La práctica de la Inteligencia Emocional (55 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Autoayuda, Ciencia

BOOK: La práctica de la Inteligencia Emocional
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Y
el resultado final de estas prácticas empresariales erróneas es el de contribuir al agotamiento crónico, la desconfianza, la falta de motivación y de entusiasmo, y el descenso de la productividad.
Consideremos ahora las ventajas que puede suponer para una empresa el aumento de su inteligencia emocional colectiva.

El espíritu de logro

La fábrica estaba perdiendo la carrera con la competencia, que elaboraba presupuestos en veinte días, la mitad del tiempo que ellos necesitaban para hacer lo mismo.

De modo que, tras una remodelación en la que cambiaron el proceso, añadiendo más puntos de control, informatizando algunas de las fases y realizando otros cambios estructurales, sólo lograron aumentar el plazo a cincuenta y cinco días.

Entonces fue cuando recabaron la ayuda del exterior y consultaron a un equipo de asesores expertos en remodelaciones, pero las cosas empeoraron todavía más porque el proceso aumentó a setenta días y la proporción de errores se incrementó un 30%.

Desesperados, solicitaron entonces la ayuda de expertos en métodos de "aprendizaje empresarial", con el resultado de que ahora sólo les cuesta cinco días elaborar un presupuesto y el índice de error es del 2%.

Y este cambio tuvo lugar sin modificar la estructura ni el proceso tecnológico sino centrándose exclusivamente en las relaciones laborales. En opinión de Nick Zeniuk, presidente de Interactive Learning Labs, que dirigió el proceso de remodelación de la empresa en cuestión: «es
inútil tratar de buscar una solución estructural o tecnológica a un problema fundamentalmente humano».

Zeniuk es un personaje bastante conocido que adquirió gran renombre dentro del mundo de la formación empresarial por el papel esencial que desempeñó —junto a Fred Simón— en el lanzamiento, en 1995, del automóvil Lincoln Continental y su historia la cita Peter Senge, del MIT Learning Center, como un ejemplo clásico de éxito.

Porque no cabe duda de que la historia de la remodelación del Lincoln 95 fue un éxito rotundo. Los controles independientes de calidad y la satisfacción de los compradores encumbraron a este modelo a la cima de las ventas de la Ford mucho más que cualquier otro vehículo estadounidense de su tipo, equiparándolo a los mejores automóviles de importación, desde el Mercedes al Infiniti. La satisfacción de los clientes pasó del 9% al 85% (y hay que decir, en este sentido, que el Lexus, el modelo más estimado, no había superado el 86%).

Igualmente impresionante es que, aunque el esfuerzo para rediseñar el automóvil se había iniciado cuatro meses después de lo programado, el coche salió al mercado un mes antes de lo previsto. Y, en las valoraciones de aceptación del producto, el nuevo Lincoln cumplía e incluso superaba todas las previsiones, una hazaña prodigiosa para un proceso en el que habían participado más de mil personas, un equipo central de trescientas y una inversión de mil millones de dólares.

Tal vez pueda pensarse que lo que permitió superar ese desafío fueron cuestiones meramente técnicas, un rompecabezas intelectual que sólo podía ser resuelto aunando los esfuerzos de las personas más inteligentes y expertas. El diseño de automóviles exige la puesta en común de cientos de requisitos, a veces contradictorios, que van desde el par de torsión del motor hasta los frenos y el acelerador, pasando por el ahorro de combustible. Pero la parte más compleja y difícil del diseño de un nuevo automóvil tiene que ver con el ensamblaje final de las distintas piezas, que deben ir remodelándose sobre la marcha sin perder de vista el cumplimiento de las especificaciones finales.

Es muy comprensible, pues, que los equipos de diseño de un automóvil se vean obligados a remodelar muchas de las características de diseño tras el proceso de montaje de un nuevo prototipo, momento en el cual se hacen evidentes problemas antes imprevistos. Y en este punto, cuando se pasa al prototipo de metal para construir el modelo definitivo, la remodelación resulta sumamente costosa porque exige rehacer todas las piezas, un esfuerzo que suele costar millones de dólares.

Pero el equipo de diseño del Continental, que contaba con un presupuesto de noventa millones de dólares para afrontar las necesidades de rediseño, utilizó tan sólo un tercio de esa cantidad. Así pues, el esfuerzo invertido en el proceso de diseño fue sumamente eficaz, los planos de las distintas piezas estuvieron terminados con un mes de anticipación —y no, como es frecuente, tres o cuatro meses después de concluido el plazo— y el 99% de las piezas —y no el habitual 50%— se hallaron también listas dentro del plazo previsto.

