Ésa era una de las razones por las que no quería pasar allí la noche y esperar al amanecer para encontrar una salida, algo que sin duda resultaría mucho más fácil. La otra —más perturbadora— era que, desde que entró en el bosque, no había dejado de sentirse observado.
Unas ramas se agitaron de pronto. A Jack se le erizó todo el vello por segunda vez aquella noche. El corazón empezó a latirle como loco. Oyó un gruñido. Y entonces empezó a correr.
No pensó hacia dónde. Sólo quería escapar. Daba grandes zancadas, esquivando las ramas bajas como podía. Se tropezó y a punto estuvo de caerse de nuevo. Pero no miró hacia atrás. Lo que fuera que había emitido ese gruñido iba tras él. Podía notarlo en todas las fibras de su cuerpo. Se oyó jadear a sí mismo en el aire pútrido.
Otro gruñido. Más cerca, justo a su derecha. Jack cambió de rumbo sin detener su carrera. Deseó poder correr más deprisa, pero las piernas no le respondían. El corazón iba a salírsele del pecho.
¡Grillos!,
aulló en el interior de su cabeza. Nunca pensó que se alegraría tanto de oír a esos malditos bichos. Había estado avanzando en círculos. Estaba más cerca de lo que creía del límite del bosque.
Emergió de entre los árboles como una exhalación. Sintió que casi podría volar fuera de la atmósfera sofocante y pesada del bosque. No dejó de correr hasta que ya no pudo más, a mitad de camino de la clínica. Siguió andando, jadeante, tan rápido como era capaz. Pero ahora sí miró hacia atrás.
¿Qué diablos sería aquello…? Seguramente un perro vagabundo, tan hambriento como él. Uno bien grande.
Menudo susto le había dado. Y por su culpa se había quedado sin descubrir qué tramaban Kerber y el otro hombre. Dos a uno para el jefe de enfermeros. Aunque la partida continuaba. Por lo menos había conseguido encontrar la salida del bosque. Comparada con la hojarasca descompuesta que cubría su suelo, la hierba reseca del jardín le pareció una bendición. En el aire seguía flotando el aroma a carne a la brasa. A Jack le rugieron las tripas, a pesar del susto. Si quedaban restos de comida, iba a engullir tres platos. Se lo merecía después de su carrera desenfrenada.
El ambiente del comedor provisional seguía siendo tan deprimente como antes de marcharse. La única diferencia era que había menos pacientes sentados a las mesas. Todavía a cierta distancia, Jack creyó por un segundo que uno de ellos era Julia, aunque nada más lejos de la realidad: se trataba de Anthony Maxwell, que miraba fijamente en su dirección. Pero no iba a desistir por eso de su ración de carne a la brasa. Estaba demasiado hambriento y cansado. Simplemente se sentaría lo más lejos posible de él.
La carne estaba ya fría y dura, pero Jack se sirvió de todos modos con generosidad de una de las bandejas. Cuando se dio la vuelta, allí estaba Maxwell. Debió de levantarse para ir hacia él nada más darle la espalda. Aquel tipo le ponía nervioso. «Es un mal bicho», recordó que le había dicho Julia, «porque su pesadilla es una de las peores.» Jack no tuvo tiempo de preguntarle qué relación podían tener ambas cosas. Su propia pesadilla era horrible. Se preguntó si eso significaba que él también era una mala persona… O lo había sido antes de su accidente y la amnesia.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Maxwell.
Su voz sonaba aún más perturbada que por la mañana. Sus ojos no paraban de posarse en todas partes al mismo tiempo. Jack pensó en decirle, sin más, que le dejara tranquilo, pero entonces Maxwell volvió a hablar.
—Has estado en el bosque, ¿verdad? Hueles a haber estado en el bosque. Todo está muerto allí. Hasta el aire. Y eso se pega a la piel. La muerte.
—¿Qué sabe usted de ese bosque?
Se resistía a tratar a Maxwell de tú, como él había empezado a hacer de pronto en su primera conversación, con aquel gesto de niño malcriado, rencoroso… y loco.
—Oh, yo sé muchas cosas. —Sus ojos giraban en las cuencas en su incansable búsqueda de lo que le acosaba—. Ya casi lo sé todo. La verdad está cerca, Jack.
Si estar cerca de esa verdad era la causa del estado de Maxwell, descubrirla no le haría libre. Sólo lo sumiría aún más en la demencia.
—La verdad nos hace libres —dijo Maxwell, que pareció leerle el pensamiento.
Jack sintió un escalofrío, como al recordar las palabras del libro de Stephen King.
—Déjeme en paz. Cuéntele todo eso al doctor Engels. Yo no puedo ayudarle.
El plato lleno de carne seguía intacto en las manos de Jack. Nada podría ser más opuesto que una comida festiva y las palabras y el aspecto de aquel lunático. Jack lo observó durante unos segundos. Sabía que iba a arrepentirse, pero dejó el plato otra vez sobre la mesa y le preguntó:
—¿Qué hay en ese bosque?
