La tiranía de la comunicación (6 page)

BOOK: La tiranía de la comunicación
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Estos cuerpos deformados se asociaban en nuestra mente a los que ya habíamos visto tendidos, amontonados, en los depósitos de los hospitales, y corroboraban la cifra de «4.000» víctimas de las masacres de Timisoara. «4.063», precisaba por su parte un «enviado especial» del diario Liberation; y algunos artículos de la prensa escrita intensificaban el dramatismo: «Se ha hablado de camiones de basura transportando innumerables cadáveres hacia lugares secretos para enterrarlos o quemarlos allí», informaba un periodista de la revista Nouvel Observateur (28 de diciembre de 1989). «¿Cómo llegar a saber el número de muertos? Los conductores de los camiones, que transportan metros cúbicos de cuerpos, son eliminados con una bala en la nuca por la policía secreta para evitar testigos», relataba el enviado especial de la Agencia France Press (Liberation, 23 de diciembre de 1989).

Viendo en la pequeña pantalla los cadáveres de Timisoara no podía ponerse en duda la cifra de «60.000 muertos» (algunos hablaban incluso de 70.000) que habría provocado en algunos días la insurrección rumana (6). Las imágenes de las fosas comunes otorgaban crédito a las afirmaciones mas delirantes.

Difundidas a las 20 horas del sábado 23 de diciembre de 1989, contrastaban con el ambiente en la mayor parte de los hogares, en los que se preparaban las fiestas de Navidad. ¿Cómo no verse conmocionado por la imagen de ese «testigo», con la camisa de cuadros, que sirviéndose de una cuerda y sujetando por los tobillos, iza a una víctima que, cabe imaginar, ha muerto bajo horribles torturas? (7). Al mismo tiempo, una serie de testimonios escritos confirmaban estas impresiones, añadiendo detalles espantosos: «En Timisoara», destacaba por ejemplo el enviado especial de El País, «el ejército ha descubierto cámaras de tortura en las que, sistemáticamente, se desfiguraba con ácido los rostros de los disidentes para evitar que sus cadáveres fueran identificados» (8).

Ante esta hilera de cuerpos desnudos de torturados, ante ciertas expresiones que se podía leer sobre «metros cúbicos de cuerpos», «camiones de basura transportando cadáveres»... otras imágenes regresaban a la memoria de forma inevitable: las de los documentales sobre los horrores en los campos de exterminio nazi. Era algo insoportable, y lo mirábamos casi incluso como un deber, pensando en la frase de Robert Capa, el gran fotógrafo de guerra: «Los muertos habrían perecido en vano si los vivos se negasen a verlos.»

Los telespectadores dieron prueba de una profunda compasión por los muertos: «Muchos lloraban viendo las imágenes de la fosa de Timisoara», constataba un periodista (9). Otros vieron cómo nacía dentro de ellos un sentimiento irresistible de rebelión y solidaridad: «He visto todos esos horrores en la televisión», cuenta un testigo, «mientras preparaba la fiesta; me sentí prácticamente obligado a hacer algo» (10). «Electrizado por el canal Cinco y Erance-Info», confiesa un periodista, «rabiaba; ¿íbamos a dejar a todo un pueblo en manos de los carniceros de la Securitate?» (11).

Los ánimos se encendían; el editorialista Gérard Carreyrou, después de haber visto tales imágenes, lanzaba desde TF-1 un verdadero llamamiento a la formación de brigadas internacionales para «ir a morir a Bucarest». Jean Daniel, constatando «el divorcio entre la intensidad dramática de los hechos transmitidos por televisión y el tono de los gobernantes», se preguntaba «si nuestros gobernantes carecían de interés en convertir sus sentimientos en acciones» (12). Y Roland Dumas, entonces ministro de Asuntos Exteriores, parecía darle la razón cuando declaraba: «No se puede asistir a tal masacre como simple espectador.»

De esta forma, a partir de imágenes cuya autenticidad nadie se había molestado en verificar, se llegó a concebir una acción de guerra, se aludía al derecho de injerencia, y algunos reclamaban incluso una intervención militar soviética para aplastar a los partidarios de Ceaucescu...

Se había olvidado que, hoy en día, una información televisada es esencialmente un divertimento, un espectáculo que se nutre fundamentalmente de sangre, de violencia y de muerte. Por otra parte, la competencia desenfrenada que experimentan las distintas cadenas incita al periodista a buscar lo sensacional a cualquier precio, a querer ser el primero sobre el terreno, a enviar sobre la marcha imágenes duras, incluso aunque le sea materialmente imposible verificar si está siendo víctima de una manipulación, y sin haber tenido tiempo para analizar seriamente la situación (como fue el caso de los acontecimientos de Pekín en la primavera de 1989). Este ritmo frenético, insensato, que impone la televisión, arrastra también a la prensa escrita y le impulsa a buscar lo sensacional a riesgo de incurrir en sus mismos errores (13).

