Jack imaginó que las otras pertenecerían a los agentes enviados por la policía. Iba a incorporarse para unirse a ellos, pero entonces oyó que Engels decía:
—No puede volver a ocurrir. Decidle de mi parte que, si permite escapar a otro, habrá consecuencias.
Por lo general, la voz del doctor era autoritaria. Amable, pero autoritaria. Pero la que Jack estaba escuchando ahora no se limitaba a ser autoritaria. Era intimidatoria. Más aún: amenazadora y… terrorífica fue la palabra que le vino a la cabeza, aunque la desechó.
¿Qué era lo que no podía volver a ocurrir? ¿Quién se había escapado y de dónde? ¿Y a quién debían darle el hosco recado de Engels aquellos policías? Si es que lo eran. Aunque ¿qué podían ser si no? Jack se apretó todavía más contra la fuente y siguió escuchando.
Una voz masculina, varonil, contestó al doctor. Jack se dio cuenta de que había temor en ella, por más que su dueño tratara de ocultarlo. Quizá eso fuera otra capacidad recuperada de su experiencia como periodista, igual que el interés por contrastar las revelaciones de Maxwell. Suponía que habría entrevistado a muchas personas a lo largo de su carrera, antes del accidente, y que eso le permitía notar cuándo alguien intentaba esconder su miedo… o mentir. En aquel hombre desconocido, Jack percibió ambas cosas.
—Alguien cometió un error. Y está pagando por ello. Ha sido sólo un accidente. Pero no le consiento que me hable en ese tono. Ni él tampoco lo consentirá.
Jack notó un revuelo y creyó oír un gruñido. No uno normal, como el que podría emitir una persona, sino un sonido animalesco.
—¡Quieto, Kerber! —ordenó el doctor Engels.
Mientras hablaban, el grupo de hombres había seguido acercándose a la fuente. En ese momento estaban parados a pocos metros de Jack. Aunque tan enfrascados en su discusión que nadie reparó en él. Pero Jack sí distinguía la pierna izquierda de Engels. Lo reconoció por su inseparable bastón, que llevaba a todas partes aunque no lo necesitara. Lo tenía agarrado al revés, con la empuñadura metálica hacia abajo, como si tuviera intenciones de golpear a alguien con ella. Jack pudo verla bien por primera vez. Le costó un poco reconocer qué representaba. Al hacerlo, le invadió un extraño desasosiego para el que no se le ocurría una explicación razonable. La empuñadura era una miniatura de tres cabezas de animal; justo las mismas que remataban la barandilla de la entrada de la clínica: un león, una pantera y un lobo.
—¡Estáis advertidos!
Fue Kerber quien habló esta vez. Comparado con el doctor, parecía un bravucón buscando pelea en un garito de mala muerte. Algo similar debió de pensar el otro hombre, que no demostró ni miedo ni respeto al responder:
—Ve a lamerte tus patas por ahí. ¿No es eso lo que hacen los perros?
Fueran quienes fuesen esos individuos, Jack tenía ya claro que no se trataba de policías. Aun así, resultaba absurdo permanecer escondido. Eso era lo que le decía su razón, pero su instinto insistía en que siguiera allí agachado. No su instinto de periodista, en este caso, sino uno mucho más primitivo y ancestral.
Empezó a arrastrarse lentamente por el suelo, sin hacer ruido. Calculó que Engels y los otros hombres tendrían ángulo para verle si seguían avanzando hacia la clínica y él se mantenía donde estaba. Salió de la zona de sombra y quedó otra vez expuesto al sol inmisericorde. Le quemaba la espalda a la altura de los riñones, al descubierto de su camisa sucia y calada por el sudor.
Los hombres reanudaron su camino sin que nadie volviera a intervenir. Por lo visto, ya estaba todo dicho. Jack deseó haber podido enterarse del principio de la conversación. De lo poco que había oído de ella, sólo le surgían preguntas. Ninguna respuesta.
