La Séptima Puerta (30 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: La Séptima Puerta
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Alfred bajó la vista al perro.

—Tengo que saber qué será de ti.

«Eso no importa».

—Pero...

«Maldita sea, no sé qué sucederá!», insistió Haplo, perdiendo la paciencia. «Pero sé muy bien qué ocurrirá si fracasamos. Y tú también lo sabes».

Alfred no dijo nada más e inició una danza.

Sus movimientos eran gráciles, pausados y solemnes. Acompañándose de una cantinela, sus manos dibujaban los signos mágicos de la melodía y sus pies marcaban los trazos complejos de las runas sobre el suelo de piedra. La danza y la música penetraron en él, en su sangre, como burbujas embriagadoras. Su cuerpo, que con harta frecuencia resultaba tan torpe y desmañado como si perteneciera a otro y él sólo lo tuviera en préstamo, se despojó de aquella apariencia; mudó de aspecto como una serpiente muda de piel. Sus músculos, sus huesos, su sangre... eran pura magia. Alfred era luz, aire y agua. Estaba feliz, contento y libre de miedo.

La luz roja de las runas de defensa se encendieron un momento, muy brillantes, y a continuación se difuminaron hasta apagarse por completo.

La oscuridad flotó en el pasadizo. La oscuridad envolvió a Alfred. Las burbujas estallaron y quedaron vacías, gastadas. La magia rezumó de él. Su viejo cuerpo pesado flotó ante él como un grueso gabán colgado de una percha. Tuvo que esforzarse para volver a entrar en él, para notar su peso sobre los hombros, para intentar moverse de nuevo junto con su carne tangible, demasiado engorrosa y en la cual no cabía.

Los pies del sartán se detuvieron. De su boca escapó un suspiro y, a continuación, dijo con voz serena:

—Ya podemos pasar. Las runas se activarán de nuevo cuando hayamos cruzado el arco. Quizá basten para detener a Xar.

Haplo emitió un gruñido, pero ni siquiera se molestó en contestar.

De nuevo, Alfred abrió la marcha. Hugh
la Mano
lo siguió con una cauta mirada de reojo a las runas, como si esperase que en cualquier momento estallaran en llamas.

El perro avanzó al trote, con aire aburrido, tras los talones de Hugh. Jonathon fue el último en entrar; el lázaro, cuyos pies se arrastraban por el suelo, dejó un surco en el polvo al avanzar. Alfred bajó la vista y se sintió intrigado y algo inquieto al ver las marcas que sus propias pisadas habían dejado impresas en el polvo la vez anterior que había pasado a través del arco. Las reconoció por su distribución errática a lo largo y ancho del lugar.

También reconoció las huellas de Haplo, que avanzaban en línea recta, con propósito firme y decidido. Al abandonar aquella cámara, el andar del patryn era mucho menos seguro. Su paso se había alterado drásticamente y, desde aquel momento, el curso de su vida había cambiado para siempre.

Y Jonathon... La última vez que habían acudido allí, el sartán de Abarrach estaba vivo; en cambio, en esta ocasión, era su cadáver —ni vivo ni muerto— el que hollaba el polvo borrando el rastro que había dejado en vida. En cambio, no se apreciaban por ninguna parte las huellas del perro de aquella visita anterior. Y tampoco esta vez dejaba rastro de su paso. Alfred se fijó en ello y se asombró de no haberse dado cuenta hasta aquel momento.

O quizás había visto huellas, se dijo con una sonrisa melancólica, porque esperaba verlas.

Alargó la mano y dio unas palmaditas en la suave testuz del animal. El perro alzó hacia él sus ojos, brillantes y límpidos. Tenía la boca abierta en una mueca que habría podido pasar por una sonrisa.

«Soy real», parecía decir. «De hecho, tal vez sea lo único real». Alfred se volvió. Sus pies habían dejado de trastabillar. Erguido y con paso firme, avanzó hacia la Séptima Puerta, conocida por los habitantes de Abarrach con el nombre de la Cámara de los Condenados.

Como la última vez, el túnel los condujo directamente a una pared lisa, de sólida roca negra, en la que había grabados dos juegos de runas. El primero lo componían meros signos de protección, una cerradura mágica trazada, indudablemente, por el propio Samah. El otro juego de runas era obra de los primeros sartán instalados en Abarrach, los cuales, en sus intentos de establecer contacto con sus hermanos de otros mundos, habían topado accidentalmente con la Séptima Puerta. En su interior habían encontrado paz, autoconocimiento y sentido de la existencia, todo ello concedido por un poder superior, por un poder más allá de su comprensión y de su entendimiento. Ésta había sido la causa de que hubieran grabado allí aquellas marcas, las cuales declaraban la cámara como un lugar santo y sagrado.

