La práctica de la Inteligencia Emocional (16 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Autoayuda, Ciencia

BOOK: La práctica de la Inteligencia Emocional
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Por ejemplo,
un estudio sobre la productividad diaria en profesiones como la ingeniería reveló que las distracciones constituyen una de las principales causas del descenso de la eficacia personal.
Sin embargo, un ingeniero sobresaliente encontró una estrategia que le permitía seguir enfrascado en su trabajo: ponerse auriculares. Y, aunque todo el mundo creía que estaba escuchando música, lo cierto es que no escuchaba nada porque ¡los auriculares sólo le servían para impedir que las llamadas telefónicas o los compañeros interrumpieran su concentración! No obstante, aunque este tipo de estrategias puedan ser relativamente útiles, lo que
realmente necesitamos
son
recursos internos que nos permitan gestionar mejor los sentimientos que el estrés suscita en nosotros.

Las neuronas "freno"

Normalmente, los lóbulos prefrontales mantienen en jaque los impulsos, adaptándolos a las reglas de la vida y proporcionándonos una respuesta más apropiada.
Las neuronas "freno" envían a la inquieta
amígdala
el tranquilizador mensaje de que en realidad no nos hallamos amenazados por ningún peligro y que, en consecuencia, podemos recurrir a una modalidad de respuesta menos desesperada.

El diseño cerebral se basa en una simple oposición ya que, mientras ciertas neuronas emprenden un tipo de acción, otras, al mismo tiempo, la inhiben. Es por ello que la acción equilibrada —ya se trate del lanzamiento de un penalty como de la precisa incisión practicada por un cirujano— depende de la armonización de estas tendencias contrapuestas. De modo que el problema de la persona excesivamente impulsiva tiene menos que ver con la amígdala que con la actividad del circuito inhibidor de la impulsividad situado en los lóbulos prefrontales porque, según parece,
el problema no radica tanto en la actuación irreflexiva como en la incapacidad de refrenar una respuesta que ya se ha desencadenado.

El hecho es que la amígdala constituye el sistema de alarma del cerebro y, en consecuencia, tiene el poder de anular instantáneamente la actividad de los lóbulos prefrontales para así poder hacer frente a cualquier presunta urgencia. Por su parte, los
lóbulos prefrontales están dotados de un sistema de neuronas "inhibidoras" capaces de detener las órdenes enviadas por la
amígdala
, de modo muy parecido al código secreto que interrumpe súbitamente el disparo de una falsa alarma en el sistema de seguridad de una casa. Pero lo cierto es que no siempre son capaces de gobernar la amígdala de una manera tan rápida e inmediata.

Richard Davidson, director del Laboratory for Affective Neuroscience de la Universidad de Wisconsin, dirigió una serie de investigaciones revolucionarias utilizando la técnica de la RMN
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para determinar el funcionamiento cerebral de dos grupos diferentes de personas —uno de ellos muy flexible ante los altibajos de la vida y el otro, por el contrario, muy proclive a verse perturbado por ellos— mientras llevaban a cabo tareas estresantes como, por ejemplo, escribir acerca de la experiencia más perturbadora que hubiesen sufrido en su vida o resolver contra reloj un complicado problema matemático.

Las personas encuadradas en el grupo de los dúctiles se recuperaban rápidamente del estrés porque su región prefrontal conseguía calmar a la amígdala en cuestión de segundos. En cambio, los más vulnerables experimentaban una continua escalada de la actividad de la amígdala —y del estrés consiguiente— aun varios minutos después de haber desaparecido el estímulo desencadenante.

«Las personas más flexibles empiezan a controlar el estrés desde el momento mismo en que se dispara la situación conflictiva —concluye Davidson—. Son personas optimistas y prácticas que, en caso de que algo no funcione bien en sus vidas, no tardan en encontrar el modo de mejorarlo.»

La mayor parte de las competencias ligadas a la autorregulación, en particular
la capacidad de controlarnos a nosotros mismos en condiciones de estrés y de adaptarnos a los cambios —capacidades que, por cierto, también nos permiten calmarnos cuando nos enfrentamos a los imponderables de la vida laboral (crisis, inseguridad y superación de las dificultades)
— depende del circuito inhibidor que conecta los lóbulos prefrontales con la amígdala, un circuito que, como ya hemos dicho, nos permite inhibir los mensajes de la amígdala y conservar la mente clara para seguir el curso de acción que hayamos determinado.

