—Sube a tu coche, Norman. Tú conduces.
Era lógico no usar el Jeep de alquiler, cuya matrícula estaba en la base de datos de la policía. Era mejor escapar en el vehículo de Martínez, aunque eso no le daría mucho más tiempo para urdir un auténtico plan de huida que le permitiera llegar hasta Dallas.
Esta vez, Norman no rechistó. Se puso al volante de su sedán azul claro, perfecto para un padre de familia equilibrado, y esperó a que Jack ocupara el puesto del acompañante.
—¿Adónde vamos?
—Sal a la carretera. Ya te iré indicando.
E
l doctor Engels y el enfermero jefe Kerber aguardaban en el interior de la gruta subterránea, bajo la torre de la clínica, justo frente a una de las puertas que Julia había descubierto. Engels tenía la misma expresión templada
y
severa de costumbre. El enfermero, en cambio, se mostraba impaciente. No dejaba de agitarse y cambiar el peso de su cuerpo de una pierna a otra. Era incapaz de evitarlo. Le ocurría siempre que estaba o iba estar en presencia de su antiguo patrón. Nunca olvidaría la extrema crueldad con la que éste lo trató durante el largo tiempo que estuvo a su servicio. Seguía estándolo, en cierto modo, aunque ahora Engels era su señor. Sólo a él le correspondía castigarle. Y, por duro que fuera, nada podía compararse con los tormentos que había sufrido a manos del otro.
Se le escapó un gimoteo animal cuando sintió acercarse a aquellos a quienes esperaban. Todavía estaban lejos, al otro lado de una de aquellas puertas. Pero los sentidos agudizados de Kerber le permitían escucharles avanzar, oler el tufo a muerte y dolor que despedían sus cuerpos y, sobre todo, captar la maldad que los rodeaba como un manto helado. A uno de ellos infinitamente más que a todos los otros juntos. Al que iba delante, su antiguo señor. Percibió que también él podía notar ahora su presencia. Kerber se encogió sobre sí mismo y emitió un gimoteo aún más lastimero.
—Contrólate —le ordenó Engels.
—Perdón, mi señor.
La voz del enfermero temblaba de miedo.
Por debajo de la puerta emergió un humo gélido. Se arrastró por el suelo de roca hasta extenderse por todos los rincones de la gruta, como unos dedos viscosos tanteando el espacio. Sólo dejó libre un estrecho círculo en torno a Engels y a Kerber.
Éste ahogó un nuevo lamento cuando la puerta se abrió con un quejido. De su interior llegaban un millón de olores distintos. Todos entremezclados. Todos terribles. El enfermero bajó la mirada antes de que aquel a quien tanto odiaba y temía cruzara el umbral. Engels, a su lado, continuaba sin inmutarse. No hizo el menor gesto de bienvenida al recién llegado o a sus acompañantes. Iban vestidos de negro de arriba abajo. También el señor de todos ellos, aunque se distinguía claramente de los demás. Su porte era majestuoso a la vez que sombrío. Las facciones perfectas de su rostro eran engañosas, igual que la flor de una planta carnívora. Lo delataba la crueldad sin límites impresa en sus ojos.
—Puntual como siempre, Engels —dijo con una voz no muy distinta de la del doctor.
—¿Qué quieres?
—¿Ni un saludo siquiera? Eso es una descortesía. Llevas demasiado tiempo aquí. Has olvidado ya tus maneras… ¿También tú, Kerber?
El enfermero se había colocado detrás de Engels. No consiguió abrir la boca. Estaba aterrado. El doctor lo dejó al descubierto cuando se volvió de pronto, camino de la salida de la gruta.
—¡No te atrevas a darme la espalda, Engels!
Incluso sus propios hombres se estremecieron ante la ira de su líder. El humo viscoso y frío del suelo se convulsionó. Kerber comenzó a gimotear de nuevo sin poder evitarlo. Engels se detuvo y se dio la vuelta. En él no se apreciaba el menor signo de temor.
—¿Qué quieres?
El otro regresó a su insidiosa y meliflua actitud.
—Que hablemos civilizadamente.
—No hay nada de lo que tenga que hablar contigo.
La ira volvió a cruzar el rostro y la mirada del interlocutor de Engels, pero en esta ocasión se contuvo.
—La quiero a ella. Lo sabes de sobra.
Había un ansia casi voraz en esa petición. Igual que en su mirada, que se dirigió ahora hacia el inseparable bastón del doctor. Engels se dio cuenta de ello y lo alzó por delante de su cuerpo.
—Ella no es tuya. Igual que este bastón tampoco lo es ya.
A su furia contenida se le unió ahora un rencor inhumano. Hubo un tiempo en que aquel bastón fue suyo. El bastón y la clínica. Engels se los arrebató.
—¡Ella es mía! —insistió bufando.
El doctor supo que no hablaba sólo de Julia.
—Eso me corresponde decidirlo a mí.
El humo frío del suelo volvió a agitarse.
—Mató a un inocente. Son las reglas. Yo no las escribí. Tampoco tú.
