La torre prohibida (25 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

BOOK: La torre prohibida
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—¿Quieres que siga contándote el sueño?

—Estabas diciendo que el conductor se giraba para hablar contigo…

—Sí. Está cada vez más enfadado o más preocupado. O las dos cosas. Consigo oír fragmentos de lo que dice: «Yo me ocupo de esto», «La culpa es tuya». Eso lo repite varias veces: que la culpa es mía. No sé qué he podido hacer que sea tan grave. Consigo ver mi reflejo en el espejo y, ¿sabes lo más extraño, Jack?, que me veo tal como soy ahora. Ni más joven ni más rellena o delgada, o distinta de algún modo.

—¿A qué edad entraste en la clínica?

—A los diecinueve, creo. Me trajeron aquí desde un hospital, como a ti. Eso fue lo que me dijeron, que tenía esa edad y que había sufrido un accidente.

—¿Nunca fue a verte nadie mientras estuviste ingresada?

—No. Dijeron que mis padres habían muerto en el mismo accidente por el que yo acabé en el hospital.

—¿Y qué me dices de tus abuelos?… O, no sé, aunque fuera algún amigo de tu familia. Es muy raro que una chica tan joven no tenga a nadie en el mundo más que sus padres.

No mucho más raro que tampoco lo tuviera él, pensó Jack de un modo fugaz.

Julia se puso rígida de pronto y susurró:

—Un amigo de la familia.

—¿Qué?

—El hombre que conduce el coche en mi pesadilla… Creo que es un amigo de mi padre.

—¿Estás segura?

—No… Sí. No lo sé. Creo que sí.

—Eso es bueno, ¿no? Que vayas recordando cosas nuevas.

Los recuerdos de Jack seguían igual de perdidos que cuando se despertó en el hospital. Sólo eran cada vez peores.

—Supongo que sí —dijo Julia, con los ojos clavados en él.

—¿Quieres seguir?

—No hay mucho más que contar.

Puede que eso fuera cierto, pero no era toda la verdad.

—Si no quieres contarme el resto, no hay problema.

—Vale.

Jack supuso que eso significaba que no iba a seguir. Pero Julia cambió de opinión en el último instante.

—El amigo de mi padre, o quien sea, está cada vez más alterado y cada vez mira menos la carretera. Seguimos discutiendo, pero esa parte no consigo oírla. Y llega un momento en que… Llega un momento en que él dice algo que me vuelve loca. No sé qué es, pero empiezo a gritar. Y él me grita también a mí. Está furioso. El coche va dando bandazos, pasando de un carril al contrario, pero no levanta el pie del acelerador. Intento quitarme el cinturón de seguridad y abrir la puerta, aunque vamos muy rápido. Él me agarra las manos para impedirlo. Yo sigo gritando y llorando. Me suelto y le araño la cara. Veo las líneas que dejan mis uñas y cómo empieza a salir sangre de ellas. Y veo también su expresión de ira justo antes de que me dé una bofetada que me estrella contra el reposacabezas. —Julia se puso la mano en la mejilla sin darse cuenta—. Me sangra la nariz en el sueño. Creo que me la ha roto, porque me cuesta respirar y…

—¿Y?

—Es culpa mía.

—No entiendo.

