—Lamento tu desgracia, hermano. Lo lamento de veras. Tuvimos noticia de ello hace algún tiempo, de boca de ese que se hace llamar Alfred. Habríamos acudido en vuestra ayuda, pero las circunstancias...
Ramu no llegó a terminar la frase. Los sartán no podían mentirse unos a otros y lo que se disponía a decir era falso. Samah había acudido a Abarrach, pero no para ayudar a sus desesperados hermanos. Había llegado a Abarrach para aprender el arte de la nigromancia.
Así pues, Ramu tuvo la gentileza de sentir vergüenza y demostrarlo.
—Nosotros también tuvimos problemas, aunque no tan arduos como los vuestros, lo reconozco. Si hubiéramos sabido... pero no dimos crédito a ese falso sartán.
La torva mirada de Ramu buscó a Alfred, el cual procedía a ayudar a la debilitada patryn a subir a su propia nave. Balthazar siguió aquella mirada; después, volvió a concentrar la suya en el consejero.
—Ese del cual hablas con tanto desprecio ha sido el único de los nuestros que nos ha ayudado —replicó el sartán de Abarrach—. A pesar de su conmoción y de su abatimiento, muy comprensibles, ante lo que habíamos hecho de nosotros mismos y de nuestro mundo, Alfred se ha esforzado cuanto ha podido por ayudarnos.
—Tenía sus razones para hacerlo, puedes estar seguro —dijo Ramu con una mueca irónica.
—Sí, estoy seguro de que las tenía —contestó Balthazar—. La lástima, la pena y la compasión. ¿Y tú? ¿Por qué has venido a nosotros? —preguntó fríamente. La pregunta cogió a Ramu por sorpresa.
El consejero sartán no estaba acostumbrado a que lo trataran con tanta insolencia. Y aquel Balthazar no le caía bien. Las palabras que pronunciaba eran sartán pero, como había descubierto Alfred en su primera visita a Abarrach, conjuraban imágenes de muerte y de sufrimiento; unas imágenes que a Ramu le resultaban sumamente desagradables. No obstante, se vio obligado a reconocer la verdad. No había acudido allí a prestar ayuda, sino a pedirla.
Así pues, explicó en breves palabras lo que estaba sucediendo en el Laberinto, que los patryn intentaban escapar de su prisión y que, sin duda, si lo lograban intentarían apoderarse de los cuatro mundos.
—Pero a los únicos que se debería permitir gobernar es a nosotros, ¿verdad? —Lo interrumpió Balthazar—. Como lo hemos hecho aquí. Mira a tu alrededor. Contempla qué magnífico trabajo hemos hecho.
Ramu estaba indignado, pero se guardó de demostrar su irritación, pues percibía en aquel sartán vestido de negro un poder latente..., un poder superior, tal vez, al del propio consejero. Pensando en el futuro —un futuro en el que los sartán gobernarían los cuatro mundos—, Ramu vio en Balthazar un posible rival. Un rival que conocía el arte de la nigromancia. No era conveniente dar la menor muestra de debilidad ante él.
—Lleva a tu gente a bordo de nuestras naves —le indicó, pues—. Prestaremos ayuda y socorro a los tuyos. Supongo que quieres abandonar este mundo, ¿no? —añadió, también con una dosis de sarcasmo.
Balthazar palideció y entrecerró los ojos.
—Sí, queremos marcharnos —repuso en un murmullo—. Te agradecemos, hermano, que nos ofrezcas esta oportunidad. Y te agradecemos cualquier ayuda que nos proporciones.
—Y yo, a cambio, te agradeceré la que vosotros podáis prestarnos —respondió Ramu. Suponía que se habían entendido, aunque lo que pudiera tener en la cabeza el nigromante fuera tan lóbrego como el ponzoñoso aire de aquella caverna infernal.
Con una inclinación de cabeza, el consejero se alejó. No veía motivo para prolongar la conversación. Se agotaba el tiempo: cada momento que pasaba, los patryn estaban más cerca de escapar de su encierro.
Una vez que estuviera curado, alimentado y descansado, una vez que estuviera en el Nexo y se encontrara frente a frente con los salvajes patryn, Balthazar lo entendería. Y combatiría; Ramu confiaba en ello. Balthazar utilizaría todos los medios a su disposición para ganar la batalla. También la nigromancia. Y se avendría a enseñarla a otros. Ramu se encargaría de ello.
El hijo de Samah regresó a los muelles para ocuparse de los preparativos para el transporte de los sartán de Abarrach a la antigua nave patryn. Una vez a bordo, hizo una rápida inspección y empezó a elaborar su estrategia.
El viaje al Nexo a través de la Puerta de la Muerte era, de ordinario, un trance rápido. No obstante, en esta ocasión, si quería contar con unos refuerzos efectivos en el combate, Ramu debería dar tiempo de curarse y recuperarse a los sartán de Abarrach.
