La tiranía de la comunicación (10 page)

BOOK: La tiranía de la comunicación
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Tercera característica: una guerra comercial de nuevo tipo enfrenta entre sí a los tres polos más ricos de la Tierra: América del Norte (Estados Unidos, Canadá y México), la Unión Europea (UE) y la zona Japón-Asia-Pacífico (a pesar de las crisis financieras que han venido sacudiendo a la región desde el verano de 1997).

Finalmente, hay que destacar que el conjunto de estas características apareció al término de una década, la de los ochenta, cuyas particularidades dominantes habrían sido la globalización de la economía y la irrupción de las nuevas tecnologías informáticas, que ha conmocionado, a través de la inervación de todas las redes, a los ámbitos del poder, la economía, la producción y la cultura. Dicha mutación produce en sí misma un cambio de era y hace envejecer comparativamente a todos los demás modelos, relegando aún más a los países pobres del Sur a la periferia más distante del mundo rico y desarrollado.

El conjunto de estas rupturas políticas, científicas, económicas y culturales no ha sido «pensado» aún, (en el sentido más estricto del término). Ningún filósofo o politólogo ha entrado hasta ahora en una descripción precisa, en una definición de sus perfiles y sus consecuencias en todos los campos. En primer lugar, porque el cambio está teniendo lugar en el mismo momento en que estamos dando cuenta de él.

Galopamos a lomos de este gran cambio, pero ignoramos hacia dónde nos conduce y cuándo se detendrá. ¿Cuál será el paisaje político, económico, social, cultural y ecológico del planeta cuando finalice este formidable seísmo de fin de siglo? Nadie puede describirlo en este momento. En tales circunstancias, una de las cuestiones que puede plantearse es relativa a la función de los grandes medios de comunicación de masas en este contexto.

La mejor manera de responder a esta pregunta es analizar la forma en que los medios han reflejado y repercutido esa extraordinaria conmoción que significó la guerra del Golfo.

Como se constata ante cada tempestad mediática, la sobreinformación entraña una desinformación. La avalancha de noticias - con frecuencia hueras - retransmitidas «en tiempo real» histerizan al espectador y le dan la ilusión de que se informa. Pero la distancia muestra que «el modelo CNN» es una engañifa y confirma que el hecho de hallarse sobre el terreno no basta para saber de un acontecimiento.

Desde el inicio de la guerra del Golfo, los telespectadores sintieron una gran insatisfacción ante las imágenes del conflicto ofrecidas por las cadenas de televisión. Faltaba algo fundamental: la propia guerra, convertida, paradójicamente, en invisible. Reemplazada por toda una serie de sustitutivos decepcionantes, de mediocres sucedáneos: documentos de archivo, maquetas, mapas, narraciones de expertos militares, debates, testimonios telefónicos... en resumen, todo... salvo imágenes de la propia guerra, punto ciego de un gigantesco dispositivo puesto en marcha precisamente para filmarla en primer plano...

¿Qué había sucedido entonces? ¿Por qué esta espera insatisfecha del público? ¿Mentía la televisión, una vez más?

De hecho, la frustración de los telespectadores arrancaba de un gran malentendido que tiene como origen dos prácticas recientes de la televisión, tan espectaculares como contradictorias. En primer lugar, los hábitos creados durante la cobertura de algunos grandes acontecimientos de política internacional que tuvieron lugar en 1989, y, más exactamente, tres de entre ellos: Pekín en junio, Berlín en noviembre, Rumania en diciembre.

Cuando cada una de estas situaciones, completamente imprevistas, irrumpe en la actualidad, su enorme importancia no plantea ninguna duda a la hora de trastocar la programación de las cadenas de televisión en aras de la gran pasión de los telespectadores. Cada uno de estos acontecimientos encerraba una riqueza tal de emociones, de dramas y de tragedias, que constituía en sí mismo una especie de espectáculo completo. La esperanza, la violencia y la muerte, bajo la mirada cautiva del telespectador, se desarrollaba por su parte en un marco político de gran simplicidad, de un maniqueísmo elemental: la lucha del «Bien» contra el «Mal», de la causa justa contra la infamia.

La pugna por esta conmovedora información-espectáculo enmascaraba un hecho capital: con motivo de estos acontecimientos la televisión se impuso a los demás medios de información de masas y tomó la delantera en la jerarquía de los media, dictando su ritmo, a la radio y a la prensa escrita especialmente, obligándoles a seguirla, a dar la misma importancia a los mismos hechos, a suscitar emociones idénticas...

