La mujer del viajero en el tiempo (67 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Perfecto, perfecto. Oh, ¡para ya! —se queja Alicia.

Richard se acerca a nosotras, atraído por la histeria colectiva.

—¿Qué es lo que encontráis tan divertido,
belle donne
?

Intentamos despistar con un gesto, pero no podemos reprimir las risitas.

—Se están burlando de los rituales de apareamiento de la figura que para ellas encarna la autoridad paterna —observa Kendrick.

Richard asiente, divertido, y le pregunta a Alicia cuál es el programa de conciertos que tiene para primavera. Se marchan juntos hacia la cocina, hablando de Bucarest y de Bartok. Kendrick sigue a mi lado, aguardando el momento de decirme algo que no quiero oír. Cuando estoy a punto de disculparme para ir con los otros invitados, me pone la mano en el brazo.

—Espera, Clare.

Me detengo.

—Lo siento.

—No pasa nada, David.

Nos quedamos mirándonos fijamente durante unos instantes, y luego Kendrick hace un gesto de desesperación y rebusca en los bolsillos por si encuentra un cigarrillo.

—Si alguna vez quieres pasarte por el laboratorio, podría enseñarte lo que he estado haciendo para Alba...

Clavo los ojos en la concurrencia, buscando a Henry. Gómez le está enseñando a Sharon a bailar la rumba en la sala de estar. Parece que todo el mundo se divierte, pero Henry no aparece por ningún lado. Hace al menos cuarenta y cinco minutos que no lo veo, y siento una necesidad imperiosa de encontrarlo, asegurarme de que se encuentra bien, cerciorarme de que está en casa.

—Perdona —le digo a Kendrick, quien parece tener ganas de seguir con la conversación—. En otro momento, cuando haya más tranquilidad.

Asiente. Nancy Kendrick aparece con Colin pegado a sus faldas, y su presencia hace inviable que sigamos con el tema. El matrimonio se embarca en una discusión apasionada sobre hockey sobre hielo, y yo me escabullo.

21:48 horas

H
ENRY
: Hace mucho calor en el interior de la casa y necesito tomar el aire, por eso estoy sentado en el porche cubierto de la parte de delante de la casa. Oigo a la gente hablar en la sala de estar. La nieve empieza a caer en copos más gruesos y en mayor cantidad; cubre los coches y los arbustos, suaviza sus líneas agresivas y apaga el sonido del tráfico. Es una noche preciosa. Me vuelvo y abro la puerta que separa el porche de la sala de estar.

—Eh, Gómez.

Gómez viene a paso ligero y saca la cabeza por la puerta.

—¿Qué?

—Salgamos fuera.

—¡Pero si hace un frío de cojones!

—Vamos, anciano y blandengue concejal.

Algo en mi tono de voz provoca que mi propuesta surta efecto.

—De acuerdo, de acuerdo. Espera un minuto.

Gómez desaparece y al cabo de un rato regresa con su abrigo y el mío. Mientras me retuerzo para ponérmelo, me ofrece su petaca.

—No, no, gracias.

—Es vodka. Te saldrá pelo en el pecho.

—Es incompatible con los opiáceos.

—Ah, claro. Siempre lo olvido.

Gómez empuja la silla por la sala de estar y al llegar a lo alto de las escaleras me levanta en brazos y carga conmigo a la espalda como si yo fuera un niño, como si fuera un mono. Salimos por la puerta delantera, al exterior, y el aire gélido se nos adhiere como un exoesqueleto. Me llega el olor de licor que desprende el aliento de Gómez. Más allá del resplandor sódico y vaporoso de Chicago, lucen las estrellas.

—Camarada.

—¿Qué?

—Gracias por todo. Has sido el mejor... —No le veo el rostro, pero noto que Gómez se ha puesto rígido tras todas esas capas de ropa.

—¿Qué estás diciendo?

—Mi gorda particular ha empezado a cantar, Gómez. Se me acaba el tiempo. Fin de la partida.

—¿Cuándo?

—Pronto.

—¿Qué día es «pronto»?

—No lo sé —le miento. Es muy, muy pronto—. De cualquier modo, solo quería decírtelo... Sé que de vez en cuando he sido un grano en el culo —Gómez se ríe—, pero lo he pasado genial. —Callo unos segundos, porque estoy al borde de las lágrimas—. Ha sido francamente fantástico. —Permanecemos de pie, como los dos machos americanos inarticulados que somos, con el aliento que se condensa en forma de nube delante de nuestros rostros, y con tantas posibles palabras que quedan sin decir.

—Entremos —le propongo finalmente.

Cuando Gómez me deja con suavidad en la silla de ruedas, me abraza durante unos instantes, y luego se aleja pesadamente sin mirar atrás.

22:15 horas

C
LARE
: Henry no se encuentra en la sala, que está tomada por un grupito muy decidido que intenta bailar en una variedad de estilos harto improbables la música de Squirrel Nut Zippers. Charisse y Matt marcan unos pasos que se parecen al chachachá, y Roberto baila con considerable soltura con Kimy, que se mueve con delicadeza y rapidez, marcándose una especie de foxtrot. Gómez ha abandonado a Sharon y ahora está con Catherine, que chilla cuando él le hace dar vueltas y se ríe cuando él deja de bailar para encender un cigarrillo.

