Read La tiranía de la comunicación Online
Authors: Ignacio Ramonet
Esta crisis de inteligibilidad, de la que al menos debemos constatar que existe y que la vivimos (y por eso hay tal cantidad de problemas que se nos plantean) se basa, en todo caso, en el hecho de que un cierto número de paradigmas han cambiado. Como en las grandes revoluciones científicas.
Un paradigma es un modelo general de pensamiento. Tengo la impresión de que hay dos paradigmas importantes sobre los que reposaba el edificio que habitamos y que hace una decena de años que han cambiado (3).
El primero es el progreso, la idea de progreso, esta idea forjada a finales del siglo XVIII y que finalmente atraviesa un poco todas las actividades de una sociedad. El progreso consiste en hacer desaparecer las desigualdades, en hacer a las sociedades más justas; consiste en creer que la modernidad entraña, por definición, la solución de un cierto número de problemas. Pero la idea de progreso se ha visto vulnerada y puesta en crisis. El progreso es Chernóbil, son las «vacas locas». Un estado progresista es la Rusia estalinista del Gulag; el progreso, se nos ha dicho, es el Estado providencia que conduce a la parálisis social, etcétera.
El progreso es hoy un paradigma general que ha entrado en crisis. ¿Cuál es el paradigma que le reemplaza? La comunicación. El progreso permitía la felicidad a nuestras sociedades, es decir, un plus de civilización. Hoy, a esta pregunta (¿cómo estar mejor cuando se está bien?) la respuesta es: la comunicación. ¡Comunicad, estaréis mejor! Cualquiera que sea la actividad sobre la que se piense hoy, la respuesta masiva que se nos da es: hay que comunicar. Si en una familia las cosas no marchan es porque los padres no hablan con sus hijos. Si en una clase las cosas no funcionan es porque los profesores no discuten bastante con los alumnos. Si en una fábrica, o en una oficina, el asunto no va, es porque no se discute bastante.
La comunicación se propone hoy como una especie de lubricante que permite que todos los elementos que constituyen una comunidad funcionen sin fricciones. Cuanto más se comunica, más feliz se es. Cualquiera que sea la situación. ¿Está usted parado? ¡Comunique y le irá mucho mejor!
El segundo paradigma importante, sobre el que reposaba el edificio anterior, era la idea de que existía una especie de funcionamiento ideal de una comunidad: era la máquina, el reloj. En el siglo XVIII se consideraba que el reloj era la máquina perfecta porque hacía coincidir la medida del tiempo y del espacio. El espacio nos da el tiempo. La medida del espacio nos permite medir el tiempo. Y esa es una ecuación cuasi perfecta, casi divina.
Se consideró, a partir de aquello, que el modelo mecánico, el modelo de esta máquina, había que aplicarlo a todo. Es lo que se llama el funcionalismo. Y se construyeron las sociedades sobre el modelo de una máquina. Una máquina que es un conjunto de elementos que son todos solidarios entre ellos, sin que ninguno sobre.
Y hoy, este modelo ha quedado excluido. Está retirado. En nuestra sociedad se acepta de nuevo que haya marginados, personas que no forman parte de la comunidad, piezas que sobran en el reloj.
¿Y qué es lo que reemplaza a ese modelo de la máquina? ¿Cuál es el principio de funcionamiento que hace que exista una energía que se despliega, a pesar de todo? El mercado. Es el mercado quien hace hoy funcionar las cosas (4).
Pero el mercado no integra más que los elementos rentables. Quien no es solvente no está en el mercado. No ocurre como con la máquina: con la máquina todas las piezas funcionan. Y es evidente que el mercado no es la solución para todo. No es una invención de hoy. El mercado moderno - nos ha contado Fernand Braudel - se inventó en los albores del Renacimiento. ¿Y qué está pasando hoy? Pues que el mercado tal y como ha funcionado estaba limitado a sectores muy precisos, digamos al comercio. Mientras que hoy el mercado alcanza a todos los sectores.
Incluso esferas que durante mucho tiempo han estado fuera del mercado: la cultura, la religión, el deporte, el amor, la muerte, están hoy integradas en el mercado. El mercado tiene pleno derecho a regular, a regir todos esos elementos.
De esta forma, un edificio que reposaba en dos paradigmas que permitieron la edificación del Estado moderno (el progreso y el reloj) han desaparecido hoy y han sido reeemplazados por la comunicación y el mercado que, evidentemente, soportan un edificio totalmente diferente.
¿En qué se convierte lo político en la nueva situación en que nos encontramos? Es una cuestión de filosofía pero que incide también directamente en la situación incómoda que constatamos en un cierto número de políticos y en los ciudadanos.