Gracias a la disminución en el volumen de los medios de registro de imágenes en vídeo (el sistema Fly Away, autónomo, pesa menos de 100 kilos), la televisión se convirtió desde el final de los años ochenta en un media realmente ligero y, mediante los satélites de alcance planetario rivalizaba en velocidad con la radio y el teléfono. Esta capacidad para focalizar la atención del mundo entero no había sido utilizada hasta el momento más que para la cobertura de los grandes acontecimientos deportivos (Juegos Olímpicos, Mundiales de fútbol). A partir de ese momento se podía emplear para retransmitir situaciones políticas. La información televisada estaba en condiciones de tratar los acontecimientos con el modelo del deporte: «en directo y en tiempo real». Podía comentarse una situación en el mismo momento en que se desarrollaba. Todo el éxito de la cadena Cable News Network (CNN) descansa en esta potencialidad, que se encuentra ya en vías de generalización.

Pero lo que en el ámbito deportivo no tiene grandes consecuencias - un partido de fútbol se desarrolla según reglas de juego conocidas, el balón es el hilo conductor del partido (seguirlo es «ver» el partido) y sus resultados no admiten al final discusión alguna - presenta temibles riesgos cuando se trata de cubrir de esta forma un hecho político. Porque describir «en directo y en tiempo real» un acontecimiento no permite en modo alguno al periodista adquirir la menor perspectiva, dotarse de tiempo para la reflexión, verificar, simplemente comprender lo que pasa ante sus ojos... tantea, interpreta, adorna... y, nolens volens, equivoca a los telespectadores.

Conformar la información bajo el modelo del deporte, sin conocer - por definición - las reglas del juego de lo real, es confundir información y actualidad, periodismo y testimonio. Y esto conduce a graves meteduras de pata, como pudo constatarse durante los acontecimientos de Pekín en junio de 1989 y, sobre todo, durante los de Rumania en diciembre de 1989.

Por otra parte, con la glasnost soviética, la caída del muro de Berlín y la del régimen de Nicolai Ceaucescu, las cámaras de televisión pudieron pasearse sin trabas detrás del antiguo «telón de acero», visitando los lugares más prohibidos, los más insólitos (prisiones, hospicios, sedes de los servicios policiales, gulags, hospitales, depósitos de cadáveres), mostrando las situaciones más conflictivas: tumultos, enfrentamientos, represión, desórdenes... Acreditando la idea de que el triunfo de la democracia iba a transformar a esos países, antes territorios en los que primaba el secreto y la censura, en edificios de cristal, de total transparencia. Se sugería de esta forma que la función cívica de la información televisada consistía precisamente en atravesar la apariencia de las cosas y desvelar la verdadera naturaleza de la sociedad.

Objetos simbólicos para una guerra televisada

Los telespectadores, atentos y fuertemente conmovidos por el conflicto del Golfo, no dejaron de percibir sin duda que, a lo largo de toda esta tragedia, tres objetos, con formas ampliamente identificadas, se impusieron sobre los demás.

En primer lugar, la máscara antigás. Como surgida del fondo de los miedos, este objeto confiere a su portador un rostro de himenóptero, de insecto inquietante con grandes ojos saltones y boca-filtro monstruosa. Recuerda sobre todo la obsesión ancestral de una muerte invisible e inodora, una bruma mortífera que amortajara con su sudario venenoso a los hombres y a las armas para fundirlos en un magma de idéntico y terrorífico rostro.

Desde ese punto de vista, la máscara antigás ha conmovido legítimamente a telespectadores conscientes de que otra de las grandes características de nuestro tiempo es la desmasificación, la crisis de las ideologías de masas y la búsqueda por parte de cada cual, individuos y comunidades, de trazos identificatorios y marcadamente distintivos.

En este sentido, la máscara antigás fue percibida como un objeto espantoso, que amenazaba con abolir al nuevo individuo para reenviarlo al espacio indiferenciado de las masas sin rostro, sin voluntad, obedientes a las órdenes de una jerarquía lejana y omnisciente. Que el uso de la máscara fuera declarado obligatorio a causa de las amenazas ejercidas por un régimen autocrático y de partido único confirmó la idea de que se trataba de un objeto llegado del pasado, de antes de la democracia, de antes de la liberación del hombre. Pero, al mismo tiempo, la máscara fascinaba porque se vio en ella el rostro de lo que amenaza a las democracias que implosionan por la hipertrofia de los media: el rostro anónimo y múltiple del «ciudadano-encuestado», ese ser abstracto que fascina hoy a los poderes y les dicta su conducta.

La máscara antigás, objeto emblemático de la guerra del Golfo, atormentará durante mucho tiempo el ánimo de los ciudadanos porque recuerda los espantos del pasado reciente, pero también porque anuncia los nuevos peligros que amenazan al individuo cercado, rodeado, asediado, agredido por los media.

