La Séptima Puerta (29 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: La Séptima Puerta
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—¡Está muerto! —Hugh dirigió una mirada siniestra y suspicaz hacia el perro—. Entonces, ¿de quién es la voz que escucho?

Alfred se disponía a embarcarse en explicaciones, a contarle todo lo referente al perro y el alma de Haplo, cuando el animal hincó los dientes en los calzones de terciopelo de Alfred y empezó a tirar de él hacia la puerta de la celda. Al sartán le vino una idea a la cabeza.

—Haplo... ¿Qué..., qué te sucederá a ti?

«Eso no importa», fue la lacónica respuesta del patryn. «Sigue adelante. Disponemos de poco tiempo. Si Xar nos descubre..».

—¡Pero tú dijiste que Xar había acudido al Laberinto! —exclamó Alfred.

«Dije que quizá lo había hecho», replicó secamente Haplo. « ¡Ya basta de perder el tiempo!»

Alfred titubeó.

—El perro no puede entrar en la Puerta de la Muerte; tal vez tampoco pueda hacerlo en la Séptima Puerta, sin ti. Jonathon, ¿sabes tú qué sucederá si la cruza?

El lázaro se encogió de hombros.

—Haplo no está muerto. Sigue con vida, aunque sólo le queda un hálito de ella. Yo me ocupo de quienes han pasado más allá.

«... más allá..».

«No tienes alternativa, Alfred», insistió Haplo con impaciencia. « ¡Ve adelante con ello!»

El perro emitió un gruñido.

Alfred dio un suspiro. Había una alternativa. Siempre había una alternativa. Y, al parecer, él siempre tomaba la decisión errónea. Se asomó al pasadizo que se adentraba en las tinieblas impenetrables. El signo mágico blanquecino que había encendido encima del cuerpo de Haplo perdió intensidad hasta que su resplandor se apagó. El sartán y sus compañeros quedaron sumidos en una completa oscuridad.

Alfred evocó el recuerdo de su primer encuentro con Haplo, en Ariano. Recordó la noche en que había sumido a Haplo en un sueño mágico, había levantado las vendas que le ocultaban las manos y había descubierto los signos tatuados en su piel. Revivió su desesperación, su profundo pánico, su estupefacción.

¡El enemigo ancestral ha vuelto! ¿Qué voy a hacer?

Y, al final, había hecho muy poco, al parecer. Nada calamitoso o catastrófico. Habías seguido los dictados de su corazón y había actuado de la manera que había creído mejor. ¿Existía, efectivamente, un poder superior que guiaba su camino?

Alfred bajó la vista hacia el perro, que se apretaba contra su pierna, y en aquel momento creyó comprender.

Empezó a entonar las runas en un murmullo, con un tono nasal que resonó en el túnel con un eco fantasmagórico.

Las runas azuladas cobraron vida en la parte inferior de la pared del pasadizo. La oscuridad retrocedió.

—¿Qué es eso? —Hugh
la Mano
estaba junto a la pared cuando los signos mágicos se habían encendido. Al producirse el destello de la magia, se había apartado de un salto.

—Esas runas —explicó Alfred— nos conducirán a lo que en este mundo se conoce como la Cámara de los Condenados.

—Parece un nombre apropiado —fue la seca respuesta del mensch.

La última vez que Alfred había recorrido aquel trayecto, lo había hecho a la carrera, temiendo por su vida. Creía haber olvidado el camino pero, una vez encendidas las runas y rota la oscuridad, empezó a reconocer por dónde andaba.

El pasadizo descendía como si los condujera al propio centro del mundo. Visiblemente antiguo pero en buen estado, el túnel era liso y ancho, a diferencia de la mayor parte de las catacumbas de aquel mundo inestable. Había sido horadado para acoger a grandes multitudes. En su visita anterior, Alfred había encontrado aquello muy extraño, pero entonces ignoraba adonde conducía.

Esta vez lo sabía y lo entendía. La Séptima Puerta. El lugar desde el cual los sartán habían obrado la magia que había causado la Separación del antiguo mundo.

«¿Tienes idea de cómo actuaba la magia?», preguntó Haplo. Lo hizo con voz susurrante, contenida, aunque sólo unos oídos interiores podían captarla.

—Orla me lo contó —respondió Alfred y continuó la explicación con breves interrupciones esporádicas para entonar las runas en voz baja—. Después de tomar la decisión de separar el mundo, Samah y los miembros del Consejo reunieron a toda la población sartán y a los mensch que estimaron merecedores de ello. Transportaron a este puñado de afortunados a un lugar similar, probablemente, al pozo del tiempo que utilizamos en Abri: un pozo en el que existe la posibilidad de que no existan posibilidades. Allí, aquella gente estaría a salvo hasta que los sartán pudieran trasladarlos a los nuevos mundos.