—El accidente en mi sueño es culpa mía. Me lanzo sobre el hombre y agarro el volante. Ni siquiera sé para qué. Supongo que para obligarle a parar. O… no sé. Quizá para acabar con todo de una vez. Un camión enorme llena el parabrisas cuando miro hacia delante. Consigo ver el rostro de su conductor. Está blanco. Supongo que él también ve nuestras caras. Y debemos estar igual de aterrorizados. El camión frena. El hombre frena. Huele a goma quemada. Pero yo no suelto el volante. Lo giro con todas mis fuerzas. Pasamos rozando el camión. El coche se levanta por mi lado y empieza a dar vueltas y vueltas de campana. No sé cuántas. Me estrello contra el techo y el suelo una y otra vez. Veo que el hombre se da con la frente en el volante. No lleva puesto el cinturón. Al final, el coche acaba de dar vueltas y se queda boca abajo. Seguimos en la carretera. De alguna forma consigo salir por la ventanilla de mi puerta. Él sigue dentro. No se mueve y tiene la cara destrozada. Yo me quedo sentada en la carretera porque ya no consigo moverme más. Duele. Duele mucho. Estoy sentada en un charco de mi propia sangre. Pero es demasiada sangre. La mayoría de las veces me despierto de mi pesadilla pensando eso: que toda aquella sangre no puede ser sólo mía.

Capítulo 33

T
ras la conmoción de asumir que él mismo era el asesino, que él había sido quien mató a su mujer y a su hijo, Jack estuvo a punto de meterse el cañón del revólver en la boca y acabar con todo de una vez. ¿Cómo podría soportar seguir viviendo?

Pero, por suerte, vaciló un instante y vio que había algo más dentro del cofre: una hoja de papel doblada por la mitad. Estaba escrita con su propia letra. Esta vez la reconoció sin la menor duda. Temblorosa y crispada, pero estaba claro que lo que allí ponía había salido de su puño.

La leyó en absoluto silencio. No le hizo sentirse mejor, ni aliviado. Aunque sí le dio un motivo para retrasar su muerte y una esperanza momentánea. La esperanza de vengar el asesinato de su familia. Después, quizá volvería a su idea de quitarse la vida. Pero aún no.

Lo que había escrito él mismo —sin saber cómo ni cuándo— con esa letra torpe y azorada, le daba sin ambages la clave del crimen:

El asesino es Kyle Atterton. Suele comer en el restaurante Abacus de Dallas, en el 4.511 de la avenida McKinney. No dejes que esta vez vuelva a quedar impune.

Tenía sentido. Ignoraba cómo, pero tenía sentido. Recapacitó: había encontrado el cofre antes de que Amy y Dennis fueran asesinados a sangre fría. ¿Cómo era posible?… Salvo que las cosas no hubieran ocurrido de esa manera. Quizá el viaje a Monument Valley con Amy y Dennis era una mera fantasía de su mente trastornada. A ellos los habían matado antes. él se dejó ese mensaje y luego volvió en su busca.

No había modo de hacer que toda la historia cuadrara, que fuera lógica; ni siquiera incluyendo en la ecuación su estado mental. Pero algo de todo eso era cierto, lo único que importaba: Kyle Atterton se había vengado de él asesinando a los seres que más quería. A los únicos que daban sentido a su vida.

Ya no quería vivir. Pero ¿cómo podría soportar morir ahora, sin vengarse antes de Atterton? ¿Sin hacerle pagar por lo que había hecho?

Dejó el revólver en la guantera del Jeep y arrancó el motor. Miró la hora. Eran las once de la noche. Dallas estaba a más de mil kilómetros de Albuquerque, hacia el este, en el contiguo estado de Texas. Si conducía toda la noche, aún podría llegar a tiempo de encontrar a Atterton en el restaurante al día siguiente. Salió a la carretera, dejando atrás Laguna Pueblo, y se dirigió sin vacilaciones hacia la gran ciudad tejana, sede de la compañía de armamento que pertenecía en parte a los Atterton.

Si aquel bastardo era el auténtico responsable, lo pagaría. Y si no lo era, habría un malnacido menos en el mundo. Eso convenció a Jack, le dio el último empujón para hacer lo que debía hacer. Después… ya nada importaba.

