El dibujo era simple, pero preciso y estaba bastante bien ejecutado. Parecía representar una serie de elevaciones recortadas sobre una llanura, semejantes a las llamadas «mesas» del Cañón del Colorado; y, casi en el centro, un aspa marcada con trazos dobles. Sobre las elevaciones, en el cielo, estaban escritas las palabras. De cada mesa partía una línea vertical que ascendía hacia lo alto, pero que no terminaba en el mismo lugar. Unas eran más cortas que otras. Jack hizo un esfuerzo para transcribir las palabras a una libreta:
ÁTSE ATS’OOSÍ.
Debajo, escribió también las posibles variaciones de letras. Alguna O podría ser una U, quizá una S era en realidad una Z mal caligrafiada…
En cualquier caso, ninguno de aquellos grupos de letras significaba nada para él. Absolutamente nada. Nuevas preguntas inundaron su mente, y ninguna respuesta. ¿Qué diablos podían ser? ¿Estarían escritas en clave? Era muy probable. Pero ¿cuál?
D
e nuevo en el comedor de la clínica, Jack apuró con ansia una botella entera de agua. Había vuelto allí tras hablar por fin con el doctor Engels, poco después de ser testigo de la extraña conversación entre el médico, el enfermero jefe y aquellos hombres vestidos de negro de pies a cabeza, que Jack tomó en un primer momento por policías. Seguía deshidratado, aunque no hubiera dejado de beber agua desde entonces. No hay nada peor en el mundo que tener sed y no lograr saciarla. Si en verdad había un infierno, seguro que esa tortura estaba reservada a los pecadores más desalmados.
La macabra idea le trajo de nuevo a la mente la imagen de los cuerpos que agonizaban dentro del tornado. Acababa de contárselo al doctor, sin mencionar que le había escuchado hablar con los otros hombres. Sintió ciertas reticencias a hacerlo, pero se dijo que no estaban justificadas. Debía haber una explicación razonable para todo aquello. Su mente aún estaba muy frágil por el accidente. Eso, unido a la extrema tensión de encontrarse en peligro de muerte y ver morir a un hombre ante sus ojos, fue el detonante de aquella ilusión óptica. Así fue al menos como Engels lo justificó. No resultaban extraños episodios similares en casos como el suyo, le aseguró también el médico, con su voz siempre mesurada, siempre serena. En nada parecida a la que usó con aquellos policías que no eran policías.
¿También fue eso una ilusión generada por su mente? ¿Y el gruñido infrahumano que salió de la garganta de Kerber? Sí, fueron sólo ilusiones, quiso convencerse Jack. Aunque una incómoda voz en su interior no estuviera tan convencida. Quizá se trataba del antiguo Jack, hablándole desde el fondo de su memoria perdida. Puede que él hubiera advertido la expresión del doctor, al mencionar este nuevo Jack lo que había visto. Duró apenas una fracción de segundo, antes de que Engels recobrara su aire mesurado y sereno. Era una cólera profunda. Tan desmedida que no parecía humana, como el gruñido de Kerber. Más leña para la hoguera de la paranoia de Jack.
Abrió otra botella de agua y se la bebió con la misma avidez que las anteriores.
—Te vas a atragantar.
El sobresalto hizo a Jack derramarse encima parte del agua.
Y atragantarse. Al entrar le había parecido que el comedor se encontraba vacío, pero por lo visto no era así. Julia estaba sentada no muy lejos de él. ¿Cómo había podido no verla? Su perplejidad debía de ser muy elocuente, porque ella le dijo:
—No soy un fantasma.
—¿Cuánto llevas ahí?
Julia se encogió de hombros. Miraba a Jack con atención, como la primera vez que se encontraron. Lo escudriñaba. No dejó de hacerlo mientras se le acercaba. Se detuvo justo a su lado y él pudo ver de cerca sus ojos. Eran fascinantes: una insólita mezcla de azul, verde y castaño, que parecía cambiar continuamente al capricho de la luz.
—¿Qué piensas? —dijo ella.
Julia había bajado sus defensas por un instante después de que ambos se salvaran del tornado, pero allí estaban otra vez, casi intactas. No hablaban como dos personas que acabaran de salvar sus vidas de milagro.
—Yo no creo en fantasmas —dijo Jack, más que nada porque no se le ocurría qué otra cosa decir.
Julia se le acercó a un palmo de la cara. Y en un susurro le respondió:
—Eso es porque no llevas aquí mucho tiempo.
No, por favor,
pensó Jack,
ella también no.
¿Es que no había nadie cuerdo en toda la clínica? O tal vez era él, que atraía a los lunáticos. Se acordó de uno de los comentarios de Maxwell y soltó sin pensarlo:
—No me digas que tú también oyes susurros en los pasillos, por las noches.
Julia se quedó pensativa un instante. No estaba claro si porque intentaba recordar o porque le parecía una pregunta ridícula, o hasta ofensiva. Su gesto era impenetrable.
—No. No he oído nunca susurros en los pasillos.
—Me alegra oír eso.
Ella volvió a encogerse de hombros.
—Pero he visto cosas.
A Jack le dio un vuelco el corazón.