En la mueca de Maxwell cabía cualquier cosa salvo humor y bondad. Si las arañas fueran capaces de sonreír, esbozarían ese mismo gesto al advertir que un insecto ha caído en su tela.
—Nadie sabe lo que hay en el bosque.
Eso era absurdo. Había un número considerable de pacientes en la clínica, y daba la impresión de que al menos algunos de ellos —incluido el propio Maxwell o Julia— llevaban bastante tiempo ingresados. No tenía sentido que a nadie se le hubiera ocurrido nunca explorar el bosque. Menos aún estando tan cerca de la clínica.
—¿Nadie ha entrado nunca en él? —preguntó Jack.
—Oh, sí. Algunos lo han hecho… Algunos han entrado en el bosque, sí —repitió Maxwell—. Yo lo he hecho, pero no llegué muy lejos y casi me pierdo. Puede que eso les pase a todos los que llevan allí… que se pierden.
—¿Se llevan al bosque a los pacientes? ¿Quién se los lleva?
Maxwell acercó su rostro a dos centímetros del de Jack. Su aliento olía como el bosque. Como un cadáver en descomposición.
—Kerber. Kerber se los lleva… De noche. Siempre por la noche.
—¿Y qué hace Kerber con ellos?
Maxwell se encogió de hombros. A Jack le desagradó ver en él ese gesto de Julia.
—No lo sé. Pero nunca se les vuelve a ver.
L
a Universidad Estatal de Nuevo México había sido fundada hacía más de un siglo y contaba entre sus alumnos con una de las mayores minorías indígenas de Estados Unidos. Los edificios de su campus, inspirados en la arquitectura de los antiguos anasazi —antepasados de muchas de las tribus indias actuales—, se levantaban en medio de Albuquerque como una ciudad mítica. Jack había obtenido allí su grado en Ciencias de la Información, pero hacía años que no regresaba a la que había sido su universidad. No lo había hecho desde que murió la única profesora con la que había trabado auténtica amistad, una mujer ya casi anciana cuando él era estudiante, que le inculcó la ética periodística como virtud esencial e irrenunciable.
Pero una embolia cerebral se la llevó una noche, mientras dormía, sin avisar. Como a menudo llega la muerte.
Jack estacionó su Mustang en el aparcamiento cercano a los edificios de la Facultad de Ciencias. Había estado buscando información sobre el Departamento de Astronomía, y se había citado con uno de los profesores bajo el pretexto de estar escribiendo un artículo para su periódico. Llegaba pronto, de modo que se encaminó a la cafetería. Sentado a una mesa, rodeado de jóvenes cuyas miradas reflejaban la ilusión de tener aún todo el futuro por delante, extrajo el contenido del sobre que llevaba bajo uno de sus brazos. Dentro había varias copias impresas: de la constelación de Orión, del dibujo que halló en el maletín y de la fotografía del enigmático ser.
Mientras sorbía el ardiente líquido al que llamaban café, Jack repasó mentalmente la historia que pensaba contarle al profesor. Le diría que aquel material guardaba relación con un crimen no esclarecido, para captar su atención, intrigarle y evitar preguntas incómodas. En una investigación de esa naturaleza, todo el mundo comprende que hay cosas que no se pueden revelar.
Con medio café aún en el vaso de plástico, Jack se levantó de la mesa y caminó hacia el núcleo de ascensores. Tiró el vaso en una papelera y oprimió uno de los pulsadores. Ya arriba, avanzó por un sobrio pasillo flanqueado de puertas de despachos. Cuando localizó el número del que buscaba, llamó suavemente con los nudillos.
Al cabo de un breve instante, la puerta se abrió, dejando ver la figura redondeada y pequeña de un hombre ya mayor, con el pelo canoso y ensortijado, que lo miró a través de los cristales de unas gruesas gafas de miope. Sonrió al tiempo que le tendía la mano.
—Usted debe de ser Winger.
—Así es. Encantado, profesor Durant —dijo Jack correspondiendo al saludo y dándole un apretón de manos.
—Pero pase, pase, por favor.
Durant se echó a un lado y cerró la puerta por detrás de Jack.
—Siéntese —añadió, señalando las sillas que estaban colocadas delante de una mesa llena de papeles y libros, que casi cubrían toda su superficie hasta la altura de la pantalla del ordenador.
—Antes que nada, profesor, quiero agradecerle una vez más que haya aceptado recibirme.
Jack se sentó en una de las sillas y Durant hizo lo propio detrás del escritorio. Apartó algunos montones de documentos sin demasiado cuidado y luego abrió los brazos.
—Si puedo serle de ayuda en algo… —dijo de un modo simpático—. ¿De qué se trata?
—De una investigación. Un crimen sin resolver. La policía está dando palos de ciego y mi periódico me ha encargado investigar por mi cuenta.
—Entiendo.
El gesto de Durant fue ahora tan grave que a Jack casi le dio lástima estar mintiéndole de esa manera. Era el típico científico, una persona tan enfrascada en sus sesudas disquisiciones que parece haber perdido el contacto con la realidad práctica.