En el momento de tomar el desvío para incorporarse a la célebre ruta 66, comprobó, con impotencia, que una larga fila de coches taponaba la carretera. Más adelante, a unos cientos de metros, se veían las sirenas de varios coches patrulla. Jack no podía salir de ese embudo y tomar una vía alternativa. Trató de pensar con rapidez. Sacó el revólver del interior del cofre y lo metió en la guantera. No llevaba nada sospechoso, salvo el arma. Imaginó que sería un control rutinario de alcoholemia, y él no había bebido, de modo que los agentes no tendrían por qué registrar el coche.

Respiró hondo y se obligo a calmarse. Fue avanzando poco a poco, a medida que los coches que estaban delante de él lo hacían, hasta llegar al control. Dos vehículos de la policía ocupaban ambos arcenes. Habían colocado en la carretera una barrera de púas, que bajaban para permitir el paso a los coches una vez los habían inspeccionado. Cuando le llegó el turno a Jack, bajó la ventanilla y esperó a que el agente hablara.

Éste lo escrutó durante unos segundos sin decir nada. Luego le saludó y le pidió la documentación. La suya la llevaba en la cartera, pero la del coche, que era de alquiler, debía de estar en la guantera. Precisamente en el sitio donde había escondido el revólver sin darse cuenta de que necesitaría abrirla para sacar los papeles del vehículo. Lo único que podía hacer era moverse con mucha cautela, interponiendo su mano entre el policía y el arma para que éste no pudiera verla.

Jack trató de actuar con naturalidad.

—Es un coche alquilado —dijo, mientras empezaba a girarse hacia la guantera.

—¿Adónde se dirige? —le preguntó el agente.

Desde su posición, inclinado hacia la guantera, Jack volvió la cabeza para responder. Aprovechó para dar más información de la que le pedía el agente y así desviar su atención.

—A casa. Voy a casa. Vengo de Laguna Pueblo. He ido a cenar con unos amigos y es hora de regresar.

Su mano estaba ya dentro de la guantera, empujando el revólver al mismo tiempo que, con un par de dedos, intentaba agarrar la carpeta de la documentación. Le costó hacerlo, pero lo consiguió. Con el mismo cuidado fue cerrando la guantera mientras sacaba la carpeta, y después, aliviado, recuperó su posición para tendérsela al policía. Fue al mirar hacia él de nuevo cuando sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.

—Ponga las manos donde pueda verlas y baje del coche —le ordenó.

El cañón de su arma apuntaba directamente a la cabeza de Jack. Pero ¿por qué…? Entonces lo comprendió. Debían de haber encontrado los cadáveres de Amy y de Dennis. Aquel no era un control rutinario: lo estaban buscando a él. Precisamente a él.

No podía hacer otra cosa que obedecer. Jack soltó la carpeta y levantó las manos. El agente le abrió la puerta, sin dejar de apuntarle y de mirarle a los ojos ni un solo instante, y se echó un par de pasos hacia atrás. Otros tres policías le apuntaba desde el frente, por detrás y por el lado contrario.

—Ahora échese al suelo —le ordenó el mismo que le había pedido que bajara del coche.

Jack no trató de resistirse. Mientras le leían sus derechos, cumpliendo la ley Miranda, le pusieron las esposas, lo cachearon y le ayudaron a levantarse de nuevo. Desde el coche patrulla en el que lo introdujeron, pudo ver cómo apartaban el Jeep de la vía y retiraban el control. Creyó que lo llevarían directamente a comisaría para encerrarle en un calabozo, pero no fue así. Estuvo allí dentro, esposado, hasta que apareció Norman Martínez.

Cuando recibió la noticia de que la familia de Jack Winger había sido asesinada, y que éste era el principal sospechoso, no dio crédito a la información. Pero, ante la supuesta evidencia, decidió intervenir personalmente en cuanto fuera detenido. Sabía que no estaba bien. Que sus problemas psicológicos habían vuelto, después de un tiempo de tregua. Era su amigo y se lo debía. No iba a dejar que lo trataran como a un asesino sin conocer su versión. Le creía incapaz de cometer un acto como ése. Sólo necesitaba hablar con él y aclarar la verdad.

