito, ¿dolido?, ¿enfadado? En un instante se ha quedado inexpresivo. Restalla la portezuela de un coche. Me incorporo, salto de la mesa y corro al baño. Gómez me tira la ropa.

Mientras me visto oigo que Charisse y los niños entran riendo por la puerta principal.

—¿Mamá? —llama Alba en voz alta.

—¡Salgo en un minuto! —le contesto chillando.

De pie, bajo la tenue luz del baño de baldosas rosa y negro, miro fijamente mi imagen en el espejo. Tengo Cheerios en el pelo. Mi reflejo es una mujer perdida y pálida. Me lavo las manos e intento peinarme el pelo con los dedos. «¿Qué estoy haciendo? ¿Cómo he podido convertirme en alguien así?»

Una respuesta me asalta entre todas: «Ahora eres tú la viajera».

Sábado 26 de julio de 2008

Clare tiene 37 años

C
LARE
: La recompensa de Alba por tener paciencia en las galerías, mientras Charisse y yo miramos exposiciones, es ir a Ed Debevic's, un falso restaurante que hace un gran negocio con los turistas. Nada más entrar por la puerta captamos una tremenda carga sensorial que nos remite a 1964. Los Kinks tocan a todo volumen, y hay letreros por todas partes.

SI FUERAS UN BUEN CLIENTE DE VERDAD, ¡PEDIRÍAS MÁS!

POR FAVOR, HABLA CON CLARIDAD CUANDO HAGAS TU PEDIDO.

¡NUESTRO CAFÉ ES TAN BUENO QUE NOS LO BEBEMOS NOSOTROS!

Hoy sin duda es el día de los globos de animales; un señor con un llamativo traje púrpura retuerce un perro salchicha para Alba, y luego lo convierte en un sombrero y se lo plantifica en la cabeza. La niña ríe avergonzada. Hacemos cola durante media hora y Alba no se queja; observa, en cambio, a los camareros y las camareras flirtear entre sí, y evalúa en silencio los globos de animales que tienen los demás niños. Finalmente, un camarero que lleva unas gruesas gafas de concha y una etiqueta con el nombre de SPAZ nos acompaña a un reservado. Charisse y yo hojeamos nuestras cartas para intentar encontrar algo de comer que no sean patatas fritas con Cheddar y pan de carne. Alba se limita a canturrear las palabras «batido de leche» sin parar. Cuando Spaz vuelve a aparecer, Alba sufre un ataque repentino de timidez y debemos persuadirla para que le diga al camarero que le apetecería tomar un batido de mantequilla de cacahuete (y media ración de patatas fritas, porque, según le explico, está muy mal visto tomar tan solo un batido para almorzar). Charisse pide macarrones con queso, y yo un bocadillo de beicon, lechuga y tomate. Cuando Spaz se marcha, Charisse se pone a cantar.

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