—¿Tú también has visto las caras?… En el tornado —añadió, aunque parecía evidente por su expresión que Julia no sabía de qué le hablaba—. Mejor olvídalo.
—Como quieras.
Jack se sintió repentinamente mejor. No tenía el menor sentido, pero le tranquilizó que Julia asumiera con tanta calma la locura que había compartido con ella y que estuviera dispuesta, sin el menor problema, a dejarla pasar.
Que así sea,
pensó Jack. Y se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de que también él era capaz de dejar pasar un hecho tan inverosímil y terrorífico como ver cuerpos humanos retorciéndose dentro de un tornado que ha estado a punto de matarte.
Pero había algo más… Ignoraba si su accidente o la amnesia tendrían algo que ver con ello. Notaba que las cosas le afectaban menos de lo que sería de esperar. Como si sus emociones estuvieran amortiguadas. Aunque no, no era eso… Lo que tenía era la sensación de que estaba viviendo una especie de aventura. Metido en la piel del protagonista, que en lo más hondo sabe que hay algo, una fuerza superior, que ha trazado su destino.
Estuvo tentado de compartir con Julia estas reflexiones. ¿Por qué no, aunque fueran —lo más seguro— fruto de los daños cerebrales provocados por su accidente? Pero ella no le dio oportunidad de hacerlo.
—Te he visto hablando con Maxwell —le dijo—. No deberías relacionarte con él. Es un mal bicho, ¿sabes?
—¿Por qué lo dices?
—Porque su pesadilla es una de las peores…
Al oír eso, Jack sintió un nuevo estremecimiento. Su reciente paz de espíritu se tambaleó.
—Maxwell dice que todos en la clínica tienen una pesadilla recurrente. ¿Es verdad?
Julia asintió a modo de respuesta. Con cautela. De nuevo había levantado sus defensas. El doctor Engels le advirtió que el de ella era un caso muy difícil, aunque no entró en detalles. Jack no quería espantarla. Era bueno tener a alguien con quien hablar que no fuera un médico, un enfermero o Anthony Maxwell.
—Tranquila, no voy a pedirte que me cuentes tu sueño… ¿Nos sentamos? —Señaló hacia uno de los bancos corridos—. Te invito a un trago de agua.
—Preferiría una cerveza.
—¿Y quién no? Tú sólo dime a quién tengo que sobornar para conseguirla.
En la clínica estaba prohibido el alcohol. Ella sonrió. Sólo una media sonrisa, aunque completamente sincera. Jack vio cómo le brillaban sus preciosos ojos. Tomaron asiento uno frente al otro. Julia empezó a juguetear con el tapón de la botella.
—¿Cuánto tiempo llevas en la clínica? —le preguntó Jack.
—Un mes, seis meses, un año… No me acuerdo. Todos los días son iguales aquí.
Jack se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Seguía haciendo un calor insoportable. El mundo entero parecía sumido en una abrasadora calma. Sin un soplo de aire. Sin ni siquiera un sonido más alto que otro.
—Pues esperemos que el resto de días no sean como éste…
Otra media sonrisa se asomó a los labios de Julia.
—Gracias por intentar salvarme.
—Ya me las has dado antes. Y, además, yo sólo llegué corriendo hasta tu lado. Menudo héroe estoy hecho, ¿eh?
—Sí, es verdad.
Ahora fue Jack quien sonrió. Julia era una joven peculiar. Igual que el color de sus ojos.
—¿Cómo llegaste a la clínica? De eso sí te acordarás, ¿no?
Jack la notó vacilar. Imaginaba que debía de estar preguntándose si era prudente responder y hasta dónde podría llevarles hacerlo.
—Tuve un accidente —terminó por revelarle.
Un accidente. Igual que él. Igual que Maxwell. ¿Igual que todos los demás pacientes de la clínica? Eso no sería más inaudito que el hecho de que todos ellos sufrieran pesadillas que se repetían. Otra vez se sorprendió a sí mismo por la calma con la que aceptó esos hechos inverosímiles.
—¿Recuerdas cómo fue tu accidente? ¿O te lo han contado?
Julia bebió un trago de la botella de Jack. Lo hizo de un modo natural y espontáneo. Sin pedirle permiso ni limpiar antes la boca, o preocuparse demasiado en cómo beber de ella. Igual que lo haría si fuera su novia o su mujer. A Jack le agradó ese gesto.
—¿Tienes familia? —preguntó otra vez, sin dejar a Julia responder a su anterior pregunta.
—Tengo que irme…
Ella se levantó. Lo hizo con brusquedad y la botella acabó en el suelo. Julia se quedó mirando el agua que se derramaba por las baldosas. Sus ojos tenían una repentina expresión de pánico, y también de tristeza. Como si aquella simple mancha de agua fuera un charco de sangre.
—¿Pero qué…?
¿Qué había dicho él para que Julia reaccionara de esa manera? La vio salir del comedor a toda prisa. Las puertas batientes le dejaron vislumbrar instantes congelados de su carrera a través del hall, hasta que su figura despareció por un corredor. Jack se preguntó si debía ir tras ella. Decidió no hacerlo porque no sabría qué decirle cuando la alcanzara. Igual que no supo qué hacer cuando trató de rescatarla instintivamente del tornado.
