La Séptima Puerta (33 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: La Séptima Puerta
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—Tiene razón, Ramu. Te enfrentas a esto tú solo. Al final, todos lo afrontaremos a solas —musitó Marit.

—¡Que diga esto quien ayudó a dar muerte a tu padre! —Siseó la serpiente—. ¡Ella, que escuchaba sus gritos y se reía!

Ramu se volvió hacia Marit. Su rostro tenía una palidez mortal.

—¿Es cierto eso?

—¡No me reía! —declaró ella con un temblor en los labios. Marit evocó los gritos de Samah y unas lágrimas amargas le escocieron los párpados—. ¡No me reía!

Ramu cerró los puños.

—Mátala... —susurró la serpiente dragón—. Mátala aquí mismo... Tómate justa venganza.

Ramu buscó entre sus ropas y extrajo la daga sartán, la Hoja Maldita. La contempló y miró de nuevo a Marit.

La patryn avanzó un paso con aire impaciente, dispuesta a luchar.

Balthazar se interpuso entre ellos.

—¿Estás loco, Ramu? ¡Mira lo que te ha empujado a hacer esa serpiente repulsiva! ¡No te rías de ella! Yo la conozco. ¡La reconozco! Ya la he visto antes.

Ramu parecía dispuesto a apartar a Balthazar por la fuerza.

—¡Apártate de mi camino o, por la memoria de mi padre, que te mataré a ti también!

La serpiente presenció la escena y, mientras lo hacía, engordó, se puso más rolliza.

Los dos guardianes sartán continuaron mirando con espanto, sin saber muy bien qué hacer.

En la mano de Ramu, la Hoja Maldita se agitaba y empezaba a cobrar vida.

Marit trazó un círculo de runas rojas y azules. Los signos mágicos se encendieron con un brillante fogonazo.

Al ver a su prisionera dispuesta a atacar, Ramu se lanzó hacia ella. Balthazar lo detuvo. El nigromante no tenía la fuerza necesaria para retenerlo mucho rato, pero Marit sólo necesitaba unos instantes.

La patryn penetró en el círculo de runas al tiempo que pronunciaba el nombre de Vasu, de inmediato, desapareció.

Ramu, colérico, arrojó al suelo al nigromante y envainó la daga. Con fría cólera, se volvió hacia Balthazar.

—¡Tú la has ayudado a escapar! ¡Traición! ¡Cuando hayamos terminado aquí, te llevaré ante el Consejo para que respondas de este acto!

—¡No seas estúpido, Ramu! —replicó Balthazar mientras se ponía en pie, despacio y casi sin fuerzas—. Marit tiene razón. ¡Fíjate bien en esa serpiente repulsiva! ¿No te das cuenta? ¿No la has visto antes? Echa un buen vistazo... dentro de ti.

Ramu dirigió una mirada torva al nigromante y se volvió de nuevo hacia la serpiente. La enorme criatura estaba hinchada, saciada. Con un guiño en sus rojos ojos, dedicó una sonrisa al sartán.

—Me aliaré con vosotras. Atacad a los patryn —ordenó Ramu—. Matadlos a todos. Acabad con ellos.

La serpiente hizo una profunda reverencia.

—¡Sí, amo!

CAPÍTULO 28

LA SÉPTIMA PUERTA

—¿Ves lo que sucede? —dijo Haplo.

—Es inútil —murmuró Alfred al tiempo que movía la
cabeza
. —. No aprenderemos nunca. Nuestra gente se destruirá entre sí...

Hundió los hombros con gesto abatido, y Haplo posó una mano en su brazo.

—Tal vez las cosas no lleguen a ese extremo, amigo mío. Si tu gente y la mía pueden encontrar el modo de reunirse en paz, verán la maldad de las serpientes dragón. Esas criaturas no pueden
azuzar
un bando contra el otro si los dos bandos están unidos. Contamos con gente como Marit, Balthazar, el dirigente Vasu... Ellos son nuestra esperanza. ¡Pero es preciso cerrar la Puerta!

—Sí. —Alfred levantó el rostro con un asomo de color en sus cenicientas mejillas y fijó la mirada en la losa de mármol marcada con la runa de la Puerta de la Muerte—. Sí, tienes razón. La Puerta debe ser cerrada y sellada. Por lo menos, podemos cerrar el paso al mal y evitar que se extienda.

—¿Puedes hacerlo?

Alfred se sonrojó.

—Sí, creo que sí. El hechizo no es muy difícil. Toma en cuenta la posibilidad de...

—No es preciso que me lo expliques —lo interrumpió Haplo—. No hay tiempo.

—¡Oh! ¡Sí, claro! —Alfred pestañeó. Se acercó a la puerta y la contempló con tristeza y nostalgia—. Ojalá las cosas no hubieran llegado a este punto. ¿Sabes?, no estoy seguro de qué sucederá cuando la Puerta se cierre. —Movió la mano—. No sé qué será de esta cámara, me refiero. Cabe la posibilidad de que..., de que quede destruida.

—Y nosotros con ella —añadió Haplo sin alterarse.