En aquella cámara, los sartán habían muerto.

En aquella cámara, Kleitus había expirado.

Recordando aquella experiencia terrible, Alfred se estremeció. Con un pronunciado temblor, dejó caer al costado la mano con la que estaba siguiendo los trazos de las runas en la roca. Con espantosa claridad, volvió a ver los esqueletos yaciendo en el suelo. Asesinato en masa. Suicidio en masa.

Quien traiga la violencia a este lugar, la encontrará vuelta contra él mismo.

Así aparecía escrito en las paredes. En su momento, Alfred se había preguntado cómo y por qué. Esta vez creía entenderlo. Por miedo. Todo se reducía siempre al miedo. Nadie podía saber con seguridad qué temía Samah, ni por qué,
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pero lo cierto era que, incluso en aquella cámara, a la que el Consejo de los Siete había dotado de su magia más poderosa, el gran consejero sartán había tenido miedo. El lugar había sido concebido para destruir a los enemigos del Consejo, pero había terminado por destruir a sus creadores.

Una mano helada rozó la de Alfred. El sartán dio un respingo, sobresaltado, y descubrió a Jonathon a su lado.

—No tengas miedo de lo que hay dentro.

«... lo que hay dentro..»., dijo el triste eco.

Jonathon continuó hablando:

—Ahora, por fin, los muertos descansan. No quedan rastros de su trágico final. Yo mismo me he encargado de ello.

«... encargado de ello..».

—¿Tú has entrado aquí otras veces? —preguntó Alfred, asombrado.

—Sí. Muchas veces. —Y dio la impresión de que el lázaro sonreía; el fantasma encendía con su fuego los sombríos y muertos ojos del cadáver ambulante—. Entro y salgo cuando quiero. Esta cámara ha sido mi hogar..., tanto como puede serlo un lugar. Aquí encuentro alivio para el tormento de mi existencia. Aquí me cargo de paciencia para soportarla, para esperar a que llegue el final

—¿E1 final? —A Alfred no terminó de gustarle el tono de Jonathon.

El lázaro no respondió; el fantasma abandonó el cuerpo del lázaro y revoloteó a su alrededor, agitado. Alfred tomó aire con un escalofrío; la confianza que había sentido hasta aquel momento se desvanecía rápidamente.

—¿Y si fracasamos?

Tras repetir las palabras de Haplo, Alfred colocó las manos en la roca y empezó a entonar las runas. La pared desapareció bajo sus dedos. Con un resplandor azulado, los signos mágicos enmarcaron un pórtico que daba paso, no a la oscuridad, como había sucedido la última vez que habían entrado en la cámara, sino a la luz.

La Séptima Puerta era una estancia con siete paredes de mármol, cubierta por un techo en cúpula. Un globo suspendido de éste difundía una suave luz blanca. Como había prometido Jonathon, los muertos cuyos cuerpos yacían en el suelo habían sido retirados. Pero en las paredes seguían grabadas las palabras de advertencia:
Quien traiga la violencia a este lugar, la encontrará vuelta contra él mismo
.

Alfred cruzó el umbral y percibió el mismo calor envolvente y amoroso que había experimentado la primera vez que había entrado en la cámara. La sensación de bienestar y de sosiego se extendió como un bálsamo sobre su alma torturada. Se acercó a la mesa ovalada, tallada en una madera de un color blanco puro —una madera procedente del antiguo mundo separado—, y la contempló con veneración y con tristeza.

Jonathon avanzó hasta rozar el borde de la mesa. De haber prestado atención, Alfred habría advertido el cambio que se producía en el lázaro al penetrar en la estancia. El fantasma permanecía fuera del cuerpo y había dejado de debatirse, de pugnar por escapar. Su presencia vaga e informe se concretó en una tenue imagen del duque que era cuando Alfred lo había conocido: joven, vibrante, alegre... El cadáver ambulante era, al parecer, la sombra del alma.

Sin embargo, Alfred no se percató de ello. Tenía la mirada fija en las runas talladas en la mesa, las contemplaba como si estuviera hipnotizado, como si fuera incapaz de apartar la vista. Se acercó a ellas más y más...

Hugh
la Mano
se detuvo ante el pórtico y estudió la estancia con asombro y temor; una vez llegado el momento de la verdad, quizá se sentía reacio a cruzar el umbral.

El perro azuzó a Hugh, lo instó a avanzar, meneando el rabo en un gesto tranquilizador. El mensch relajó su expresión ceñuda y sonrió.

—En fin, si tú lo dices... —murmuró al animal.

