Salvo, claro estaba, las misteriosas palabras.
El zumbido del teléfono le hizo dar un leve respingo. El aparato no estaba en su base. Debía de haberlo dejado bajo los papeles que cubrían parcialmente la mesa. Los levantó hasta encontrarlo, tras varios tonos, y respondió sin fijarse en el número que llamaba.
—Jack? —dijo al otro lado de la línea Norman Martínez. Lo reconoció al instante.
—¿Has averiguado algo?
—Por eso te llamo. Las palabras que me enviaste… No se trata de ninguna cifra secreta ni nada de eso.
—¿Ah, no?
Jack estaba intrigado y desconcertado al mismo tiempo.
Y ávido de saber de qué se trataba entonces.
—Bueno, en cierto sentido sí. Es la transliteración de unas palabras antiguas en un idioma indio.
—¿La qué…?
—Una transliteración es una especie de traducción. Consiste en cambiar los sonidos originales por los correspondientes de nuestro alfabeto. Se hace con el ruso, el griego o el hebreo, por ejemplo. Yo tampoco lo sabía. Me lo acaba de explicar Joe O’Quinn, ¿lo conoces?, el experto de la comisaría en estos asuntos.
—Sí, sí. Lo recuerdo. Pero ¿y qué significan?
—
Átse Ats’oosí
es el nombre navajo de la constelación de Orión.
A pesar de su pequeña porción de sangre india, Jack sólo conocía algunos datos elementales de la historia de los legendarios navajos; unos indios indómitos que se enfrentaron con los españoles y que vivían en un territorio entre los estados de Utah, Colorado, Nuevo México y Arizona. Esta área, llamada
Cuatro Esquinas, estaba delimitada por sus cuatro montañas sagradas —al norte, sur, este y oeste—, y atravesada por dos ríos también sagrados. Lo más peculiar era su idioma, tan extraño y distinto al resto, que se empleó en la segunda guerra mundial como código secreto en las comunicaciones militares del Pacífico, de modo que los japoneses no pudieran descifrarlas. Cada intérprete navajo del código iba con un acompañante que no lo era, cuya función principal era evitar, por cualquier medio, que el «portador» de la clave cayera vivo en manos enemigas.
—¿Orión? —dijo Jack, casi dejando caer la pregunta de su boca. Lo que sabía de los navajos no reducía el impacto de la revelación de Martínez.
—En efecto: de la constelación de Orión.
—Pero… ¿Y eso qué significa?
—A mí no me preguntes. Tú sabrás lo que estás investigando y de dónde lo has sacado.
—Sí, bueno, es complicado de explicar…
—No tienes por qué contármelo. Salvo si se trata de algo relacionado con un delito. Pero eso tú ya los sabes, así que no hagas ninguna tontería.
—No, te lo prometo. Gracias por tu ayuda.
En realidad no había ningún motivo para que Jack no compartiera con Norman lo que estaba ocurriéndole. Sin embargo, prefería dejarlo al margen de sus problemas. Bastante tenía con soportar su trabajo como para preocuparse también por él. Ya se lo contaría cuando lo hubiera solucionado. Tomando una cerveza bien fría.
Ahora lo importante era centrarse en lo que Norman había averiguado con la computadora de la comisaría. El nombre de la constelación de Orión en idioma navajo, sobre las montañas del dibujo y el aspa remarcada. Y las líneas verticales…
De pronto, una idea surgió en la mente de Jack. Movió el ratón del ordenador para que volviera a activarse la pantalla y abrió una ventana del navegador de Internet. Buscó Orión entre las imágenes de Google. Enseguida aparecieron los resultados. Jack conocía la forma de la constelación, una de las que resultaba más fácil identificar en el cielo invernal del hemisferio Norte. Representaba a un cazador, a un gigante en la mitología griega; al dios Osiris para los antiguos egipcios.
Jack encendió la impresora para reproducir una de las imágenes esquemáticas que mostraban las principales estrellas de la constelación. Luego tomó la hoja entre sus manos y la fue girando sobre el dibujo. A pesar de la diferencia de tamaño, enseguida se dio cuenta de que estaba en lo cierto: las líneas verticales marcaban la posición de las cuatro estrellas de las esquinas y la central del llamado Cinturón de Orión: Rigel, Saiph, Betelgeuse, Bellatrix y Alnilam.
—¡Eso es! —exclamó, con los dientes y los puños apretados.
Aquel dibujo representaba un paisaje con Orión en el cielo nocturno, cuyas estrellas marcaban un punto concreto en relación con las elevaciones representadas. Pero eso requería saber de qué lugar se trataba para colocarse en la misma perspectiva y así poder localizar el punto marcado por el aspa. Y, por desgracia, eso seguía ignorándolo.
Jack levantó la vista un momento para pensar y justo entonces la fijó de nuevo en el interior del maletín, que aún se hallaba abierto sobre la mesa. Estaba completamente vacío, pero aun así, sintió el impulso de volver a inspeccionarlo. Se incorporó para poder alcanzarlo y lo atrajo hacia sí entre sus manos. Palpó el fondo, que se aplastó levemente. Parecía despegado de la base, como si tuviera un hueco o un espacio oculto. En una de las esquinas había un pequeño cabo de tela, casi escondido. Jack tiró de él y el fondo se levantó.