Medios "blandos", resultados "duros"

El reto que superó el equipo encargado de la remodelación del Continental consiguió resultados
"duros"

un coche mejor— utilizando métodos que la mayor parte de los jefes de la industria automovilística considerarían excesivamente
"blandos",
como la
apertura,
la
sinceridad,
la
confianza
y la
comunicación fluida.
La "política" típica de esta industria —habitualmente muy jerárquica y autoritaria— ha solido desdeñar esta clase de valores, asumiendo el principio básico de que el jefe siempre tiene la razón y es el que toma las decisiones clave.

Pero bajo
la superficie de este problema se oculta una espesa
niebla emocional,
una sensación de frustración inherente al hecho de tener que empezar siempre cuatro meses tarde y verse obligado a superar multitud de barreras y problemas.
Porque uno de los principales obstáculos en este sentido radicaba en los mismos jefes de equipo. Zeniuk recuerda que las tensiones existentes con el encargado de la financiación del proyecto eran tan grandes que no podía dirigirse a él sino «haciendo uso de mi máxima potencia decibélica», una tensión que evidenciaba la profunda desconfianza y hostilidad existentes entre quienes trabajaban en el diseño del nuevo modelo y los encargados de vigilar los costes de producción.

Para afrontar estos problemas, la cúpula directiva del equipo recurrió a múltiples métodos de aprendizaje empresarial, incluyendo el hecho de aprender a conversar sin estar defendiéndose continuamente.
El método, sumamente sencillo, consiste en dejar de atacarse mutuamente y emprender una investigación conjunta de las creencias que subyacen a cada uno de los puntos de vista.

Un ejemplo clásico del modo como la gente saca conclusiones precipitadas nos lo proporciona el hecho de que, cuando vemos bostezar a alguien, en seguida suponemos que se aburre y sacamos la conclusión de que no le importa lo que se está tratando en la reunión, lo que están diciendo los asistentes ni, en suma, la totalidad del proyecto. No es extraño, pues, que alguien se dirija a esa persona y le diga algo como «me has decepcionado».

Según el método de aprendizaje empresarial, este comentario caería dentro de un epígrafe titulado «Lo que se dijo y lo que se hizo», mientras que los datos más críticos se enumerarían en otra columna anexa, titulada «Pensamientos y sentimientos no expresados», que incluiría, por ejemplo, que el bostezo estaba motivado por el aburrimiento o porque no le importaba la reunión, la opinión de los asistentes o incluso la totalidad del proyecto (una columna en la que también habría que reseñar nuestros resentimientos y enojos).

El hecho de sacar a la superficie las creencias ocultas y de hablar sobre ellas nos permite contrastarlas con la realidad. Así podemos descubrir, por ejemplo, que aquel bostezo no significaba aburrimiento sino cansancio, porque la persona había pasado casi toda la noche en vela para atender a un bebé que no paraba de llorar.

El ejercicio de aprender a articular lo que estamos pensando y sintiendo —
y
que casi nunca llegamos a formular en voz alta— nos permite comprender los sentimientos y suposiciones ocultas que, de otro modo, generarían resentimientos inexplicables y terminarían abocando a incomprensibles callejones sin salida.

Y la comprensión de estos pensamientos y sentimientos ocultos no requiere tanto
conciencia de sí mismo
como otro tipo de habilidades emocionales como la
empatía,
la capacidad de
escuchar
atentamente lo que dice otra persona y las
habilidades sociales
necesarias para colaborar provechosamente en la exploración de las diferencias ocultas
—y los sentimientos emocionalmente cargados— que vayan presentándose.

En cierto modo, la conversación real es la que sostenemos internamente con nosotros mismos, aunque sólo sea porque refleja más fielmente lo que pensamos y sentimos acerca de una determinada situación. Y el diálogo interno, en particular cuando es emocionalmente turbulento, suele acabar manifestándose externamente en un tono de voz severo o en una mirada de soslayo. Pero, cuando los acontecimientos se desarrollan demasiado deprisa o nos hallamos distraídos o excesivamente presionados, solemos hacer caso omiso de estas señales e ignorar por completo este diálogo interno —que tiene lugar tanto en los demás como en nosotros mismos— aun cuando encierre información —recelos, resentimientos, temores y expectativas— realmente crucial.

En opinión de Zeniuk, cuando no sabemos cómo sacar partido de este diálogo interno «lo ignoramos de modo que termina convirtiéndose en una especie de residuo tóxico. ¿Y qué podemos hacer con algo así? ¿Verterlo en cualquier parte? ¿Soterrarlo? No obstante, hagamos lo que hagamos, un residuo tóxico siempre es nocivo y acaba contaminando la conversación, en cuyo caso la gente se pone a la defensiva». Pero, de ese modo, las conversaciones que se mantienen en el entorno laboral discurren como si ese diálogo interno no existiera, aunque todo el mundo participe en él. En este nivel profundo del discurso, pues, se asienta tanto la raíz de los conflictos como la semilla de la auténtica colaboración.