Consideremos ahora, pasando del laboratorio al mundo real, el coste que puede suponer el hecho de que un directivo —la persona que tiene la responsabilidad de tomar las decisiones y dirigir a quienes deben llevarlas a cabo— muestre un pobre desempeño en esta competencia emocional fundamental. Un estudio realizado en una cadena de grandes almacenes de los Estados Unidos señaló una baja productividad (en función de cuatro factores diferentes: los beneficios netos, las ventas por metro cuadrado, la facturación de cada empleado y el rendimiento por dólar invertido) de las secciones dirigidas por jefes tensos, agobiados o desbordados por las presiones laborales, mientras que el máximo de ventas lo ostentaban las secciones dirigidas por personas que sabían mantener el equilibrio ante las mismas presiones.

Los niños de las golosinas han crecido y comienzan a trabajar

Seis amigos —todos ellos alumnos de la misma universidad—estaban bebiendo y jugando a las cartas a altas horas de la madrugada cuando comenzó una discusión entre dos de ellos, Mack y Ted, que fue creciendo hasta que el primero montó en cólera y empezó a gritar. Ted, por su parte, permanecía frío y distante. Llegó un momento en el que Mack se enojó tanto que se levantó y desafió a Ted a una pelea, pero éste se limitó a responder tranquilamente a la provocación, diciéndole que ya se pelearían cuando terminaran la partida.

Desencajado por la ira, Mack aceptó a regañadientes y, al concluir el juego al cabo de un rato, había tenido tiempo para calmarse y ver las cosas desde otra perspectiva. De modo que, cuando Ted se dirigió tranquilamente a él diciéndole: «ahora ya no tengo ningún inconveniente en seguir discutiendo contigo», Mack —que había tenido suficiente tiempo para tranquilizarse y reconsiderar su postura— le presentó sus disculpas.

Veinte años después, Mack y Ted se encontraron de nuevo en una reunión de antiguos alumnos de la universidad y, mientras que éste había seguido una carrera triunfal en el ámbito de las inversiones inmobiliarias, Mack se hallaba en el paro y tenía serios problemas con las drogas y el alcohol.

Las diferencias existentes entre estos dos muchachos nos ofrecen un testimonio sumamente esclarecedor de los beneficios que se derivan del hecho de no dejarse arrastrar por los impulsos, un comportamiento que depende del circuito inhibidor, regido por los lóbulos prefrontales y que, en momentos de rabia o tentación, puede vetar los mensajes impulsivos procedentes de los centros emocionales, especialmente de la amígdala. Así pues, este circuito parecía funcionar adecuadamente en el caso de Ted pero no hacerlo tan bien en el de Mack.

La historia de Mack y Ted es un ejemplo perfecto de la trayectoria vital de dos grupos de niños acerca de los que hablé en mi anterior libro, Inteligencia emocional, participantes en el experimento de la Universidad de Stanford conocido como «el test de las golosinas». El experimento consistía en llevar uno por uno a los niños de cuatro años de la escuela infantil de Stanford a una habitación, donde se les dejaba frente a una golosina encima de una mesa y se les decía: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de unos veinte minutos. Si lo deseas puedes tomar una golosina pero, si esperas a que vuelva, te daré dos».

Cuando, catorce años después, estos niños acabaron sus estudios en el instituto, se vieron sometidos a un estudio comparativo entre aquéllos que habían cogido inmediatamente el caramelo y aquéllos otros que habían esperado para conseguir otro, cuya conclusión demostró que
los que no habían sabido dominarse durante la prueba eran más proclives a ser víctimas del estrés, tendían a irritarse y pelearse con más frecuencia y también eran menos capaces de resistirse a las tentaciones en aras de la consecución de un determinado objetivo.

Pero lo más sorprendente fue que los investigadores constataron un efecto completamente inesperado, ya que quienes supieron resistirse a la tentación obtuvieron una media de 210 puntos (sobre un promedio de 1.600) más elevada en el SAT [examen de acceso a la universidad] que quienes no habían podido resistirse.

Para explicar mi hipótesis de por qué
la impulsividad disminuye la capacidad de aprendizaje
convendrá ahora volver al vínculo existente entre la amígdala y los lóbulos prefrontales. En tanto que origen del impulso emocional, la amígdala también es la fuente de las distracciones, mientras que los lóbulos prefrontales son la sede de la memoria operativa, es decir, de la capacidad para prestar atención a lo que ocupa nuestra mente en un determinado momento.

En la medida en que nos hallemos preocupados por pensamientos movilizados por nuestras emociones, la memoria operativa dispondrá de mucho menos espacio atencional
que, en el caso de los escolares, supondrá prestar menos atención al profesor, el libro, los deberes etcétera y, si la situación se prolonga a lo largo de los años, esta carencia se revelará en su baja puntuación en el SAT. Y lo mismo podríamos decir en el caso del trabajo, donde
el coste de la impulsividad y la falta de concentración conlleva una seria merma en nuestra capacidad de adaptación y aprendizaje.