Alfred asintió.

—Entonces, supongo que es un riesgo que tendremos que correr —dijo el patryn.

Alfred miró de nuevo hacia la puerta que conducía al Laberinto. Las serpientes reptaban entre las ruinas del Nexo, arrastrando sus enormes cuerpos sobre las piedras ennegrecidas y las vigas rotas y requemadas. Sus ojos rojos brillaban como brasas encendidas y Alfred alcanzó a oír sus risas.

—Sí —murmuró Alfred, respirando profundamente después de contener el aliento—. Y ahora...

—¡Espera un momento! —Intervino Hugh
la Mano
, plantado junto a la puerta por la que habían penetrado en la cámara—. Tengo una pregunta... Este asunto también me afecta—añadió con sequedad.

—Por supuesto, maese Hugh —se apresuró a disculparse Alfred, ruborizado—. Perdóname, te lo ruego. Lo siento mucho... No había caído en que...

Hugh hizo un gesto de impaciencia y cortó en seco los balbuceos del sartán.

—Cuando hayas cerrado la Puerta, ¿qué será de los cuatro mundos mensch?

—He estado cavilando sobre ello —respondió Alfred con aire pensativo—. A juzgar por mis anteriores estudios, considero muy probable que los conductos que conectan cada mundo con los otros continúen funcionando aunque la Puerta se cierre. Así, la Tumpa-chumpa de Ariano seguirá enviando energía a las ciudadelas de Pryan, que irradiarán nueva energía a los conductos que llevan a Abarrach, el cual, a su vez, enviará...

—Así pues, ¿todos los mundos continuarán funcionando?

—No estoy seguro, por supuesto, pero es altamente probable que...

—Pero nadie podría viajar de uno a otro, ¿verdad?

—No. De eso sí estoy seguro —declaró Alfred solemnemente—. Una vez cerrada la Puerta de la Muerte, el único modo de viajar de un mundo a otro será a través del espacio. Pero ése ya es, dado el estado actual de desarrollo mágico de los mensch, el único modo de viajar entre los mundos de que disponen. Hasta donde sabemos, el pequeño Bane ha sido el único mensch que ha entrado en la Puerta de la Muerte, y sólo lo hizo por...

Un enérgico codazo impactó en las costillas de Alfred.

—Quiero hablar contigo un momento. —Con una seña, Haplo indicó a Alfred que se acercara a la mesa.

—Desde luego —respondió el sartán—. Deja que termine de explicarle a Hugh...

—¡Ahora! —insistió Haplo. Cuando Alfred obedeció la orden, el patryn se aproximó a él y le cuchicheó:

—¿No te parece una pregunta extraña?

—No, ¿por qué? —respondió Alfred, como si saliera en defensa de un alumno brillante—. De hecho, me ha parecido excelente. Si recuerdas, tú y yo tuvimos una conversación al respecto en Ariano.

—Exacto —masculló Haplo por lo bajo, mientras estudiaba a Hugh con los ojos entrecerrados—. Tú y yo. Pero ¿qué le importa a un asesino de Ariano si los mensch de Pryan pueden visitar o no a sus primos de Chelestra? ¿Qué interés puede tener para él?

—No comprendo... —Alfred estaba desconcertado.

Haplo permaneció en silencio, observando a Hugh.
La Mano
había abierto de par en par una de las puertas entreabiertas y estaba asomado a ella. Haplo distinguió a lo lejos el continente flotante de Drevlin. En otro tiempo envuelto en nubes de tormenta, Drevlin estaba ahora bañado por el sol. La luz arrancaba destellos brillantes de las piezas de oro, plata y latón de la fabulosa Tumpa-chumpa.

—Yo tampoco estoy seguro de entenderlo —murmuró por fin el patryn—, pero creo que será mejor que cortes las disertaciones y te afanes con la magia.

—Muy bien —respondió Alfred, preocupado—. Pero tendré que volver atrás en el tiempo.

—¿Atrás? ¿Dónde?

—Al momento de la Separación. —Alfred bajó la vista a la mesa blanca con un escalofrío—. No querría, pero es el único modo. Debo saber cómo lanzó Samah ese hechizo.

—Hazlo, pues. Pero no olvides regresar. Y ten cuidado de no terminar separado tú mismo, en un despiste.

—No, no. —Alfred se sonrojó y ensayó una vaga sonrisa—. Tendré cuidado...

Lentamente, de mala gana y con dedos temblorosos, colocó las manos sobre la mesa blanca...

... El caos giraba vertiginosamente alrededor de él. Se encontraba, aterrorizado, en el ojo de una tormenta de magia. Vientos aullantes lo empujaban, lo lanzaban contra el muro con tal fuerza que le rompía los huesos. Olas furiosas lo barrían. Se estaba ahogando, se asfixiaba. Los relámpagos estallaban con un chisporroteo cegador. Los truenos le taladraban la cabeza. Las llamas rugían y consumían su carne. Estaba sollozando de miedo y de dolor. Estaba agonizando.