»Los sartán más dotados se reunieron con Samah en el interior de una cámara a la que el gran consejero denominó la Séptima Puerta. Consciente de que llevar a cabo una magia tan poderosa, capaz de romper un mundo y forjar otros nuevos, agotaría al hechicero más resistente, Samah y el Consejo dotaron a la propia cámara con gran parte de sus poderes individuales. El recinto actuaría de modo bastante parecido a una de las piezas de la Tumpa-chumpa que Limbeck llamaba
genador
.

»La Séptima Puerta conservó el poder mágico dejado allí en reserva, y los sartán recurrieron a él cuando su propia magia decreció y perdió fuerza. El peligro, por supuesto, era que una vez transferido el poder a la Séptima Puerta, la magia permanecería en ella para siempre. Samah sólo tenía un modo de destruir la magia: destruyendo la Séptima Puerta. El gran consejero debería haberlo hecho, naturalmente, pero tuvo miedo.

«¿De qué?», preguntó Haplo.

Alfred titubeó.

—En su primera entrada en la Séptima Puerta, después de dotarla de ese poder, los miembros del Consejo de los Siete descubrieron algo que no esperaban encontrar.

«Un poder superior al de ellos».

—Sí. No estoy seguro de cómo o por qué; Orla no me contó tanto. La experiencia resultó terrible para los sartán. Parecida a lo que pasamos nosotros cuando entramos. Pero, mientras que la nuestra fue reconfortante y estimulante, la suya resultó abrumadora. Samah fue obligado a darse cuenta de la enormidad de sus actos y de las espantosas consecuencias de lo que había proyectado. Se le hizo saber, en esencia, que había sobrepasado los límites. Pero también se le dio a conocer que conservaba su libre albedrío para continuar, si quería.

«Abrumados por lo que habían visto y oído, los miembros del Consejo empezaron a tener dudas, lo cual condujo a violentas discusiones. Sin embargo, el temor a sus enemigos, los patryn, era profundo y el recuerdo de la experiencia en la cámara se difuminó. La amenaza patryn era muy tangible. Bajo la dirección de Samah, el Consejo votó llevar adelante la Separación. Los sartán que se oponían fueron enviados, junto con los patryn, al Laberinto.

»E1 miedo... la causa de nuestra caída. —Alfred sacudió la cabeza con abatimiento—. Incluso después de haber triunfado en separar un mundo para construir otros cuatro, incluso después de haber encerrado a sus enemigos en una prisión a su medida, Samah continuó sintiendo miedo. Temía lo que había descubierto en la Séptima Puerta, pero también temía tener necesidad de la Puerta más adelante y por ello, en lugar de destruirla, sólo la hizo desaparecer.

—Yo estaba con Samah cuando murió —dijo Jonathon—. Y le dijo a Xar que no sabía dónde estaba.

—Probablemente, así era —concedió Alfred—. Pero Samah podría haberla encontrado con bastante facilidad. Tenía mi descripción del lugar, porque yo le conté todo lo que sabía de la Cámara de los Condenados.

—Mi gente la encontró —apuntó Jonathon—. Reconocimos su poder, pero habíamos olvidado el modo de utilizarlo.

«... de utilizarlo..»., repitió el eco.

—¡Afortunadamente! ¡No me atrevo a imaginar qué habría sucedido si Kleitus hubiera descubierto cómo utilizar el verdadero poder de la Puerta! —Dijo Alfred con un escalofrío—. Lo que me llama la atención es que, a pesar de todo este revuelo, esta agitación de fuerzas mágicas, esos a los que llamamos despectivamente «mensch» han resistido y prosperado. Humanos, elfos y enanos tienen sus problemas pero, en general, han conseguido solventarlos y establecerse. Lo que llamáis la Onda los ha mantenido a flote.

«Esperemos que sigan así», comentó Haplo. «La próxima Onda, si les cayera encima, podría ser la definitiva».

Continuaron atravesando corredores, viajando siempre hacia abajo. Alfred cantaba las runas en voz baja, para sí mismo, y los signos mágicos de la pared los guiaban con su intenso resplandor.

El pasadizo se estrechó hasta obligarlos a caminar en fila india. Alfred abría la marcha, seguido por Jonathon. El perro y Hugh
la Mano
ocupaban la retaguardia.

O el aire era más tenue allí —Alfred no recordaba tal sensación en su visita anterior—, o el nerviosismo lo estaba dejando sin aliento. La tonada rúnica daba la impresión de adherirse a su irritada garganta; tenía dificultades para emitirla. Sentía miedo y, al mismo tiempo, estaba excitado, tembloroso, lleno de nerviosa expectación.

De todos modos, no parecía que los signos mágicos necesitaran ya de su cantinela. Se encendían espontáneas, casi alegremente, avanzando mucho más deprisa que los caminantes. Por último, Alfred dejó de cantar y guardó la voz para lo que se preparaba.