Mientras reflexionaba sobre ello y trataba de calcular cuánto duraría el proceso de curación, Ramu descubrió a Alfred apoyado indolentemente en los pasamanos de la cubierta. El perro estaba tumbado a su lado, tenso y nervioso. La mujer patryn yacía acurrucada en la cubierta, abatida. Un sartán montaba guardia a su lado.
Ramu frunció el entrecejo. La patryn se estaba tomando aquello con demasiada calma. Se había rendido con excesiva facilidad. Lo mismo sucedía con Alfred. Debían de estar tramando algo...
Un brazo fuerte sujetó a Ramu por detrás, rodeándole el cuello. Al mismo tiempo, un objeto punzante le hurgó en las costillas.
—No sé quién eres, maldito, ni qué haces aquí —rugió una voz ronca, la voz de un mensch, junto al oído de Ramu—. No lo sé ni me importa. Pero, si intentas el menor movimiento, te hundiré este acero en el corazón. Deja libres a Alfred y a Marit.
PUERTO SEGURO
ABARRACH
Alfred llevaba un rato apoyado en la borda de la nave, con la mirada perdida, preguntándose desesperadamente qué hacer. Por un lado, parecía que tenía una importancia vital acompañar a Ramu en su viaje al Laberinto.
Tenía que continuar sus esfuerzos para lograr que el hijo de Samah comprendiera la auténtica situación. Tenía que hacerle entender que el verdadero enemigo eran las serpientes; que los sartán y los patryn tenían que unir fuerzas frente a aquellas criaturas malévolas o terminarían devorados por ellas. «No sólo acabarán con nosotros», se dijo Alfred. «También con los mensch. Nosotros los trajimos a estos mundos y somos responsables de ellos».
Sí; su deber al respecto era muy claro, aunque en aquel preciso momento no tenía nada claro cómo iba a convencer del peligro a Ramu.
Sin embargo, por otro lado, estaba Haplo.
—No puedo abandonarte —murmuró Alfred y esperó con cierta ansiedad la réplica de Haplo. Pero la voz de su amigo había guardado un extraño silencio últimamente, desde que había ordenado al perro detener a Marit. Aquel silencio era un mal presagio e inquietaba a Alfred. Se preguntaba si sería la manera que tenía Haplo de obligarlos a abandonarlo. Haplo se sacrificaría al instante si creyera que con ello ayudaba a los suyos...
Alfred estaba dándole vueltas en la cabeza a todo esto cuando Marit, de improviso, se puso en pie de un salto con un grito de alarma.
—¡Alfred! —Se agarró de su brazo con tal fuerza que por poco arroja al sartán por la borda—. ¡Alfred! ¡Mira!
—¡Sartán bendito! —musitó él, perplejo.
Se había olvidado por completo de Hugh. Se le había borrado de la mente que el asesino mensch seguía a bordo. Y, en aquel momento, Hugh
la Mano
tenía inmovilizado a Ramu, y la Hoja Maldita amenazaba el gaznate del miembro del Consejo de los Siete.
Alfred comprendió con toda claridad lo que había sucedido.
Oculto en la nave, Hugh había presenciado la llegada de los sartán, había visto cómo hacían prisioneros a Marit y a Alfred. Y, como amigo y compañero y guardaespaldas —por propia voluntad— de ambos, su único pensamiento había sido lograr su liberación. Y se había lanzado a ello con la única arma que tenía: la Hoja Maldita.
Pero
la Mano
no había caído en la cuenta de que aquellos sartán eran los mismos que habían forjado la daga.
—Que nadie se mueva —avisó Hugh. Su mirada recorrió a todos los presentes a bordo y su brazo sujetó a Ramu con más fuerza.
La Mano
dejó ver el arma lo suficiente como para convencer a los horrorizados espectadores de que hablaba en serio. De lo contrario, vuestro líder se encontrará con medio palmo de acero en el gaznate. Alfred, Marit, venid y colocaos a mi lado.
Alfred no se movió. No podía.
Su mente se preguntaba, frenética, cuál sería la reacción de la daga mágica. Ante todo, guardaría lealtad a quien la blandía, el mensch Hugh. Era probable que el arma se hundiera en Ramu (sobre todo, si éste intentaba utilizar la magia contra ella) antes de darse cuenta de que era un error.
Y, si Ramu moría, con él lo haría cualquier esperanza de unir a los patryn y a los sartán.
De momento, los sartán observaban a ambos con asombro, sin entender por completo lo que sucedía. El propio Ramu parecía perplejo. Probablemente, nunca en su vida había sido objeto de un ultraje semejante y aún no sabía cómo reaccionar, pero no tardaría mucho en hacerlo.
—¡Consejero! —Exclamó Alfred con urgencia—. El arma de ese mensch es mágica. ¡No uses la magia contra ella! ¡No hará sino empeorar las cosas!