—Una sola gota, aunque caiga en un océano, provoca una onda en el agua. ¡Os necesito a todos! No desfallezcáis. ¡La magia! —Era la voz de Samah, que gritaba para hacerse oír por encima del tumulto ensordecedor—. ¡Utilizad la magia o ninguno de nosotros sobrevivirá!

La magia flotó hacia Alfred como los restos de un naufragio en un mar tormentoso. Vio manos que se alzaban hacia ella, vio algunas que la llegaban a alcanzar y vio otras que no lo conseguían y desaparecían. El hizo un intento desesperado.

Sus dedos se cerraron en torno a algo sólido. El ruido y el terror remitieron por un instante y vio el mundo: completo, hermoso y brillante, una gota verdeazulada en la negrura del espacio. Tenía que romper el mundo o el poder de la magia caótica lo rompería a él.

—¡Lo siento! —Exclamó entre sollozos, y repitió las palabras una y otra vez—: ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento...!

Una sola gota...

El mundo estalló.

Alfred buscó desesperadamente la posibilidad de que pudiera ser reformado y notó que cientos de otras mentes sartán se alzaban con el mismo deseo. Pero, incluso mientras hacía el acto de creación, continuó llorando. Y sus lágrimas fluyeron a un mar de suaves olas...

Levantó la cabeza. Frente a él, sentado al otro lado de la mesa, estaba Jonathon. El lázaro guardó silencio, con sus ojos a veces vivos, a veces muertos. Pero Alfred supo que aquellos ojos habían visto...

—¡Tantos muertos! —exclamó con un escalofrío. No podía respirar; unos sollozos espasmódicos lo sofocaban—. ¡Tantos!

—¡Alfred! —Haplo dio una sacudida al sartán—. ¡Déjalo! ¡Vuelve aquí!

—Sí —dijo Alfred y llenó los pulmones con un pronunciado temblor—. Sí, me encuentro bien. Y... y ya sé cómo. Conozco el modo de cerrar la Puerta de la Muerte.

Se volvió hacia Haplo.

—Será para bien —le aseguró—. Ya no me quedan dudas al respecto. Separar el mundo fue un gran error. Pero intentar reparar un error con otro, intentar fundirlos de nuevo en uno solo, resultaría aún más devastador. Y Xar podría fracasar en su empeño. Existe la posibilidad de que su magia fracasara por completo. Los mundos se disgregarían totalmente y no volverían a formarse jamás. Xar podría quedarse sin otra cosa que motas de polvo, gotas de agua, volutas de humo y sangre...

Haplo exhibió su tranquila sonrisa.

—Y también sé otra cosa. —Alfred se incorporó, alto y digno, elegante y garboso—. Puedo lanzar el hechizo yo solo. No necesito tu ayuda, amigo mío. Puedes volver —indicó la puerta que conducía al Laberinto—. Te necesitan ahí. Tu pueblo. Y el mío.

Haplo miró hacia donde señalaba el sartán. Contempló de nuevo una tierra que una vez había despreciado y que ahora contenía todo lo que él amaba. Pero rechazó la oferta con un gesto de cabeza.

Alfred, que esperaba su reacción, insistió en su argumentación:

—Eres necesario allí, no aquí. Haré lo que debo hacer. Es mejor así. No tengo miedo... bueno, no mucho —se corrigió—. La cuestión es que aquí no tienes nada que hacer. No te necesito. Ellos, sí.

Haplo guardó silencio e insistió en su negativa.

—¡Marit te quiere! —Alfred hurgó en el punto débil de la armadura de Haplo—. Y tú la quieres a ella. Vuelve con ella. Amigo mío —añadió, muy serio—, para mí, saber que los dos estáis juntos... en fin... haría mucho más fácil lo que tengo que hacer...

Haplo continuó moviendo la cabeza. Alfred se mostró dolorido.

—No confías en mí. No te culpo. Sé que en el pasado te he defraudado, pero ahora soy fuerte, te lo aseguro. Soy...

—Sé que lo eres —dijo Haplo—. Confío en ti. Y quiero que tú confíes en mí.

Alfred lo miró y pestañeó.

—Escúchame. Para efectuar el hechizo tendrás que dejar esta cámara y entrar en la Puerta de la Muerte, ¿verdad?

—Sí, pero...

—Entonces, me quedo aquí. —Haplo fue firme y rotundo.

—¿Por qué? Yo no...

—Para montar guardia.

Las esperanzas de Alfred, luminosas hasta aquel momento, habían quedado deslustradas de repente; una nube oscura cruzaba ante el sol que las había bañado.

—El Señor del Nexo. Lo había olvidado. Pero, sin duda, si se proponía detenernos, ya lo habría intentado, a estas alturas...

—Tú, dedícate al hechizo —lo interrumpió Haplo con voz enérgica.

Alfred lo observó con inquietud y con tristeza.

—Tú sabes algo. Algo que me ocultas. Algo anda mal. Estás en peligro. Quizá no debería marcharme...

—Tú y yo no importamos. Piensa en ellos —apuntó Haplo con calma.

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