Debajo había algo más: una fotografía de pequeño formato. Jack la cogió y la examinó con cuidado. Era la imagen de un grabado en piedra. Un grabado sencillo, ideográfico, que le hizo sentir un repentino escalofrío que le recorrió la espalda, desde la base hasta la nuca. Aquel grabado mostraba a un ser con cuernos, en actitud estáticamente amenazadora, observando con un gesto vacuo y hostil, que cualquiera hubiera identificado con el demonio.
Y debajo, escrito a mano en el borde de la fotografía, el número 27.143.616.
L
a cena de esa noche iba a celebrarse en el jardín frente a la clínica. Lo había ordenado el doctor Engels, para relajar los ánimos después de un día tan agitado. Las hileras de mesas blancas de plástico se alineaban sobre la hierba, con sus correspondientes hileras de sillas también blancas. Kerber y el resto de enfermeros se habían encargado de clavar unos postes en torno al perímetro del improvisado comedor al aire libre. De los cables que los unían, colgaban lámparas de colores. Incluso había música de fondo. Los animados ritmos caribeños, las alegres luces, el olor a carne a la brasa, el leve respiro que les había dado el calor, al menos en comparación con el resto de la tórrida jornada… Todo ello pretendía crear una atmósfera festiva. Pero lo único que veía Jack era un grupo de rostros vacíos. Se miraban unos a otros, y a su alrededor, sin emoción alguna. Como si la amnesia les hubiera llegado también al alma.
Era deprimente. Habría preferido quedarse en la habitación. No lo hizo porque estaba muerto de hambre y, a juzgar por su olor, aquella carne debía de ser realmente apetitosa.
Y también porque albergaba la esperanza de encontrarse otra vez con Julia. No había vuelto a verla desde que lo dejó plantado en el comedor.
De repente, Jack se sintió observado. Levantó la cabeza y se topó con la mirada inquisitiva de Kerber, sentado en el extremo opuesto de la mesa. Que no hiciera el menor intento por disimular su interés extrañó a Jack. Incluso le habría parecido inquietante si se hubiera dejado llevar por la paranoia de otras ocasiones. Lo más probable era que el doctor Engels le hubiera hablado de la «visión» que Jack le confesó haber tenido. No debía de ser más que eso. Y sin embargo…
Jack levantó la barbilla en su dirección. En condiciones normales, ése sería un gesto de saludo. Pero en este caso representaba una especie de desafío. Lo que pudiera haber en juego era un enigma para Jack. En cualquier caso, el gesto dio resultado. Kerber volvió a posar su rostro ceñudo en su plato.
—Perrito bueno… —susurró Jack con sorna y para su propia sorpresa, recordando las palabras ofensivas del que parecía el portavoz de los hombres vestidos de negro. Algo sobre que Kerber se fuera a lamer sus patas, porque eso es lo que hacen los perros.
El enfermero jefe levantó la cabeza de nuevo, al instante, y volvió a clavar su mirada en Jack. Los separaban diez metros de distancia y el barullo de las conversaciones y la música. Era imposible que le hubiera oído, a no ser que su capacidad auditiva fuera comparable a la de un pastor alemán. Pero eso era justo lo que parecía.
Esta vez fue Jack quien bajó la vista hacia su plato.
Empate a uno,
se dijo. Notó un movimiento en la zona del enfermero jefe. Jack estaba convencido de no ser un cobarde. Aun así, se le hizo un nudo en la garganta al imaginarse a Kerber levantándose para ir hacia él. Con más alivio del que le hubiera gustado sentir, comprobó que el enfermero jefe se encaminaba en la dirección contraria. Siguió con la vista la trayectoria de su marcha hacia el edificio principal de la clínica, y descubrió allí a otro enfermero envuelto entre las sombras.
No tenía por qué haber nada raro en ello. Podía tratarse sólo de un empleado llamando a su jefe, seguramente para que resolviera un asunto de lo más aburrido y prosaico. Falta de vendas en el consultorio médico de la clínica, por ejemplo. Pero no fue eso lo que le pareció a Jack. Había algo sospechoso en la celeridad con que Kerber avanzaba y en la impaciencia de los movimientos del enfermero que requería su presencia. Incluso antes de que Kerber lo alcanzara, el otro hombre se puso a andar hacia una de las esquinas del edificio. Fueran a donde fuesen, era obvio que tenían prisa.
Las piernas de Jack tomaron la decisión antes que su cerebro. Se vio a sí mismo levantarse e ir tras los dos hombres. Llegó al edificio justo a tiempo de verlos desaparecer por aquella esquina. La cruzó él también un poco después. Casi como por arte de magia, la música caribeña se amortiguó y se redujo apenas a un ritmo sin sustancia. Ninguna lámpara colorida iluminaba la noche de brea en que estaba sumida esa parte del jardín, y menos aún la inmensidad oscura del lago que se extendía más allá de sus límites.