—Hay quien merece una segunda oportunidad.
En el rostro del otro se formó una sonrisa macabra.
—¿De veras? Yo no la tuve.
Su gesto altanero y soberbio dejó claro que, de haberla tenido, la habría despreciado. Era obvio que el asunto no estaba zanjado, aunque, por el momento, cambió de tema.
—¿Y cuándo me lo entregarás a él? Sé que anda portándose mal. Es un niño malo. Muy malo.
La carcajada que emitió fue aún más terrible que su arrebato de ira. Helaba la sangre.
—Antes debe entrar en la torre. Son las reglas.
—Las reglas… —dijo, escupiendo las palabras. Su risa lúgubre se transformó en un gesto de desprecio—. Él nunca debió siquiera pasar por aquí. Su caso es claro.
Engels se mantuvo en silencio. Por una vez, ambos estaban de acuerdo.
—Todo se hará como debe hacerse. Sin excepciones.
—¿Y Julia? ¿No estarás haciendo con ella una excepción?
El doctor conocía de sobra el riesgo de dejarse llevar por sus argumentos, en apariencia sensatos. Muchos se habían condenado a sí mismos por hacerlo.
—No tengo nada más que decir.
—Volveré, Engels. Volveré para reclamar lo que es mío.
El doctor le vio darse la vuelta y atravesar de nuevo el umbral por el que había aparecido. Le siguieron quienes lo acompañaban, siempre a una cierta distancia que marcaba, a partes iguales, su respeto y su temor hacia él. Engels no se apiadó de ellos. Como le había dicho a Jack en cierta ocasión, todos debemos hacernos responsables de las decisiones que tomamos.
Y, en última instancia, pagar por ellas.
N
orman Martínez se mantuvo callado durante algunos minutos, conduciendo el coche hacia el sur por una carretera secundaria. Las luces de los faros alumbraban la fina línea de asfalto. Más allá, el mundo parecía disolverse en las sombras, como si estuviera siendo engullido por las gigantescas fauces de una bestia mitológica. Al cabo de diez o quince kilómetros, Martínez habló por fin.
—Sabes que sé que no dispararías contra mí, ¿verdad, Jack?
Éste no contestó. Su silencio era en sí mismo una afirmación.
—Necesito llegar hasta Atterton. Él mató a… —las lágrimas afloraron a sus ojos y le hicieron emitir un quejido casi infantil—. Tú me crees, ¿verdad?
—Sí, Jack, yo te creo.
Martínez no intentó disuadirle de nuevo. No iba a permitir que se tomara la justicia por su mano, pero lo comprendía demasiado bien como para juzgarle u oponerse interiormente a su resolución. Lo impediría porque ése era su deber. Sólo por eso. Cuando lo dejara, en algún lugar del desierto, y siguiera su camino, tendría que darse prisa para avisar a la central de policía de que estaba vivo y para que no abrieran fuego contra Jack. Era el principal sospechoso de la muerte de su mujer y su hijo.
—Todo se aclarará —dijo Martínez, en un último intento por hacer entrar en razón a Jack—. Si tú no lo hiciste, sólo hará falta aclarar las cosas para que quedes libre.
Jack miró a su amigo con el rostro de un hombre veinte años más viejo. En ese momento pasaban junto a Mesa Redonda, una mole de piedra sobre el terreno llano y polvoriento, cuya figura se recortaba contra el cielo casi negro y las estrellas que lo poblaban.
—Atterton quedará impune otra vez. Como cuando mató a esa chiquilla en Lagos.
—Eso no lo sabes. Haré todo lo que esté en mi mano pa…
—Sí, Norman —le cortó Jack—. Harás todo lo que esté en tu mano. Y eso no será bastante. Esa gente tiene demasiado poder.
Jack no expresó en voz alta lo que había estado a punto de decir a continuación. No fue necesario. Tanto él como Martínez sabían muy bien lo que era: muerta su familia, ya sólo le quedaba hacer justicia. Hacer justicia él mismo, ya que la justicia oficial podía comprarse si se tenía dinero.
—Tuerce por ahí —dijo Jack un par de kilómetros más adelante.
Un cartel en la carretera indicaba Black Mesa, hacia la derecha. A la izquierda quedaba un angosto cañón, excavado por milenios de aguas torrenciales surcando el suelo árido. Al girar, la carretera se convertía en un camino de tierra. Tras recorrer por él unos centenares de metros, Jack pidió a Martínez que detuviera el coche. El frenazo hizo deslizarse ligeramente a las ruedas y una nube de polvo envolvió las luces de los faros.
—Dame tu móvil —dijo Jack, antes de hacer un gesto a Martínez para que descendiera—. No te costará mucho llegar a la carretera y esperar que pase algún otro coche. Por favor, dame sólo un poco de tiempo…
La expresión de Jack fue tan doliente que casi hizo a las anteriores parecer risueñas. Desde abajo, con la achatada elevación de Black Mesa a un lado, Martínez dijo una última cosa antes de que Jack se marchara:
—Si te ves acorralado, entrégate. No sé si podré evitar, después de todo lo que ha ocurrido, que abran fuego contra ti.