—Me gustaría mostrarle varias imágenes. Pero antes debo decirle que son confidenciales. Le ruego la mayor discreción.
Durant asintió sin cambiar de cara.
—Aquí están.
Jack sacó en primer lugar las que correspondían a la constelación de Orión. El profesor masculló «Orión» y luego las examinó cuidadosamente. Tras un par de minutos, en que las fue alternando como si las barajara, repitió:
—Orión. Es la constelación de Orión. No veo nada anormal.
—¿Tiene usted idea de qué relación tiene esa constelación con los indios navajos?
Los ojos miopes de Durant chispearon. Sacudió la cabeza como un niño resabiado al que hubieran hecho una pregunta cuya respuesta conocía.
—Claro. Es una cuestión que viene de mucho antes, y que llega hasta los navajos. En el siglo XI hubo en esta región de Norteamérica unos indígenas avanzados, los anasazi… ¿los conoce, señor Winger?
—He oído hablar de ellos, sí. Pero llámeme Jack, por favor.
—Pues bien, los anazasi crearon ciudades mucho más desarrolladas que las tribus que serían sus descendientes, como los hopi. En algunas cuestiones, como la astronomía precisamente, poseyeron conocimientos impensables con su tecnología y que ningún otro pueblo precolombino poseyó, ni siquiera los mayas. Los anasazi sabían que algunas estrellas eran dobles, aunque en Occidente eso no se descubrió hasta que se inventó el telescopio. Como, por ejemplo, Rigel, la estrella
beta
de Orión, que es binaria. Algo que no se supo, no ya hasta contar con el telescopio, sino hasta principios del siglo XIX. De hecho, Orión era muy importante para aquel pueblo, que estableció sus principales núcleos de población emulando la forma de esa constelación en la Tierra.
—Qué extraño —dijo Jack.
—No, no tanto. Esta práctica se ha repetido en otras culturas, como la egipcia o la precristiana en Europa. Los primeros construyeron las pirámides de Gizeh siguiendo la forma del Cinturón de Orión, que está formado por las tres estrellas centrales, Mintaka, Alnilam y Alnitak; y los segundos también ubicaron sus centros religiosos, de poder místico, según las constelaciones. Todavía hoy las catedrales de Francia, que reemplazaron a los lugares de culto paganos, conservan la forma de la constelación de Virgo.
Jack estaba abrumado. Pensó en los sufridos alumnos de aquel entusiasta profesor. La información que le había dado le superaba y le aturdía, entre egipcios y paganos, estrellas dobles y antiguos indígenas americanos.
—Pero, profesor, ¿qué tiene que ver todo eso con los navajos?
Durant miró a Jack con gesto condescendiente, como a un estudiante poco dotado que pregunta algo obvio.
—Los hopi, los navajos, los sioux y otros pueblos fueron herederos del saber de los anasazi. Concretamente, los navajos siguieron venerando a Orión en el cielo: el cazador. Ése es su simbolismo.
Aquello no aclaraba las dudas de Jack. Si acaso, las acrecentaba. Decidió mostrar al profesor la copia de la fotografía del supuesto demonio, la que tenía escrito debajo el número 27.143.616. Nada más tendérsela, Durant la cogió en sus manos y asintió con la cabeza.
—No soy un especialista, pero esto es un petroglifo navajo, un antiguo grabado en piedra.
—¿Sabe qué representa?
—Nadie lo sabe con certeza. Un búfalo, quizá.
La voz de Jack tembló ligeramente al hacer su siguiente pregunta.
—¿Y un demonio?
—Sí, bueno, es posible —dijo el profesor sin la menor emoción en la voz. Ante el silencio de Jack, añadió—: Se trata de una representación simbólica, ya sea de una entidad existente o inexistente. Algo que comparten todos los pueblos del mundo, según las épocas. Quizá la más famosa de estas representaciones se halle en las cuevas de Altamira, en el norte de España, con sus bisontes perfectamente definidos, sus manos impresas, sus escenas de caza cargadas de dramatismo.
Un poco decepcionado, Jack decidió enseñar a Durant la última de las imágenes que llevaba consigo. Era el dibujo que encontró al abrir el maletín, con las elevaciones en la llanura, las palabras en navajo, las rayas verticales y la cruz en el centro.
—Estas líneas… —dijo Durant señalándolas y siguiéndolas con el dedo— marcan las posiciones de las estrellas de Orión.
Eso era algo que Jack ya había descubierto por sí mismo.
—¿Reconoce el paisaje?
—Por supuesto.
La expectación de Jack creció como un globo que se hincha en la espita de helio. El profesor se giró hacia el teclado de su ordenador. Escribió algo y luego pidió a Jack que se acercara para poder ver lo que se mostraba en el monitor. Era una fotografía nocturna, de una zona muy parecida a la representada esquemáticamente en el dibujo.
—Es el paisaje típico del Gran Cañón del Colorado. Pero estas mesas, la relación con los indios navajos y la constelación de Orión sólo pueden hacer referencia a un lugar: Monument Valley —sentenció Durant—. En plena nación navaja.