La cuestión de la ética está hoy en el centro de las preocupaciones de los periodistas. Como consecuencia de la industrialización de la información se han visto sometidos a una parcelación de su actividad y está claro que dependen, en la mayoría de los casos (es evidente que hay excepciones), de un sistema, a la vez de jerarquía o de propiedad, que reclama una rentabilidad inmediata. Y están preocupados por lo que se les va a pedir, incluso aunque se trate de objetivos que realmente comparten.
Son problemas bien conocidos: la influencia de la publicidad o de los anunciantes. La influencia de los accionistas que poseen una parcela de la propiedad de un periódico, etc. Todo esto acaba por pesar mucho. Hasta el punto de que si bien hay numerosos casos de resistencia, o de periodistas que intentan a pesar de todo defender su concepción de la ética, también hay muchos casos de abandono.
Cada vez son más los periodistas que se van a ese refugio que constituye la comunicación en el sentido de «relaciones públicas». Una de las grandes enfermedades de la información hoy es esta confusión entre el universo de la comunicación y las relaciones públicas, y el de la información. ¿En qué se convierte, en este nuevo contexto comunicacional, la especificidad del periodista? Esta cuestión se plantea porque vivimos en una sociedad en la que todo el mundo comunica y donde todas las instituciones producen información. La comunicación, en ese sentido, es un mensaje lisonjero emitido por una institución que quiere que ese discurso le favorezca.
Y esa comunicación acaba por asfixiar al periodista. Todas las instituciones políticas, los partidos, los sindicatos, los ayuntamientos, hacen comunicación, tienen su propio periódico, su propio boletín. Las instituciones culturales, económicas, industriales, producen información. A menudo dan esta información a los periodistas y lo que quieren es que los periodistas se limiten a reproducirla. Evidentemente, la demanda no es así de explícita pero puede ser muy seductora.
Por ejemplo, cuando las marcas de automóviles hacen pruebas, las llevan a paraísos, como las Bahamas, porque así pueden invitar a los periodistas durante una semana en un magnífico hotel. Está claro que los periodistas van a hacer su trabajo, pero en un contexto que favorece la «comunicación» en el sentido que desean los organizadores. De esta forma, muchos profesionales se pliegan a ser simplemente el canal que permite que se exprese la comunicación publicitaria, que emite una industria o una institución política, económica, cultural o social. Es un modo de llegar a un compromiso entre su conciencia y su ética.
En cualquier caso, es cierto que las nuevas tecnologías favorecen enormemente la desaparición de la especificidad del periodista. A medida que las tecnologías de la comunicación se desarrollan, el número de grupos que comunican es mayor. Mayo del 68 no hubiera sido posible sin la fotocopiadora, por hacer un chiste. El fascismo no hubiera sido lo que fue sin los altavoces y los micrófonos, porque no se puede llegar sólo con la voz a mil personas a la vez. Son las tecnologías de la comunicación las que produjeron la explosión de las radios libres, o el fax. Hoy Internet hace que cada uno de nosotros pueda, si no convertirse en periodista, sí estar a la cabeza de un media.
¿Qué les queda como especificidad a los periodistas? Es una de las razones del sufrimiento de los media. Y, en particular, de la prensa escrita. Los media que se desarrollan son los ligados a tecnologías del sonido, de la imagen. E incluso cuando se sigue escribiendo, se hace sobre una pantalla.
Los periodistas no constituyen un cuerpo homogéneo. Hay discrepancias, debates. Es una profesión en la que hay que trabajar mucho hoy. Los periodistas son además ciudadanos y consumidores de media en mayor medida que los demás, y son muy conscientes de que estos problemas están planteados, y los discuten permanentemente.
Hay una toma de conciencia, pero ¿se puede hablar de una responsabilidad? ¿Se trata de responsabilidad exclusiva de los periodistas? Los ciudadanos también tienen su responsabilidad. Pues informarse es una actividad, no una recepción pasiva. Los ciudadanos no son simplemente receptores de media. Es evidente que el emisor tiene una gran responsabilidad, pero informarse supone también cambiar de fuentes, resistir a una versión si resulta demasiado simplista, etc. No es muy complicado ahora llegar a la conclusión de que una persona no puede informarse exclusivamente por medio de un telediario. El telediario no está hecho para informar, está hecho para distraer. Está estructurado como una ficción. Es una ficción hollywoodiense. Comienza de una cierta forma, termina en un happy end. No se puede poner el final al principio. Mientras que un periódico escrito puede comenzar a leerse por el final. Al final del telediario uno ya ha olvidado lo que pasaba al principio. Y siempre termina con risas, con piruetas.
La persona que se dice: me voy a informar seriamente viendo el telediario, se miente a sí misma. Porque no quiere reconocer que se deja llevar por su propia pereza.