En el caso del equipo de diseño del Lincoln Continental, el ejercicio del diálogo reveló la existencia de dos bandos abiertamente enfrentados, uno que se ocupaba de la financiación (y que creía que quienes se hallaban a cargo del desarrollo del programa no mantenían el menor control sobre los costes) y el otro que dirigía los equipos de diseño (y que consideraba que los encargados de la financiación no tenían «la menor idea» de lo que supone fabricar un automóvil de calidad). El resultado de la exploración mutua de estos sentimientos y creencias ocultas fue el de poner claramente de relieve que el proyecto se tambaleaba debido a la falta de confianza y sinceridad existente entre ambos bandos.

Veamos ahora unos pocos puntos realmente esenciales:

• El miedo a equivocarse llevaba a la gente a ocultar información.

• Los jefes controlaban excesivamente el modo en que los miembros de cada equipo utilizaban sus mejores capacidades.

• Las sospechas se habían extendido por doquier y los participantes consideraban que se hallaban entre ineptos en quienes no podían confiar.

En este caso, pues, la inteligencia emocional resultó ciertamente esencial. Un grupo de trabajo que sea capaz de superar el miedo, la lucha por el poder y la desconfianza mutua accede a un nivel de confianza y de comunicación muy profundo. En el caso que estamos considerando, la tarea se centró tanto en fortalecer el nivel de confianza como en sacar a la superficie las creencias ocultas, lo cual requirió una elevada dosis de ingeniería social. Como dice Fred Simón: «para mejorar la calidad de aquel vehículo fue preciso poner en funcionamiento mis mejores dotes para mejorar las relaciones hasta que los miembros de mi equipo llegaran a verse como seres humanos».

Comenzar por lo más alto

«Al principio —recuerda Zeniuk—, la gente albergaba un resentimiento y una desesperación muy profundas por ser incapaces de llevar a cabo el cometido que se les había encomendado y comenzaron a echarle la culpa a sus jefes. Luego, en la medida en que éstos fueron integrándose en el diálogo y se empezó a escucharles, esta actitud se transformó en otra que podría formularse en algo así como "de acuerdo, puedo hacerlo, pero déjenme a mi aire". En ningún momento se pensó en algo del tipo "el trabajo nos implica a todos y debemos aprender a dar juntos el siguiente paso, es decir, aprender a fortalecer nuestras relaciones".
De este modo los jefes abandonaron el típico rol del líder, limitado a controlar, ordenar, proporcionar y administrar los recursos, y acabaron convirtiéndose en auténticos facilitadores y formadores del proceso.»

Para facilitar estos cambios, el equipo principal de diseño, compuesto por trescientas personas, se dividió en grupos de veinte personas que debían afrontar conjuntamente los problemas concretos de su trabajo como, por ejemplo, remodelar el interior del vehículo. En la medida en que fueron exponiendo sus problemas, facilitadores como Daniel Kim —entonces en el MIT— les enseñaron los rudimentos básicos del aprendizaje colaborativo. Pero, en palabras de Zeniuk,
la clave residió
en «la
conciencia emocional, la empatía y la consolidación de las relaciones. Y, aunque el fomento de la inteligencia emocional no era un objetivo inmediato, surgió naturalmente en la medida en que los distintos equipos trataron de alcanzar su meta».

Consideremos de nuevo el desafío que tuvieron que afrontar estos quince equipos de diseño diferentes, cada uno especializado en piezas que cumplen con funciones distintas (como, por ejemplo, la carrocería y la tracción). Y, aunque todos estos esfuerzos debían converger armoniosamente en el producto final, los equipos trabajaban aisladamente y no se comunicaban entre sí. Así, cada equipo actuaba por su cuenta esforzándose en producir el mejor de los diseños y tratando luego que los demás se adaptaran a sus requerimientos. Era una guerra auténtica y encarnizada por defender el propio territorio.

«El coste que supone verter un diseño equivocado en plancha de metal y luego tener que volver a corregirlo —observa Zeniuk—, se cifra en nueve millones de dólares. Pero si detectamos el error antes de llegar a esta fase, el coste es nulo. Por esto importa muchísimo averiguar cuanto antes cuáles son las cosas que no funcionan adecuadamente.»

El procedimiento seguido habitualmente para el diseño de un nuevo modelo de automóvil puede conllevar miles de pequeños ajustes. Ésta es la razón por la que el equipo del Continental disponía de un presupuesto de noventa millones de dólares para hacer frente a los posibles cambios, un presupuesto que, por otra parte, superaba el habitual de la industria norteamericana del ramo. Pero —como sabía Zeniuk— en Japón afrontaban la mayor parte de estos cambios en una fase más temprana, antes de que las especificaciones se vieran reflejadas en el proceso de fabricación, cuando el hecho de corregirlas es ya demasiado caro.

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