Jack se dio un poco de margen antes de continuar la persecución de Kerber y el otro enfermero. Creyó que irían a la zona trasera del edificio. Pero les vio adentrarse en el jardín, aparentemente de camino hacia el grupo de árboles pasada la fuente. Allí era donde el tornado había provocado los mayores estragos.
Si en el mundo existía un reino de los grillos, se encontraba sin duda en aquel jardín. Su incansable chirriar resonaba por todas partes. Jack volvió atrás la mirada un momento. Se había alejado ya un gran trecho. Desde esa distancia, la cena al aire libre se reducía a un fulgor colorido. Frente a él sólo había ya oscuridad y dos hombres que aceleraban su paso hacia los árboles.
Oyó las ramas agitarse por encima del barullo de los grillos. Se le erizó de pronto el vello de los brazos y la nuca. No porque le llegara ningún frescor del lago o del bosque, sino porque aquel crujir de hojas le sonó como un murmullo amenazador. Un aviso.
Hizo oídos sordos. Todavía sentía el orgullo herido por haber tenido antes miedo de Kerber. Iba a llegar al final del asunto aunque tuviera que seguir al enfermero hasta el fondo de aquel maldito bosque. La recompensa prometía. Cada nuevo paso confirmaba que había algo extraño en el comportamiento de aquellos dos. No se le ocurrían razones normales para que hicieran lo que estaban haciendo, y menos a esas horas.
Al murmullo de los árboles se le unió un borboteo de agua. Provenía de la fuente, sumida en tinieblas. Recordó las palabras grabadas en ella: «Debes dejar aquí todo recelo. Debes dar muerte aquí a tu cobardía.» Tan apropiadas como tétricas. Quizá para alejarlas, su cabeza dio paso a otro recuerdo que a Jack le pareció significativo: el doctor Engels, Kerber y los hombres vestidos de negro habían emergido esa tarde del bosque casi exactamente por el mismo lugar en que él se encontraba ahora. Puede que vinieran del sitio al que iban los dos enfermeros. Sólo era una suposición, pero así imaginaba Jack al periodista que le habían dicho que era. Alguien que sigue sus corazonadas para ver adonde le conducen.
Había formas en la niebla…
Podrían ser ramas que parecían garras
o podrían, en cambio, ser garras tratando
de hacerse pasar por unas ramas.
Jack se descubrió pensando en esas amenazadoras palabras. Eran de
Insomnia,
una novela de Stephen King. Le hicieron sentir escalofríos cuando las leyó. No recordaba cuándo, pero sí que las había leído en ese libro. Se le quedaron grabadas. Caprichos de la memoria.
Se detuvo justo en el límite del bosque real que tenía ante los ojos, cerca de una pila de ramas y troncos arrancados por el tornado. Sintió lo mismo que el protagonista de la novela de Stephen King. Sólo que Jack no dudaba de que, tras la apariencia inofensiva de las ramas, se escondía una realidad oculta. Nada en aquel bosque se limitaba a ser lo que parecía. Le asaltó la idea turbadora de que eso podría también aplicarse a la clínica. Era una simple corazonada, pero muy intensa.
Tomó aire como si fuera a zambullirse en el agua. Luego se sumergió, tras los dos hombres, en las sombras de la noche sin luna. Si esperaba más tiempo los perdería de vista. A pesar de la casi total falta de luz seguían sin encender una linterna. Ni parecía que les hiciera falta. Se movían con rapidez y precisión, igual que si estuvieran en pleno día o fueran capaces de ver en la oscuridad.
Al cruzar la primera línea de árboles, Jack tuvo la impresión de que entraba en un planeta distinto. Y esa impresión no hizo sino aumentar. El bosque se volvía más denso y espeso conforme avanzaba. Continuamente tropezaba con raíces que daban la sensación de esconderse adrede de él. Todo a su alrededor despedía un hedor a podredumbre. Notaba los zapatos hundirse y chapotear en el suelo muerto.
La marcha fue prolongada. Después de media hora, se tornó un avance fatigoso. Ignoraba si había recorrido kilómetros o sólo unos cientos de metros hacia el corazón de un bosque que era igual de oscuro en todas direcciones. Estaba desorientado. Más le valía reconocerlo de una vez. Eso, y que no iba a conseguir encontrar de nuevo el rastro de Kerber y su compañero. Los había perdido después de tropezar en un pequeño terraplén que no vio hasta el último momento. Se levantó tan deprisa como pudo, pero no sirvió de nada. La caída, aunque leve, le desorientó por completo y ya no supo en qué dirección debía continuar. Llevaba andando sin rumbo desde entonces…
—¡Maldita sea!
El bosque devoró su frustración. Sus palabras apenas llegaron a unos metros por delante de él. Y eso que no se oía el menor ruido, aparte del murmullo de las hojas. Ningún pájaro nocturno, ni movimientos furtivos de algún animal terrestre. Ni siquiera ya el chirriar de los omnipresentes grillos. Nada en absoluto.