Poco a poco había llegado arrastrándose al lado opuesto de la fuente. Jadeaba como si hubiera recorrido kilómetros. Era el maldito calor. Y también la tensión…
Habrá consecuencias,
oyó resonar dentro de su cabeza las palabras de Engels con su temible voz. Le caían chorros de sudor por el cuello y la cara, que se precipitaban sobre el suelo de grava y se evaporaban al instante. Parecía un muñeco de cera derritiéndose. Tenía el rostro tan pegado a la fuente que se le metió por la nariz polvillo de la piedra de la que estaba hecha. Supo lo que iba ocurrir y trató de evitarlo. Pero no lo logró.
Estornudó sonoramente. Se asomó corriendo al borde de la fuente para asegurarse de que no se había descubierto. Por suerte, el grupo de Engels estaba ya lejos. Las ropas blancas del doctor y de Kerber contrastaban con las negras que cubrían casi por completo el cuerpo de los cuatro hombres que los seguían, un poco más atrás.
Su estornudo había agitado el polvillo y revelado en parte lo que parecían unas letras grabadas en la piedra. Retiró con la mano el resto del polvo a su alrededor, dejando al descubierto nuevas letras, que componían dos frases. Jack las leyó una vez.
Y luego volvió a leerlas, más despacio.
DEBES DEJAR AQUÍ TODO RECELO
DEBES DAR MUERTE AQUÍ A TU COBARDÍA
Entonces le asaltó la visión que creyó haber tenido de las fauces del tornado: rostros; miles de rostros y cuerpos humanos. Eso era lo que había creído ver surcando las corrientes oscuras del tornado. Rostros y cuerpos humanos que se retorcían en agonía.
E
ra casi mediodía cuando Jack entró en la tienda de artículos de piel de la calle Tercera, muy cerca del lujoso hotel Hyatt Regency de Albuquerque. Se trataba de un negocio rancio en el mejor sentido de la palabra, familiar, atendido por dos hombres —evidentemente padre e hijo—, que parecían el antes y el después de una misma persona. Ambos le sonrieron al verlo entrar, sobre sus cuellos de camisa impecablemente blancos y almidonados.
—Buenos días, señor. ¿En qué podemos servirle? —dijo el más joven, que era quien estaba más cerca de la puerta.
Jack se dio cuenta en ese preciso instante de que no sabía muy bien qué decir. Así que optó por algo que a veces ofende, pero siempre funciona: limitarse a decir la verdad.
—Buenos días —correspondió al saludo—. No sé si podrán ayudarme, pero he encontrado esta llave…
Mientras Jack la sacaba de un bolsillo de su cazadora, el hombre lo miró expectante.
—Aquí está. ¿Puede usted decirme si corresponde a alguna clase de maletín, o algo similar, como los que ustedes venden?
El hombre tomó la llave en su mano y la examinó cuidadosamente. A Jack le recordó a los relojeros suizos, sentados a sus altas mesas y con visores de aumento, escrutando el interior de las casi perfectas maquinarias.
—Sí —dijo al fin, después de un examen que pareció demasiado prolongado—. Si es tan amable de acompañarme…
Jack lo siguió hasta la zona de la tienda en la que se exhibían dos hileras de lustrosos maletines de piel, a un lado los marrones y beis y a otro los negros. El vendedor tomó uno por el asa, retractilada, y lo colocó encima de una pequeña mesa aneja. Era de color negro, con elementos ornamentales dorados. Puso el mismo cuidado y parsimonia de antes cuando retiró la pequeña cadena que aseguraba el juego de llaves al maletín y se las mostró a Jack junto con su propia llave.
—¡Son idénticas! —exclamó éste, como si se tratara de un gran descubrimiento.
—Así es —corroboró el hombre—. Si se fija usted bien, verá que la forma, el color, el tamaño y el número de dientes son los mismos. Este maletín no es uno de nuestros modelos más caros, que incorporan cerradura de seguridad o vienen reforzados con placas metálicas, pero se trata de una pieza bien construida y fiable, con piel de muy buena calidad.