Las ruedas del coche levantaron de nuevo el polvo del terreno, generando una nube más grande que la anterior. Tenía que llegar cuanto antes a un sitio donde pudiera cambiar de vehículo. En el de Norman Martínez apenas podría recorrer una mínima parte del trayecto. Si ya habían liberado a los policías que le dieron el alto al salir de Laguna Pueblo, sabrían qué coche llevaba. En todo caso, no podía faltar mucho para que comenzara la persecución.
Al regresar a la carretera, giró otra vez hacia el sur. No conocía bien esa zona, pero estaba seguro de que pronto encontraría una gasolinera o algún un restaurante para camioneros. La opción de robar un coche no le convencía. En cuanto su dueño lo denunciara, estaría en la misma situación que con el de Norman. Salvo que pudiera asegurarse de que no lo denunciara.
Como había supuesto, algunos kilómetros más adelante distinguió un par de carteles luminosos. El primero era de la petrolera que abastecía a la estación de servicio, y lucía entero. A un lado, otro menor pero más alargado, decía M TEL. La O había sucumbido a la negrura que lo rodeaba todo y que parecía a punto de engullir también esos últimos restos que la desafiaban.
Jack redujo la velocidad y salió de la vía. Rodeó la estación de servicio para dirigirse al motel. Lo mejor que podía hacer era esperar a que apareciera un nuevo cliente. Apagó las luces, a un lado, antes de detenerse. Casi sin ver, avanzó hasta situar el coche detrás de una especie de seto de arizónicas. Se guardó la pistola en un bolsillo
y
descendió, tratando de hacer el menor ruido posible. Fue caminando hacia la entrada del motel, aunque no llegó hasta ella. Se quedó escondido, agazapado a una veintena de metros, al otro lado de la lengua de grava que daba acceso a la zona de habitaciones: un único edificio, ancho, chato y descuidado, de una sola planta y tejado plano.
Esperó con impaciencia unos minutos, que le parecieron eternos, hasta que los faros de un coche apuntaron en dirección a la entrada del motel. El conductor se detuvo junto a la oficina de la recepción. A esa distancia, Jack pudo distinguir que se trataba de un hombre bastante grueso, que se movía pesadamente, como si estuviera muy cansado. Cerró la puerta del coche sin asegurarla y cruzó la calle hasta la oficina. Al cabo de un rato, el hombre volvió a salir y montó de nuevo en el coche, encendió las luces y avanzó hacia el edificio de las habitaciones. Fue moviéndose despacio, para comprobar el número de la suya, hasta que por fin estacionó junto a una de las vetustas puertas de madera repintada.
Jack estaba ansioso. Pero aguardó a que el hombre desapareciera en el interior de la habitación. Durante un minuto, dos a lo sumo, hubo luz en ella, hasta que el viajante la apagó y corrió la cortina. Sólo entonces, Jack se acercó sigilosamente hasta el automóvil. Era un modelo coreano barato, típico de quienes deben recorrer grandes distancias con el consumo de un pequeño motor y sin preocuparse de las averías. Un coche duro y sencillo, sin la menor personalidad. Por suerte, al igual que cuando se detuvo en la recepción, el hombre no había asegurado las puertas. Aun así, Jack no tenía la llave de contacto ni la menor idea de cómo hacer un puente, si es que eso podía hacerse con la electrónica moderna.
Agachado, abrió lo justo la puerta del acompañante para deslizarse en el interior. Si era un coche alquilado, quizá hubiera un juego extra de llaves en la guantera. La abrió con una plegaria en sus labios y removió unos papeles, que estaban sobre una pequeña carpeta de plástico con la documentación y la hoja de alquiler. Pero nada más. Allí no había ninguna llave.
¿Qué podía hacer ahora? En el fondo, era lógico que no fuera tan sencillo robar un coche. Ni siquiera uno que estuviese abierto, como aquél. Necesitaba pensar con rapidez. Lo único que se le ocurrió fue volver a salir, acercarse hasta la puerta de la habitación del viajante y llamar a ella con los nudillos. Tuvo que insistir con más fuerza. Se oyeron ruidos en el interior. Las láminas del somier rechinaron al levantarse el grueso hombre que descansaba sobre ellas.
—¿Quién es? —dijo con voz malhumorada, sin abrir.
—Servicio de habitaciones —respondió Jack, que se dio cuenta al instante de lo absurdo que sonaba eso en un motel y añadió—: Hay un problema en el desagüe de su cuarto de baño.
El hombre profirió una maldición y abrió al fin la puerta. Estaba en calzoncillos y camiseta. Su tripa sobresalía, redonda como un enorme balón de playa, por debajo de la ropa.
—¿Qué es lo que pasa que no pueda esperar a mañana? —dijo con un tono aún más desagradable que antes.
—Lo siento mucho, señor. Es una urgencia. El desagüe está atascado y podría desbordarse mientras duerme.
—Está bien. Pase y arréglelo rápido.