Quizá se estaba preocupando por nada. Todo podía ser tan fácil, tan sencillo... Un toque de magia y la Séptima Puerta quedaría destruida. La Puerta de la Muerte quedaría cerrada para siempre...

De pronto, el perro lanzó un sonoro ladrido.

El sonido inesperado y su eco en el túnel hizo que a Alfred casi se le detuviera el corazón en el pecho. Finalmente, le dio un gran vuelco y acabó en su garganta, obturándole la tráquea durante unos momentos.

—¿Qué...? —Alfred jadeó y carraspeó.

—¡Chist! ¡Silencio! Deteneos un momento —ordenó Hugh.

Todos obedecieron. El fulgor azulado de las runas se reflejaba en sus ojos, tanto en los vivos como en los muertos.

—El perro ha oído algo. Y yo también —continuó
la Mano
tétricamente—. Alguien nos sigue a distancia.

A Alfred, el corazón le saltó de la garganta directamente fuera del cuerpo.

Xar. El Señor del Nexo.

«Adelante», intervino Haplo. «Hemos llegado demasiado lejos como para dejarlo ahora. Adelante».

—No es preciso —musitó Alfred con un hilillo de voz.

Ante ellos, los signos mágicos abandonaban la parte baja de la pared y ascendían hasta formar un arco de resplandeciente luz azul. Un azul que se convirtió en un rojo amenazador, feroz, cuando el sartán se aproximó.

—Hemos llegado. Ésta es la Séptima Puerta.

CAPÍTULO 24

LA SÉPTIMA PUERTA

Las runas orlaban una entrada, rematada en un arco, que conducía —recordó Alfred— a un pasadizo ancho y espacioso. Y Alfred recordó también, de improviso, la sensación de paz y de tranquilidad que lo había envuelto al penetrar en aquel túnel. Anheló experimentar de nuevo aquella sensación, lo deseó como un hombre adulto anhela a veces un pecho que lo consuele, el tacto de unos brazos cariñosos en torno a él, una voz que arrulle su sueño con dulces canciones y tonadas de la niñez.

Alfred se detuvo ante el arco y observó el parpadeo de los signos mágicos. Para cualquier otro que estudiara las runas grabadas en la pared, los signos habrían resultado similares a los que corrían por la base de la pared. Runas inocuas, creadas para servir de guía. Pero él era capaz de apreciar las sutiles diferencias: un punto colocado encima de una raya, en lugar de debajo; una cruz en lugar de una estrella, un cuadrado en torno a un círculo... Estas diferencias convertían las runas de guía en runas de protección. Las más poderosas que era capaz de forjar un sartán. Cualquiera que se aproximara a aquel arco... — ¿A qué estás esperando, Alfred? —exclamó Hugh. Dirigió una mirada dubitativa al sartán y añadió—: No te irás a desmayar, ¿verdad? —No, maese Hugh, pero... ¡Espera! ¡No! Hugh
la Mano
dejó atrás a Alfred y se dirigió al arco. Las runas azules cambiaron de color y pasaron del azul al rojo con una llamarada. El mensch, algo alterado, se detuvo y estudió las runas con suspicacia.

No sucedió nada más. Alfred guardó silencio. Probablemente, el mensch no le habría creído de todos modos. Era de los que lo han de comprobar todo por sí mismos.

Hugh dio un paso adelante. Los signos mágicos humearon y estallaron en llamas. La boca del túnel quedó rodeada por un arco de fuego. El perro se encogió.

—¡Maldición! —masculló
la Mano
, impresionado, al tiempo que retrocedía precipitadamente.

Tan pronto como se apartó del arco, el fuego se apagó. Los signos mágicos adquirieron de nuevo un mortecino resplandor rojizo, pero no pasaron al azul. El calor de las llamas permaneció en el aire del pasadizo.

—No nos permite el paso —murmuró Alfred.

—Eso ya lo he visto —dijo Hugh con un gruñido, al tiempo que se frotaba los brazos, cuyo vello oscuro y espeso había sido chamuscado por las llamas—. Por todos los antepasados, ¿cómo vamos a cruzar?

—Puedo desbaratar las runas —planteó el sartán, pero no hizo el menor ademán de disponerse a ello.

«¿Estás temblando?», le llegó la voz de Haplo.

—No —replicó, a la defensiva—. Es sólo que... —Alfred volvió la mirada hacia el pasadizo por el que habían llegado hasta allí.

Las runas azules de la base de la pared se habían apagado ya pero, ante su mirada —y obedeciendo a sus pensamientos—, volvieron a encenderse. El zócalo de signos mágicos luminosos marcaría el camino hasta la celda, hasta el cuerpo yaciente de Haplo.

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