Henry no está en la cocina, que ha sido ocupada por Raoul, James, Lourdes y el resto del grupo de artistas, quienes se regalan los oídos con historias de sucesos terribles que los marchantes de arte han infligido a los artistas, y viceversa. Lourdes está contando la anécdota de Ed Kienholtz, que creó una escultura cinética que perforó el carísimo escritorio de su marchante y le hizo un agujero enorme. Todos se ríen con sadismo, y levanto un dedo en señal de advertencia.

—Que no os oiga Leah —les digo bromeando.

—¿Dónde está Leah? —pregunta James—. Apuesto lo que queráis a que ella sí que sabe anécdotas jugosas...

James se va en busca de mi marchante, que está bebiendo coñac sentada con Mark en las escaleras.

Ben se está preparando un té. Tiene una bolsita de plástico, con cierre de cremallera, llena de toda suerte de hierbas prohibidas, que dosifica con cuidado con un colador de té y luego sumerge en una jarra de agua humeante.

—¿Has visto a Henry? —le pregunto.

—Sí, acabo de hablar con él. Está en el porche delantero. —Ben me espía con el rabillo del ojo—. Estoy un poco preocupado por él. Parece muy triste. Es como si... —Ben calla, y hace un gesto con la mano que significa «A lo mejor me equivoco»—. Me ha recordado a algunos pacientes que he tenido, cuando creen que ya no vivirán mucho más...

Me da un vuelco el corazón.

—Está muy deprimido desde lo de los pies...

—Ya lo sé; pero hablaba como si fuera a coger un tren que estuviera a punto de salir de un momento a otro, ¿sabes? Me ha dicho...

Ben baja la voz, que de por sí suele ser queda, con lo cual apenas lo oigo.

—Me ha dicho que me quería, y me ha dado las gracias... En fin, la gente, los tíos no van por ahí diciendo esas cosas cuando creen que les queda mucho tiempo por delante, ¿no?

Las gafas de Ben no logran ocultar las lágrimas que se le agolpan en los ojos, me fundo con él en un abrazo y permanecemos unos minutos en esa posición, mis brazos encajando la malgastada complexión de Ben. La gente charla a nuestro alrededor, ignorándonos.

—No quiero sobrevivir a nadie —dice Ben—. ¡Por el amor de Dios! Después de beber estas pócimas espantosas y comportarme en general como un maldito mártir durante quince años, creo que me he ganado el derecho a que desfilen todos mis conocidos ante mi ataúd y digan: «Murió con las botas puestas». O algo parecido. Cuento con que Henry esté presente y cite a Donne: «Muerte, no muestres tu orgullo, estúpida hija de la gran zorra». Será precioso.

—Bueno, si Henry no lo consigue, iré yo —le digo entre carcajadas—. Hago una imitación genial de Henry.

Enarco una ceja, levanto el mentón y bajo el tono de voz.

—«Transcurrido un breve sueño, despertamos eternamente, y la Muerte estará sentada en la cocina, en ropa interior, a las tres de la mañana, resolviendo el crucigrama de la semana pasada...»

Ben suelta una carcajada. Beso su mejilla suave y pálida y me voy.

Henry está sentado solo, en el porche delantero, a oscuras, contemplando cómo nieva. Apenas he tenido tiempo de echar un vistazo por la ventana durante todo el día, y ahora me doy cuenta de que lleva nevando sin parar desde hace horas. Las máquinas quitanieves traquetean por la avenida Lincoln, y nuestros vecinos están fuera limpiando sus entradas con palas. A pesar de que el porche está cubierto, sigue haciendo frío aquí fuera.

—Entra —le digo.

Estoy junto a él observando un perro que salta entre la nieve al otro lado de la calle. Henry me rodea la cintura con su brazo y recuesta la cabeza en mi cadera.

—Ojalá pudiéramos detener el tiempo ahora —me dice.

Le paso los dedos por el pelo. Lo tiene más indomable y grueso de lo que solía tenerlo antes de que se le encaneciera.

—Clare.

—Dime, Henry.

—Ha llegado la hora...

—¿Qué?

—Que ha... Que yo...

—Dios mío. —Me siento en el diván, de cara a Henry—, Pero... tú no... ¡Quédate! —le digo estrujándole las manos.

—Ya ha sucedido. Ven, deja que me siente junto a ti —dice él, balanceándose en su silla para subir al diván.

Ambos nos echamos sobre la fría tela. Estoy temblando con este vestido tan ligero. En la casa todos ríen y bailan. Henry me rodea con sus brazos para darme calor.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué permitiste que invitara a toda esa gente? No quiero enfadarme, pero la verdad es que lo estoy y mucho.

—No quiero que te quedes sola... después; y quería despedirme de todos. Ha estado bien, ha sido nuestra última celebración, y ha sido genial...