Cuando los niños estudiados en Stanford alcanzaron la edad adulta e irrumpieron en el mercado laboral, las diferencias se hicieron más acusadas si cabe. Al final de la veintena, los que habían sido capaces de superar, en su infancia,
la prueba de la golosina seguían demostrando una mayor capacidad intelectual, poseían una mayor atención y concentración, podían establecer y mantener relaciones sinceras, eran más confiables y responsables y poseían un mayor autocontrol ante las posibles frustraciones.

Por el contrario, aquéllos otros que, a la edad de cuatro años, se habían lanzado en seguida sobre la golosina eran, al final de la veintena, menos competentes cognitiva y emocionalmente hablando. También solían ser más solitarios, más inseguros, más distraídos y más incapaces de posponer la gratificación en la consecución de sus objetivos. En condiciones de estrés, mostraban una baja tolerancia y un escaso autocontrol, respondían a las presiones con muy poca flexibilidad y repetían una y otra vez la misma respuesta inútil y obsoleta.

Pero la historia de los niños de la golosina encierra todavía más lecciones sobre el coste de las emociones descontroladas porque,
cuando nos hallamos bajo el imperio de los impulsos, la agitación y la emoción, nuestra capacidad de pensar —y, en consecuencia, también de trabajar— experimenta una considerable merma.

La autorregulación de las emociones

La autorregulación emocional no sólo tiene que ver con la capacidad de disminuir el estrés o sofocar los impulsos, sino que también
implica la capacidad de provocarse deliberadamente una emoción,
aunque ésta sea desagradable.
Según me han dicho, algunos recaudadores de impuestos se motivan para llamar por teléfono induciéndose un estado anímico de enojo e irritabilidad; los médicos que están obligados a dar malas noticias a sus pacientes o a los familiares de éstos deben aparentar un estado de ánimo tan sombrío y serio como el de los empleados de la funeraria que atiende a la afligida familia, mientras que en la industria de los servicios y de los grandes almacenes son proverbiales las recomendaciones para que los vendedores se muestren amables con los clientes.

Cierta escuela teórica argumenta que, cuando se obliga a los trabajadores a mostrar una determinada emoción, tienen que llevar a cabo un costoso "esfuerzo emocional" para poder seguir manteniendo su puesto de trabajo.
Cuando los dictados del jefe determinan las emociones que la persona debe expresar, el resultado es la enajenación de nuestros propios sentimientos. Los empleados de los grandes almacenes, las azafatas de vuelo y el personal de los hoteles se hallan entre los trabajadores más proclives a padecer este control de su corazón que Arlie Hochschild —socióloga de la Universidad de California (Berkeley)— define como una
«.mercantilización de los sentimientos humanos»
y equipara a una forma de esclavitud emocional.

Pero una observación más detenida nos revela que esta imagen
no es más que la mitad de la historia porque, para poder determinar el coste de este esfuerzo emocional, debemos conocer antes el grado de identificación que mantiene la persona con su trabajo.
Por ejemplo, la solícita dedicación de una enfermera al consuelo de un paciente atribulado no sólo no implica ninguna carga emocional sino que, muy al contrario, da sentido a su trabajo.

Pero cuando hablamos de autocontrol emocional no estamos abogando, en modo alguno, porla negación o represión de nuestros verdaderos sentimientos.
El "mal" humor, por ejemplo, también tiene su utilidad; el enojo, la melancolía y el miedo pueden llegar a ser fuentes de creatividad, energía y comunicación; el enfado puede constituir una intensa fuente de motivación, especialmente cuando surge de la necesidad de reparar una injusticia o un abuso; el hecho de compartir la tristeza puede hacer que las personas se sientan más unidas y la urgencia nacida de la ansiedad —siempre que no llegue a atribularnos— puede alentar la creatividad.

También hay que decir que el autocontrol emocional no es lo mismo que el exceso de control, es decir, la extinción de todo sentimiento espontáneo que, obviamente, tiene un coste físico y mental.
La gente que sofoca sus sentimientos —especialmente cuando son muy negativos— eleva su ritmo cardíaco, un síntoma inequívoco de hipertensión. Y
cuando esta represión emocional adquiere carácter crónico, puede llegar a bloquear el funcionamiento del pensamiento, alterar las funciones intelectuales y obstaculizar la interacción equilibrada con nuestros semejantes.

Por el contrario,
la competencia emocional implica que tenemos la posibilidad de elegir cómo expresar nuestros sentimientos.
Esta aguda sensibilidad emocional se vuelve particularmente importante en el marco de la economía global actual, puesto que las reglas básicas que rigen la expresión emocional varían de una cultura a otra y, de este modo, lo que resulta apropiado en un determinado entorno social puede ser completamente inadecuado en otro. Por ejemplo, los ejecutivos de las culturas emocionalmente más reservadas —como el norte de Europa—, suelen ser calificados de "fríos" y distantes por sus colegas latinoamericanos.

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