Penetró en la estancia. Tras echar un vistazo que lo abarcó todo, avanzó hasta la mesa blanca y apoyó las manos en ella. Después, con gesto ocioso, empezó a seguir los trazos de las runas con los dedos.

El perro entró al paso en la cámara... y desapareció.

La puerta de la Séptima Puerta se cerró.

Pero Alfred no se dio cuenta de lo que hacía el mensch. Tampoco reparó en la desaparición del perro, ni oyó cerrarse la puerta. Se hallaba de pie ante la mesa. Alargó la mano hasta posar los dedos sobre la madera blanca suavemente, con veneración...

—Hoy nos hemos reunido aquí, hermanos —dijo Samah desde su asiento, en la cabecera de la mesa—, para proceder a la Separación del mundo.

CAPÍTULO 25

LA SÉPTIMA PUERTA

La cámara conocida como la Séptima Puerta estaba repleta de sartán. El Consejo de los Siete ocupaba los asientos en torno a la mesa; los demás permanecían en pie. Alfred se vio empujado contra una pared cerca del fondo, junto a una de las siete puertas. Éstas y una serie de cuadrados del suelo delante de cada una permanecieron desocupadas.

Los rostros que tenía tan cerca estaban tensos, pálidos y demacrados. Era como verse en un espejo, se dijo Alfred. Él debía de tener el mismo aspecto, pues se sentía exactamente como ellos. Sólo Samah —al cual entreveía esporádicamente cuando se producía algún movimiento entre la masa de gente que lo rodeaba— daba muestras de dominio de sí mismo y de la situación. Severo e implacable, el gran consejero era la fuerza que los mantenía unidos.

Si su voluntad vacilaba, se dijo Alfred, todo lo demás se desmoronaría como queso enmohecido.

Cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra en un intento de aliviar la incomodidad de permanecer de pie un rato tan interminable. Normalmente, no sentía claustrofobia, pero la tensión, el miedo y lo concurrido del lugar empezaban a producirle la impresión de que las paredes estaban a punto de cerrarse sobre él. Le costaba respirar. De pronto, parecía que se había producido el vacío en la cámara.

Apoyó la espalda contra la pared y presionó ésta con la esperanza de que cediera bajo el contacto. Tuvo visiones maravillosas y terribles en las que los bloques de mármol se hundían, el aire fresco inundaba el recinto y una vasta extensión de cielo azul se abría sobre él. Se vio a sí mismo escapando de aquel lugar, huyendo de Samah y de los guardias del Consejo, fugándose
al
mundo (y no
de él)
.

—Hermanos —Samah se puso en pie. El Consejo en pleno se hallaba en pie en aquel instante—, ha llegado el momento. Preparaos para activar la magia.

En aquel instante, Alfred alcanzó a distinguir a Orla. Vio sus facciones, pálidas pero serenas. Sabía de sus reticencias, conocía la vehemencia con la que Orla se había opuesto a la decisión del gran consejero. Ella podía hacerlo. Era la esposa de Samah y él nunca la enviaría a la prisión junto con sus enemigos, como había hecho con otros sartán.

Los presentes en la estancia permanecieron con la cabeza inclinada, las manos juntas y los ojos cerrados. Habían empezado a sumirse en el estado meditativo y relajado que se requería para invocar un poder mágico tan enorme como el que Samah y el Consejo exigían.

Alfred se dispuso a hacer lo mismo pero sus pensamientos se negaban a concentrarse, se dispersaban desesperadamente, corrían de acá para allá sin escapatoria posible, como ratones atrapados en una caja junto a un gato.

—Pareces incapaz de concentrarte, hermano —murmuró una voz grave y calmosa, muy cerca de su oído.

Sobresaltado, Alfred buscó el origen de la voz y descubrió a un hombre apoyado, como él, en la pared. Era joven pero, aparte de eso, era difícil dar más detalles de él. Sus facciones quedaban ocultas bajo la capucha y llevaba las manos envueltas en vendas.

¡Vendas! Alfred estudió las tiras de lienzo blanco que cubrían las manos, muñecas y antebrazos del individuo. Una vaga sensación de amenaza embargó a Alfred.

El joven se volvió hacia él y le sonrió con una mueca serena.

—Los sartán llegarán a lamentar este día, hermano. —Su voz cambió, se cargó de acritud—. Aunque sus lamentaciones no aliviarán los padecimientos de las víctimas inocentes. Pero al menos, antes del final, los sartán llegarán a comprender la enormidad de lo que han hecho. Si esto te sirve de algún consuelo...

—Nosotros comprenderemos —dijo Alfred, titubeante—, pero ¿servirá de algo? ¿Será mejor el futuro si lo hacemos?

—Eso queda por ver, hermano —dijo la voz de Haplo.

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