En ese momento, el hombre mayor se aproximó a ellos con su mejor sonrisa. Era una franca sonrisa de vendedor orgulloso de su género. Ante la sorpresa de Jack, le tendió la diestra y, mientras le estrechaba la mano, dijo:
—Espero que no haya tenido ningún problema con su maletín.
Jack no entendió a qué se refería y trató de explicarle que sólo estaba buscando información sobre la llave.
—Bueno, si me hubiera preguntado a mí —añadió el hombre mayor, con la mano ahora en el hombro de su hijo—, le hubiera podido dar la información que quería al instante. Tengo memoria fotográfica para los clientes, lo que es muy útil para el propietario de un negocio como éste. A usted le recuerdo bien. Estuvo aquí las pasadas Navidades. Compró un bolso de mujer muy elegante y…
Jack sintió una conmoción interior cuando el dueño acabó la frase.
—… y un maletín exactamente igual que éste. Yo mismo se lo envolví para regalo.
Amy estaba en la cocina cuando Jack llegó a casa. No lo esperaba tan pronto y se sobresaltó al oír el ruido de la puerta. Era una mujer decidida y fuerte, pero solía asustarse con facilidad con lo imprevisto o con las películas de terror, que era incapaz de ver aunque le gustaran. Aún se sonrojaba al recordar cómo se había abrazado a Jack, rogándole que apagara el televisor, la noche en que vieron la versión extendida de
El exorcista.
Fue con una escena que no se contaba entre las peores, cuando la niña poseída, Regan, imitaba la voz de un supuesto condenado a los infiernos y decía: «Ayuda a este pobre monaguillo…» Sin embargo, Amy se pasó luego varios días recopilando información en Internet sobre el caso de Robert Mannheim, la persona real que inspiró la novela y la película.
—¡Qué susto me has dado! —reconoció antes de besar a Jack.
Él la estrechó entre sus brazos y sintió su cuerpo contra el suyo, aunque las manos de ella estaban en alto porque las tenía manchadas de pegajosa masa de bizcocho.
—¿Qué haces aquí? —le dijo a Jack al separarse.
—No me encontraba bien… Mi jefe me ha dado un par de días libres.
Ante la mirada dulce pero inquisitiva de Amy, él no tuvo otro remedio que contarle lo que le estaba ocurriendo. Al menos una parte.
—Estuve hablando con el doctor Jurgenson.
—Lo sé —dijo ella igual de franca, y ahora le acarició las mejillas, que dejó manchadas de un color blanquecino—. Juntos lo superaremos, cariño. Puedes confiar en mí. No me dejes de lado, como la otra vez…
Sus últimas palabras no fueron de reproche, sino de auténtico amor.
—Sí —dijo Jack, y la besó de nuevo. Después, con temor de que no lo recordara y eso hiciera aún más patente su desequilibrio, le preguntó—: Cariño, ¿sabes dónde está el maletín que compré en Navidad?
—¿Tu maletín? Claro. No sé por qué nunca lo usas. Igual que la chaqueta
Harris Tweed
que te regalé…
—Pero ¿dónde está? —la apremió Jack.
—En el armario del pasillo de arriba. En el último estante.
Jack sintió un torrente de emoción y cierta euforia. Amy recordaba el maletín y sabía dónde estaba. El maletín existía. Por un instante —sólo por un instante—, tuvo la sensación de que todo iba a arreglarse. Que con Amy a su lado, y la ayuda del doctor Jurgenson, todo se acabaría pronto y volvería a estar bien. Como antes de Níger.
Corrió escaleras arriba con el vigor de un niño. Abrió el armario y rebuscó en la balda superior. Había unas mantas, que retiró sin miramientos. Allí detrás estaba, en efecto, el maletín. Como le había dicho el dueño de la tienda del centro, era igual que el que le habían enseñado allí. Lo cogió con tanto ímpetu que se le cayó al suelo. Amy, que ya estaba arriba también, se apresuró a recogerlo. Pero Jack lo hizo antes. Ella lo miró con un gesto difícil de definir. Preocupada, aunque también comprensiva.