Era frustrante no tener ni idea de si eso era o no normal en él. Si su verdadero yo —al que había olvidado por completo— se comportaría como estaba haciéndolo ahora. Jack recorrió con la mirada el comedor, de una punta a otra. No había nadie.
Ahora sí estaba solo.
D
espués de dos horas zambullido en toda clase de
cábalas
criptográficas, Jack llegó a la conclusión de que aquel enigma le superaba. Había probado un sinfín de combinaciones y alteraciones de letras sin llegar a ninguna conclusión.
Con la mente puesta en el folio, el dibujo y las incomprensibles palabras, se vio obligado a aceptar lo evidente: carecía de los conocimientos necesarios para descifrar aquellas palabras. Si es que estaba en lo cierto y se trataba de eso, de palabras que encerraban un significado oculto. Lo único que se le ocurrió fue ponerse en contacto con su amigo de la policía de la ciudad, el inspector Norman Martínez. Unos meses atrás le había mostrado un desafío que hizo público el FBI. A principios de los noventa, un asesino había matado a varias personas con idéntico
modus operandi.
Una de las víctimas, antes de morir, escribió una especie de mensaje con su sangre; algunas letras, aparentemente sin sentido, que podían contener una pista para descubrir al asesino. Tras muchos años de pruebas, el FBI no había logrado nada y optó por solicitar su ayuda a los ciudadanos.
El hecho era que la policía disponía de programas informáticos criptográficos capaces de «romper» la mayoría de las claves de cifrado. Y eso fue lo que impulsó a Jack a coger el teléfono y marcar el número de Norman. Se lo sabía de memoria porque le llamaba, al menos, una vez a la semana. Casi siempre por trabajo; quizá un par de veces al año sin otro motivo que tomarse una cerveza. Aunque a decir verdad solía ser Norman quien le llamaba a él en esas ocasiones, para celebrar la resolución de algún caso difícil o invitarle a las fiestas de la policía.
Jack contó mentalmente los tonos del teléfono. Estaba a punto de colgar cuando la voz de Norman sonó al otro lado de la línea.
—Martínez —dijo éste a modo de saludo; una costumbre que había adquirido en sus años como agente de la ley.
—Norman, soy Jack Winger. ¿Tienes un minuto?
El policía carraspeó. Su voz sonaba demasiado formal. Sin embargo, no debía de estar en ninguna reunión porque no se excusó.
—Sí, claro.
—Tengo que pedirte un favor.
Jack esperó para comprobar el efecto de sus palabras y si eran bien acogidas.
—Sí, por supuesto —dijo Norman cortésmente, pero con el mismo tono frío.
—Necesito analizar unas palabras en clave y me preguntaba si podrías introducirlas en la computadora de la comisaría.
Tras una breve aunque notoria pausa, Norman aceptó.
—No hay problema. ¿Quieres que nos veamos… mañana, por ejemplo? ¿O prefieres enviármelas por
e-mail?
—Si no es una molestia adicional, preferiría enviártelas. —La frase de Jack parecía dar a entender que no le apetecía verse con su amigo. La rehizo al instante—: Te las envío por
e-mail
y mañana paso a verte, de acuerdo?
—Perfecto. Estaré en la oficina desde primera hora.
—Muy bien, Norman. Y gracias por ayudarme.
Nada más colgar, Jack cayó en la cuenta de que el policía ni siquiera le había preguntado por el origen de las palabras en clave. Algo extraño en él, curioso por naturaleza y por deformación profesional. ¿Le habría llamado en mal momento? Tenía que ser eso, aunque no le había dicho nada…
Las dudas de Jack se disiparon en menos de dos minutos. Su teléfono sonó —sobresaltándole levemente—, con el número de Norman en la pantalla.
—¿Jack?
—Sí, Norman. Dime.
—Chico, perdona que antes estuviera tan seco.
—No es…
Sin dejarle hablar, el policía siguió explicándose.
—Estaba… ejem… con los pantalones bajados.
Jack esbozó una sonrisa que hubiera sido una gran carcajada en condiciones normales.
—Entiendo —dijo.
—Bueno. Envíame eso de lo que me has hablado y mañana te espero en comisaría. No llegues muy tarde por si tengo que salir. Tengo un interrogatorio pendiente, a una «gran dama», y no creo que el capitán consienta que sea ella quien mueva su culo podrido de dinero.
—De acuerdo, amigo.
—Hasta mañana entonces.
Durante la siguiente hora, Jack se centró en el dibujo del folio, tratando de hacer memoria. Las colinas formaban una especie de paisaje, pero eran tan simples que no le daban ninguna pista sobre qué lugar podían representar. Lo único cierto era que le recordaban al paisaje de Nuevo México y de los estados aledaños. Aunque eso no era mucho. Visualizó mentalmente los lugares que le eran más conocidos, como el pueblo indio al que solía llevar a Dennis, las afueras de Albuquerque, la zona en que vivía y su región circundante… Todo demasiado parecido o demasiado distinto, sin algo que determinara el lugar.