En contrapartida, los poderes políticos no ignoran esa perversión necrófila de la televisión, ni sus temibles efectos sobre los espectadores. En caso de conflicto armado, como es sabido, controlan estrictamente el recorrido de las cámaras y no dejan filmar libremente.

Un ejemplo reciente al que nos referiremos en los capítulos siguientes es la invasión norteamericana en Panamá, que coincidió en el tiempo con los acontecimientos de Bucarest. Mientras que el número de muertos fue muy superior (de 2.000 a 4.000 civiles según las diversas fuentes), nadie habló del «genocidio panameño», ni de «fosas». Porque el ejército norteamericano no permitía a los periodistas filmar las escenas de guerra. Y una guerra «invisible» no impresiona, no hace rebelarse a la opinión pública. «Nada de imágenes de combates», constata un crítico de televisión, decepcionado por los reportajes sobre Panamá, «si acaso algunos planos confusos de soldados apuntando sus armas hacia un puñado de resistentes en el hall de un edificio» (14).

Panamá era mucho menos «palpitante» que Rumania, convertida, como el conjunto de los países del Este tras la caída del muro de Berlín, en una especie de territorio salvaje en el que no existía ninguna reglamentación en materia de rodajes. Rumania era un país cerrado y secreto. Pocos expertos conocían su realidad. Y he aquí que, en el transcurso de los acontecimientos, centenares de periodistas (15) se encontraron en el corazón de una situación confusa y desde allí, en unas pocas horas, y sin la asistencia de los habituales agregados de prensa, tenían que explicar lo que pasaba a millones de telespectadores. El análisis muestra cómo con frecuencia hacían suyos los rumores insistentes que, inconscientemente, reproducían viejos mitos políticos y que, de forma perezosa, razonaban por mera analogía.

Un mito dominó el tema rumano: el de la conspiración. Y una analogía: la que asimila el comunismo al nazismo. Este mito y esta analogía estructuran casi todo el discurso de los media sobre la «revolución rumana». La conspiración es la de los «hombres de la Securitate» descritos como innumerables, invisibles, imperceptibles; surgiendo de la noche, de improviso, de subterráneos laberínticos y tenebrosos o de inaccesibles tejados. Hombres superpotentes, superarmados, principalmente extranjeros (sobre todo árabes, palestinos, sirios y libios) como nuevos jenízaros, huérfanos reclutados y educados para servir ciegamente a sus amos, capaces de la mayor crueldad: por ejemplo, de entrar en los hospitales y disparar sobre todos los enfermos, rematar a los moribundos, destripar a las mujeres embarazadas, envenenar el agua de las ciudades...

Todos los aspectos horribles que la televisión confirmaba eran, como ya se sabe hoy, falsos. Ni subterráneos, ni árabes, ni envenenamientos, ni niños secuestrados a sus madres... Todo eran rumores y puras invenciones. En contrapartida, cada uno de los términos de estas narraciones: «Desde un bunker misterioso», contaba por ejemplo un periodista, «Ceaucescu y su mujer dirigían la contrarrevolución, los batallones negros, caballeros de la muerte, que corrían, invisibles, por los subterráneos...» (16) corresponde exactamente al fantasma de la conspiración, un mito político clásico que sirvió en otros tiempos para acusar a los jesuitas, los judíos o los masones. «El subterráneo», explica el profesor Raoul Girardet, «juega un papel siempre esencial en el sistema de leyendas simbólicas de la conspiración (...). Nunca deja de percibirse la presencia de una cierta angustia, la de las trampillas bruscamente abiertas, laberintos sin salida, corredores que se extienden hasta el infinito (...). La víctima ve cómo cada uno de sus actos es vigilado y espiado por mil miradas clandestinas (...). Hombres de la sombra, del complot, que escapan por definición a las más elementales reglas de la normalidad social (...). Surgidos de otra parte, o de ninguna parte, los secuaces de la conspiración encarnan al extranjero en el estricto sentido de la expresión» (17).

Este mito de la conspiración se ve completado por el del «monstruo». En el país de Drácula era fácil hacer de Ceaucescu (que era, incuestionablemente, un dictador y un autócrata) un vampiro, un ogro, un satánico príncipe de las tinieblas. En el relato mítico propuesto por los media encarna el mal absoluto, «el que se apodera de los niños en la noche y que lleva en sí el veneno y la corrupción» (18). El único medio para combatirlo: el exorcismo, o su equivalente, el proceso (en brujería), puesto que entonces «expulsado del misterio, expuesto a la luz del día y a la mirada de todos, puede al fin ser denunciado, desafiado, enfrentado» (19). Esa fue la función mítica, catártica (y no política) del proceso al matrimonio Ceaucescu, que antaño hubieran sido llevados, sin duda, a la hoguera.

La otra gran imagen del discurso sobre Rumania es la analogía del comunismo y del nazismo.

Los acontecimientos de Bucarest se produjeron después de que los demás países del Este - con la excepción de Albania - hubieran conocido una «revolución democrática».