—¡Bien hecho! —Susurró Marit a su lado—. Mantenlo ocupado.
Alfred la miró, horrorizado. La patryn había malinterpretado por completo sus intenciones.
—No, Marit. No es eso lo que... ¡Marit, no...!
Pero ella no lo escuchaba. Su arma estaba en la cubierta, vigilada por los sartán. Unos sartán que no apartaban sus ojos de Ramu, perplejos e incrédulos. Marit recuperó su arma fácilmente y cruzó la cubierta a la carrera en dirección a Hugh. Alfred intentó detenerla, pero no se fijó en dónde ponía los pies, tropezó con el perro y terminó de bruces sobre la cubierta. El animal, tras unos quejidos de dolor y con el pelo del cuello erizado, lanzó unos ladridos a todos en general.
Los sartán, indecisos, esperaron las órdenes de Ramu.
—¡Mantened la calma, por favor! ¡Que nadie haga nada! —suplicó Alfred, pero nadie lo oyó a causa de los frenéticos ladridos del perro y, probablemente, tampoco le habrían hecho caso, de todos modos.
En aquel momento, Ramu sometió a una descarga de electricidad paralizante el cuerpo de Hugh.
La Mano
se derrumbó, retorciéndose de dolor. Pero la descarga hizo algo más que derribar al asesino. La sacudida también activó la Hoja Maldita. El arma reconoció la magia —magia sartán— y el hecho de que quien la empuñaba, Hugh, estaba en peligro. Y percibió a Marit, que se aproximaba a la carrera, como su enemigo.
Entonces, la Hoja Maldita reaccionó como se esperaba que hiciera e invocó la fuerza más poderosa que había en los alrededores para que se enfrentara a aquel enemigo.
Kleitus se materializó en la cubierta de la nave y, en un abrir y cerrar de ojos, los lázaros de Abarrach se encaramaron por el casco y abordaron la embarcación.
—¡Ramu, controla la magia! —Gritó Alfred—. ¡Tienes que recuperar el control de la magia!
La Hoja Maldita no atacaría a los sartán, pero había invocado a los lázaros en su ayuda... y no tenía ningún control sobre ellos. El propósito del arma no era controlar nada. Cumplido el objetivo para el que su creador la había fabricado, la daga volvió a recuperar su forma original y cayó a la cubierta al lado de un Hugh que gemía por lo bajo.
El lázaro del dinasta se abalanzó sobre Marit y sus manos muertas se cerraron en torno a la garganta de la patryn. Ella descargó la espada en un golpe que abrió una profunda herida en unos de los huesudos brazos de lázaro. De ella no manó una gota de sangre, y la carne muerta quedó colgando como guiñapos. Kleitus no dio muestras de enterarse.
La patryn podía golpear cuanto quisiera al lázaro, pero era completamente inútil. Las uñas de Kleitus le desgarraron la piel, y Marit exhaló un alarido de dolor. Perdía fuerzas rápidamente y no podría resistir mucho tiempo más frente al poderoso lázaro.
El perro se lanzó sobre él pero Kleitus, de una patada furiosa, envió rodando al animal lejos de sí. Tras esto, no hubo nadie más que acudiera en defensa de Marit, aunque alguien hubiese tenido intención de hacerlo. Todos los sartán de a bordo estaban luchando por sus propias vidas.
Invocados por la Hoja Maldita, los muertos vivientes olfateaban el olor caliente de los vivos, un olor que ellos anhelaban y odiaban. Ramu observó, impotente y asombrado, el ataque de los lázaros contra su gente.
Alfred se abrió paso en el tumulto, tambaleante, perturbando la magia, tropezando con los cadáveres ambulantes y dejando tras su paso el caos y la confusión. Pero consiguió llegar hasta Ramu.
—¡Estos muertos... son de los nuestros! —Susurró, con espanto y admiración, el consejero—. ¡Qué horror..., nuestra gente...!
Alfred no hizo caso de sus palabras.
—¡La daga! ¿Dónde está?
La había visto caer cerca de Hugh. Se arrodilló al lado del asesino y buscó el arma, sin éxito. La daga había desaparecido. Algún pie había tropezado con ella y la había mandado lejos, tal vez.
Marit estaba prácticamente exánime. Los tatuajes de su piel ya no brillaban. Había dejado caer la inútil espada y sólo resistía a Kleitus con las manos desnudas. El lázaro estaba asfixiándola, acabando con ella poco a poco.
—¡Aquí!
—
La Mano
rodó sobre sí mismo y empujó algo hacia Alfred. Era la daga. Hugh la había ocultado bajo su cuerpo.
Alfred titubeó, pero sólo un instante. Si aquello era lo que hacía falta para salvar a Marit... Recogió el arma y la notó agitarse bajo sus dedos. Se disponía a lanzar un ataque sobre Kleitus cuando una figura vestida de negro lo detuvo.