Otro objeto fuertemente mediatizado: el bombardero norteamericano Fl 17 A Stealth, llamado el «furtivo». Surgido del espacio brumoso de misterio que le envolvía desde hacía años, este avión secreto había sido utilizado ya por primera vez en el transcurso de la invasión de Panamá en diciembre de 1989. Pero, en el sentido estricto de la expresión, no había sido visto. En el Golfo se le pudo percibir por vez primera y constatar que no se parecía a ningún otro objeto volante. Antes que nada por su forma original, inédita (se le creería sacado de un cómic de Batman...), que se convirtió en objeto cautivador para el telespectador, más por su forma que por sus prestaciones técnicas y sus proezas guerreras.

Dicha forma, como se sabe, es angulosa y triangular. Ninguna curva, ninguna redondez, al contrario que todos los demás objetos volantes o circulantes que, sometidos a múltiples tipos de pruebas aerodinámicas, a partir de investigaciones sobre formas que ofrezcan la menor resistencia al aire, han adoptado, gracias asimismo a las investigaciones etológicas, el perfil de los animales (peces y pájaros, especialmente) que han sabido moldear sus cuerpos para penetrar idealmente en un fluido.

El Stealth deroga por primera vez esa ley del diseño dinámico. No busca la velocidad, sino la invisibilidad. No de cualquier tipo, porque no es del ojo humano de lo que trata de ocultarse - aunque vuele sólo por la noche y esté pintado rigurosamente de negro - sino de los instrumentos electrónicos de detección, de los radares. De esta forma, su extraña línea, bicorne y angulosa, fue diseñada para dejar el menor rastro posible en los radares enemigos. Y por supuesto integran su fabricación numerosos materiales nuevos, en particular cerámicas y plásticos de muy alta resistencia, siempre con el mismo objetivo.

Pero lo que más impresiona es su forma. Porque se distancia de una ley general del diseño, que la escuela de La Bauhaus terminó por imponer a lo largo del siglo: un objeto debe tener, estrictamente, la forma de su función. El resto es fioritura, impureza. El bombardero Stealth no posee la forma de su función. Tiene la forma de su eco en el radar...

En este sentido, para los instrumentos de localización es tan fascinante como una pintura en trompe-loeil lo es para la mirada humana. Pero plantea a los creadores del diseño problemas tan apasionantes como las representaciones anamorfoseadas suscitan a los admiradores de ciertos pintores. Se sabe, por ejemplo, que en su cuadro Los embajadores (1553) Hans Holbein El Joven representó una forma alargada, pálida, extraña, que no se torna visible sino con la ayuda de un espejo situado sobre el lienzo: se descubre entonces que se trata del cráneo de un muerto...

Ciertos objetos - sobre todo armas - se fabrican hoy con materiales y formas que les permiten atravesar sin problemas los arcos detectores de metales en los aeropuertos y otros lugares especialmente controlados. La invisibilidad hacia las máquinas de vigilancia o de detección condiciona las formas y los materiales del objeto. Y no ya su función. A menos que consideremos que la función «positiva» - para lo que el objeto sirve - tiene una importancia menor que la función «negativa», es necesario que el objeto exista, que no sea destruido. En este caso, la forma es la condición de vida para el objeto; su función deviene secundaria. Mientras que las máquinas de vigilancia se multiplican por todas partes - videovigilancia, sistemas sofisticados de alarma domiciliaria, radares disimulados contra el exceso de velocidad, satélites-espía con zooms superpotentes... - ¿cabe imaginar la próxima aparición de objetos «furtivos», virtualmente capaces de escapar a estos controles y que harían de esta prestación su principal cualidad, sin preocuparse por tener una estética armoniosa para el ojo humano?

En fin, el tercer objeto que atrajo la atención de los telespectadores de la guerra del Golfo fue sin duda el misil antimisil Patriot. En este caso lo que sorprende en primer lugar es la forma «no heroica» del ingenio. Una batería de tubos, banalmente dispuestos a la manera de los antiguos «órganos de Stalin» de la segunda guerra mundial. Nada que recuerde la panoplia futurista de los films de George Lucas, al estilo de La guerra de las galaxias. Una forma minimalista, elemental y tosca de fabricación, como si en este caso (contrariamente al F117) la eficacia de la función hubiera prevalecido sobre cualquier otra consideración.

Objeto fascinante por su funcionamiento mismo y por su rapidez (aunque se sepa hoy que la gran mayoría de los Patriot erraron su objetivo, y que este ingenio está lejos de ser tan eficaz como se ha dicho) que le permiten el estar directamente ligado a un satélite-espía que detecta el lugar desde el que va a lanzarse un misil (el precalentamiento de éste antes de su lanzamiento a muy altas temperaturas traiciona su posición), y le informa de su salida, su velocidad y su trayectoria.

El Patriot, con la información recibida, establece su propia velocidad y trayectoria para interceptar en un punto exacto al misil y destruirlo. Objeto literalmente futurista, puesto que es el resultado de las investigaciones emprendidas en Estados Unidos en el marco del programa denominado «guerra de las galaxias» y que durante mucho tiempo se creyó que era obra de la imaginación delirante de un sabio chiflado.

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