Él se incorporó con el maletín agarrado por el asa y apretó con la mano libre el brazo de su mujer. Fue un gesto que le transmitió confianza. Ella no quiso preguntarle por qué buscaba con tanto interés ese maletín que apenas había usado desde que lo compró. Prefería no presionar a Jack. La primera vez, cuando todo empezó, lo había hecho sin saber que eso era un error. De hecho, lo peor que podía hacer.
Jack se lanzó ahora escaleras abajo para ir a su despacho. Amy lo siguió, pero se quedó deliberadamente atrás y vio, al pie de la escalera, cómo entraba en el despacho. Caminó hacia la puerta y, desde el umbral, cruzó una mirada con él, que había colocado el maletín sobre el escritorio y tenía la llave dorada en la mano. En ese momento, Amy debía mostrarle su total confianza. Por más que quisiera compartir con su marido todo lo que le estaba ocurriendo, sabía que la mejor forma de ayudarle era dejarle resolver solo lo que sólo él podía resolver. Mantuvo sus ojos clavados en los suyos y luego cerró la puerta desde fuera.
Jack se dio cuenta de que su respiración se había acelerado, aunque recobró un poco la calma cuando Amy lo dejó. Era una mujer intuitiva, que abandonó su propia carrera como agente inmobiliario cuando él regresó enfermo de Níger, y a la que debía la vida. Sin ella, y sin Dennis, estaría completamente desolado. No tendría motivos para seguir adelante.
Apartó esos pensamientos mientras introducía la llave en la cerradura del maletín. Entró en ella con precisión. Luego la giró y los dorados topes metálicos laterales saltaron al unísono, con un ruido sordo. Durante unos segundos, Jack dudó. ¿Qué podía haber dentro? ¿Resolvería sus dudas? ¿Las acrecentaría? ¿O, sencillamente, no serviría de nada?
Esa última perspectiva le hizo sentir una especie de escalofrío. Fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo, al menos esperaba descubrirlo. Si su mente había llegado al límite de la cordura, lo aceptaría como un hombre. Sólo lo sentiría por Amy y por Dennis. Pero lo peor era la incertidumbre. No saber si se estaba volviendo loco o si había algo real en todo aquello. Era consciente de que el cerebro humano es capaz de generar desde visiones místicas hasta alucinaciones completamente veraces; mundos de fantasía en los que uno puede caer y sumergirse sin ser capaz de distinguirlos de la auténtica realidad.
Levantó la tapa del maletín con los ojos cerrados. Los mantuvo así hasta que reunió el valor suficiente para abrirlos y mirar dentro. Cuando lo hizo, con las manos temblorosas apoyadas en los laterales del maletín, lo que vio le dejó helado: en su interior había únicamente una hoja de papel. Un simple folio en blanco, sin nada escrito en él. Tan vacío como estaba ahora su mente.
Tardó en decidirse a cogerlo. No sabría decir cuánto, inmerso en las tinieblas de la decepción. Cuando lo tomó en sus manos y lo examinó de cerca, se dio cuenta de que tenía unas leves marcas.
—¡Maldito estúpido! —se dijo a sí mismo entre dientes.
Agitado, con el corazón saltándole en el pecho, dio la vuelta al folio y vio al fin que su otra cara tenía escritas dos palabras que ocupaban la parte alta de un dibujo. Era una especie de mapa en tosca perspectiva, trazado a lápiz, que a primera vista no le dijo nada. Tampoco las palabras. Ni siquiera le resultó fácil leerlas. Estaban escritas con trazo tembloroso y parecían una combinación absurda de letras. A un lado, junto al borde de la hoja y uno de los extremos del dibujo, le pareció distinguir unos trazos rojizos, muy leves e irregulares.