Ideología del telediario

Millones de ciudadanos ven cada noche un tele-diario. En casi todos los países del mundo. Y lo hacen generalmente - las encuestas lo confirman - con gran atención. Esta enorme audiencia (en comparación, supera a la de la prensa diaria, incluyendo todos los rotativos) suscita fundamentalmente dos tipos de codicias: comerciales y políticas.

Publicitarios y políticos ponen sus empeños y sus deseos en este espacio televisivo, polo de atracción de todas las miradas al comienzo de la noche, con el afán de situar, bajo la mirada convergente de los consumidores-electores, productos e ideas, objetos y programas.

Por otra parte, los presentadores de los informativos de televisión, esos «amigos que llegan hasta nuestro hogar», han adquirido, desde hace años, una influencia desmesurada y sus comentarios (o sus humores) pueden condicionar en un momento dado al conjunto de la opinión pública. Fascinados, subyugados por una deslumbrante puesta en escena de la marcha del mundo, los telespectadores, los ciudadanos ¿son capaces acaso de resistir a esa formidable empresa de masificación?

Historia de un género

El telediario nació como género en Estados Unidos. Fue en junio de 1941 cuando se produjeron las primeras emisiones regulares de televisión desde el mítico edifico del Empire State Bulding en Manhattan. El primer telediario se emitió en 1943 en Shenectady. Y a partir de 1947 aparecen programas diarios de información en la parrilla de la programación habitual de la televisión.

La creación de estas emisiones tuvo su origen en una exigencia de la Federal Commission of Communications (FCC) que sólo concedía licencias de explotación de emisoras de televisión comercial (por un período de tres años) a condición de que se comprometieran a producir regularmente programas informativos.

Muy pronto estas emisoras (agrupadas básicamente en tres cadenas o networks: American Broadcasting Company, ABC; Columbia Broadcasting System, CBS; y National Broadcasting Company, NBC) comprenden que las noticias televisadas, como cualquier otro tipo de emisión, pueden convertirse en una fuente importante de beneficios. Se dan cuenta de que la competencia con los demás medios de comunicación de masas, sobre todo la prensa escrita, en el reparto del maná publicitario exige desarrollar precisamente la especificidad de este espacio, la información, y conquistar para el seguimiento de los telediarios a millones de lectores de periódicos.

El sector de la información va a experimentar a partir de entonces un desarrollo espectacular. Al principio, el telediario se parecía a un diario hablado de la radio: la cámara encuadraba a un presentador que, levantando la cabeza de vez en cuando, se limitaba a leer las noticias de la jornada, redactadas por un periodista. Luego se incorporaron imágenes, primero mapas y diagramas, después fotografías y, por último, fragmentos filmados de reportajes de actualidad cuya función primordial era ilustrar el comentario escrito, sin ninguna continuidad entre ellos.

El recurso al material filmado, que debía ser sometido a un lento proceso de laboratorio, privaba a la televisión de la posibilidad de ilustrar inmediatamente los acontecimientos tratados a lo largo del telediario.

La invención del vídeo

Hubo que esperar hasta 1957 para que la casa Ampex, al lanzar al mercado el primer magnetoscopio (vídeo), permitiese al fin la grabación magnética de las imágenes y su difusión diferida. La televisión supo entonces sacarle provecho al mito principal que encarnaba: el de la emisión en directo. Multiplicó el número de acontecimientos (sobre todo deportivos y políticos) transmitidos en directo.

En Estados Unidos, una red de repetidores hertzianos hizo posible, desde 1951, la transmisión directa de imágenes desde una costa a otra del país, de Nueva York a San Francisco. En 1952, la política se incorporó a la era de la televisión. «Las convenciones, republicana y demócrata, de 1952 fueron un breve momento de gloria en la infancia de la televisión», cuenta Walter Cronkite, el primer presentador de un noticiario televisivo, «antes de que los políticos descubrieran su inmenso potencial y decidieran intentar controlarla. Por vez primera, millones de estadounidenses vieron la democracia en acción a la hora de elegir a sus candidatos presidenciales» (20). La maravilla de la instantaneidad fascinó a los primeros telespectadores y otorgó a los acontecimientos mostrados en el telediario la fuerza de una evidencia única en los medios de comunicación de masas. La transmisión en directo aumentaba también la credibilidad de las noticias y hacía de la televisión (gracias al telediario) el espejo de la realidad, el fiel reflejo del mundo.

El rey de los programas

De esta forma, a lo largo de los años sesenta y setenta, el telediario se transformó en el rey de los programas de televisión, en la locomotora que arrastraba tras ella a toda la programación y que, a primera hora de la noche, concentraba a la audiencia más importante. Su extraordinario éxito entre un público muy amplio (en las grandes democracias, hasta mediados de los años noventa, el 87 por 100 de los ciudadanos lo veía regularmente) reside en parte en la eficacia de técnicas periodísticas absolutamente específicas.

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