Nos quedamos en silencio durante un rato. La nieve cae en silencio.

—¿Qué hora es?

—Pasan unos minutos de las once —le digo consultando el reloj.

Dios mío. Henry agarra una manta de la otra silla y nos envolvemos con ella. No puedo creerlo. Sabía que no tardaría en llegar el momento, que tenía que ser tarde o temprano, y aquí está, aunque nosotros solo acertemos a seguir echados, esperando...

—¡Oh! ¿Qué podríamos hacer para impedirlo? —le susurro a Henry en la nuca.

—Clare...

Su voz es suave, y levanto la mirada para contemplarlo. Los ojos le brillan por las lágrimas bajo la luz que refleja la nieve. Recuesto mi mejilla contra el hombro de Henry, y él me acaricia el pelo. Nos quedamos así durante mucho rato. Henry está sudando. Le paso la mano por la cara y advierto que está caliente por la fiebre.

—¿Qué hora es?

—Casi medianoche.

—Estoy asustada —le digo, asiéndome a sus brazos y piernas.

Es imposible creer que Henry, tan sólido, mi amante, este cuerpo tan real, que ahora presiono contra el mío con todas mis fuerzas, vaya a desaparecer en cualquier momento.

—¡Bésame!

Beso a Henry, y luego me quedo sola, bajo la manta, en el diván, en el frío porche. Sigue nevando. En el interior de la casa el disco enmudece, y oigo que Gómez dice:

—¡Diez, nueve, ocho...!

Y todos se unen a él coreando:

—¡Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno! ¡Feliz año nuevo!

Suena la explosión de un tapón de champán y todos empiezan a hablar a la vez.

—¿Dónde están Henry y Clare? —pregunta alguien.

En la calle un vecino lanza cohetes. Oculto el rostro entre las manos y espero.

TERCERA PARTE
Tratado sobre el deseo

Cuarenta y tres años. El fin de su insignificante tiempo. Su tiempo... que contempló la Infinidad desde las innumerables grietas de la vacua piel de las cosas, y murió por ello.

A.
S.
B
YATT

Posesión

Ella siguió despacio, tomándose mucho tiempo, como si hubiera algún obstáculo en el camino; y, no obstante, como si, una vez superado, trascendiera el caminar, y volara.

R
AINER
M
ARÍA
R
ILKE

Cegada

Final

Sábado 21 de octubre de 1984; lunes 1 de enero de 2007

Henry tiene 43 años, y Clare 35

H
ENRY
: El cielo está despejado y caigo sobre la alta hierba seca («Que sea rápido»), y a pesar de que intento quedarme inmóvil, suena el restallar de un fusil, a lo lejos, que por supuesto no debería de tener nada que ver conmigo, aunque no es así: me precipito al suelo, y miro mi vientre, que se ha abierto como una granada, una sopa de visceras y sangre contenidas en el cáliz de mi cuerpo; no me duele en absoluto («eso no puede ser bueno») pero solo acierto a admirar esta versión cubista de mis entrañas («alguien corre»). Lo único que deseo es ver a Clare antes («antes»), y grito su nombre («Clare, Clare»).

Y Clare se inclina sobre mí, llorando, y Alba susurra:

—Papá...

—Os quiero...

—Henry...

—Siempre...

—Dios mío, Dios mío, no...

—Por un mundo suficiente...

—¡No!

—Y el tiempo...

—¡Henry!

C
LARE
: La sala de estar se ha quedado absolutamente inmóvil. Todos permanecen en pie, petrificados, helados, contemplándonos fijamente. Billie Holiday canta, y alguien apaga el reproductor de discos y se hace el silencio. Me siento en el suelo, sosteniendo a Henry. Alba está agazapada sobre él, susurrándole al oído, sacudiéndolo.

Henry tiene la piel caliente, los ojos abiertos, y mira fijamente algún punto lejano. Me pesa en los brazos, pesa tanto... Tiene la pálida piel desgarrada, todo está teñido de rojo, y la carne descuartizada enmarca un mundo secreto de sangre. Acuno a Henry. Tiene sangre en las comisuras de los labios y se la limpio. Los cohetes siguen explosionando en el aire, cerca.

—Creo que será mejor que llamemos a la policía —sugiere Gómez.

Disolución

Viernes, 2 de febrero de 2007

Clare tiene 35 años

C
LARE
: Duermo todo el día. Los sonidos revolotean por la casa: el camión de la basura en el callejón, la lluvia, el árbol que repiquetea contra la ventana del dormitorio. Duermo. Habito en el sueño con firmeza, así lo quiero, empuñándolo, apartando de mí los sueños, negando, negando. El sueño ahora es mi amante, mi olvido, mi opiáceo, mi desmemoria. El teléfono no para de sonar. He apagado el contestador, que responde con la voz de Henry. Transcurre la tarde, pasa la noche, y también la mañana. Todo se reduce a esta cama, a este aturdimiento infinito que convierte los días en uno solo, que obliga al tiempo a detenerse, lo alarga y lo reduce hasta que pierde su significado.

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