El medio de comunicación no puede soportar por sí solo el esfuerzo que requiere informarse. Sobre todo hoy, cuando la información es superabundante. Pero hay dos opciones: o uno quiere informarse o quiere saber vagamente lo que pasa. Y si se quiere informar tiene todas las posibilidades de hacerlo recomponiendo las informaciones. No existen únicamente los periódicos, se cuenta con las revistas, los libros. Pero eso supone la voluntad de hacerlo. Es un trabajo.
Para que las cosas estén claras, ni hay que ser demasiado severo con respecto al telediario, que es un género bastante superficial, ni hay que pedirle lo que no puede hacer. En treinta minutos trata una veintena de informaciones.
Sin embargo, la televisión puede hacer muy buenos reportajes o emisiones especiales. El trabajo de la BBC sobre Bosnia constituye un maravilloso ejemplo de un tipo de periodismo que puede hacer este medio. Lo mismo puede decirse del documental en dos partes que emitió sobre la guerra de las Malvinas, que fue una guerra muy importante en la historia mediática, porque es la guerra que sirvió de modelo a la del Golfo, desde el punto de vista negativo.
La información no puede limitarse a un cierto número de campos importantes, la economía, la política, la cultura, la ecología. También hay que indagar en la propia información, en la comunicación. Es necesario que los media analicen el funcionamiento de los media. No pueden hacer como si creyeran que son el ojo que mira pero que no puede verse. Es verdad que el ojo ve y no se ve. Pero no puede aplicarse esta metáfora a los media porque no tienen esa posición de periscopio o de panóptico privilegiado. Todo el mundo les ve y todo el mundo sabe de una u otra forma que no son perfectos. Las gentes esperan que los media hagan su autocrítica, que se analicen a sí mismos. Del mismo modo que pueden ser exigentes respecto a otros sectores y profesiones, ¿por qué no van a serlo respecto a sí mismos?
Los medios de comunicación deben desarrollar, cada vez más, análisis sobre su propio funcionamiento, aunque sólo sea para que sepamos cómo funcionan, y para recordar que no están a salvo de la inspección, de la introspección y de la crítica. Pero este camino se recorre de una forma relativamente lenta porque resulta muy confortable juzgar a los otros sin ser juzgado.
El falso «scoop del siglo», difundido por la televisión italiana el 5 de febrero de 1998, marcará una época sin duda alguna en la historia de los media. Aquel día, Gianni Minoli, presentador del magazine «Mixer», un programa semanal de información de la RAI-2, anunció la difusión de un «documento de primer orden»: la confesión del juez Sansovino, que reconocía haber falseado, con la complicidad de otros miembros del tribunal electoral, los resultados del referéndum de 1946, que permitió a Italia abolir la monarquía y constituirse como una república.
Al final de la emisión, y cuando el país entero se hallaba conmocionado, Minoli desveló la superchería: el juez era un actor, los «documentos antiguos» en blanco y negro habían sido rodados en un estudio con figurantes. En resumen, todo era falso, salvo la profunda emoción experimentada por millones de telespectadores. «Quisimos mostrar», concluía Gianni Minoli, «cómo puede manipularse la información televisada. Hay que aprender a desconfiar de la televisión y de las imágenes que se nos ofrecen.»
Una lección moral como ésta era necesaria efectivamente después de la revelación, a fines de enero de 1990, de las imágenes atroces de las fosas de Timisoara en Rumania, que resultaron ser un montaje (5) en el que los cadáveres alineados bajo los sudarios no eran víctimas de las masacres del 17 de diciembre, sino cuerpos desenterrados del cementerio de los pobres y ofrecidos de forma complaciente a la necrofilia de la televisión.
Rumania era una dictadura y Nicolai Ceaucescu un autócrata. Partiendo de estos datos indiscutibles, una vez más la televisión se dejó llevar en su cobertura de los acontecimientos de diciembre de 1991 en Bucarest por sus peores tendencias morbosas. La carrera del sensacionalismo la condujo hasta la mentira y la impostura, metiendo en una especie de histeria colectiva al resto de los media, e incluso a una parte de la clase política. Las imágenes de las falsas fosas de Timisoara conmocionaron a la opinión pública, víctima de groseras manipulaciones. ¿Cómo es posible todo esto en una democracia, que se define también como una «sociedad de comunicación»?
El falso osario de Timisoara es sin duda el engaño más importante desde que se inventó la televisión. Sus imágenes tuvieron un impacto formidable sobre los telespectadores que seguían apasionadamente, desde hacia varios días, los acontecimientos de la «revolución rumana». La «guerra de las calles» proseguía entonces en Bucarest, y el país parecía correr el riesgo de volver a caer en las manos de los hombres de la Securitate, cuando «la fosa» apareció para confirmar el horror de la represión.