Martínez entró en el coche y ambos se quedaron solos en el interior.

—Jack, ¿qué ha pasado? ¿Lo hiciste tú?

—Norman, yo no… ¡No! Ha sido Atterton.

—¿Kyle Atterton? ¿El mismo al que denunciaste en Níger?

—Ha matado a mi familia. ¡Dios! Se ha vengado de mí asesinando a mi mujer y a mi hijo.

—Yo quiero creerte, Jack, pero las cosas pintan muy mal. Han encontrado un revólver en la guantera de tu coche y es del mismo calibre que la bala que mató a Amy. Lo siento. Me encargaré de que todo se aclare y me aseguraré de que te tratan bien en el calabozo, pero…

Jack miró a su amigo con infinita tristeza.

—No puedo dejar que me detengan. Sé que ha sido Atterton y dónde está. Tengo que hacérselo pagar.

—Eso no es posible. Hay que dejar actuar a la justicia. Si ha sido él, te doy mi palabra de que pagará por ello.

—Tú no lo entiendes —dijo Jack con impotencia—. Algo muy extraño me está pasando. Si no lo hago yo, sé que no lo pagará.

—Eso no es cierto. Atterton no quedará impune del crimen. Yo mismo me encargaré de…

—¡Te digo que no!

Martínez no tuvo tiempo de reaccionar. Nunca imaginó que Jack pudiera abalanzarse sobre él. Le empujó contra la puerta, con todo el peso de su cuerpo, y antes de que fuera capaz de reaccionar le quitó la pistola del cinto. Con ella en la mano, firmemente asida, se retiró hacia atrás y le encañonó.

—Norman, tú has visto lo que ese hijo de perra ha hecho.

—Dame el arma, Jack. Éste no es el modo.

—Perdóname, amigo. Pero no tengo otra opción. Tienes que entenderlo.

El policía bajó la cabeza. Estaba pensando en su mujer y sus dos hijas, no mucho mayores que Dennis. Si a ellas les pasara algo como lo que habían hecho con la familia de Jack, actuaría igual. Claro que le entendía, aunque no podía dejarle ir tras Atterton.

—¿Y cuál es tu plan? Estás identificado y en busca y captura. Aunque escapes ahora, te cogerán de nuevo. No podrás llegar hasta él. ¿Me oyes, Jack?

Éste parecía ausente, con los ojos vidriosos y perdidos en algún sitio lejano.

—Sí podré. Porque tú vas a ayudarme.

Sin esperar la respuesta de Martínez, Jack disparó contra la ventanilla del coche. Antes de que los agentes que estaban fuera reaccionaran, sacó un brazo y accionó el tirador de la puerta, que no se podía abrir desde el interior. Sacó a Martínez y se colocó tras él, rodeándole el cuello con un brazo y apuntándole a la sien con la pistola.

—¡Tirad vuestras armas! —exhortó a los otros policías.

Martínez no trató de zafarse. Giró lo poco que le fue posible la cabeza hacia Jack y le dijo:

—No lo hagas, por favor. Todo esto puede aclararse. Se sabrá la verdad…

—¡Suelte el arma! —gritó en ese momento uno de los agentes, acallando la voz de Martínez.

—¡Hagan lo que digo o mato a su compañero!

—Hagan lo que dice —repitió Martínez, seguro de que Jack cumpliría su amenaza. Tenía poderosas razones para ello.

Los agentes se mantuvieron en silencio, apuntando a Jack y en espera de la respuesta de su jefe. Éste, al fin, aceptó obedecer. Todos arrojaron sus pistolas al suelo y les dieron una patada para alejarlas.

—Esto es una locura —insistió Martínez, tratando de disuadir una vez más a su amigo.

—¡Ahora esposaos a los volantes de los coches! ¡Vamos!

Los cuatro policías, en parejas, se sentaron en los habitáculos de sus vehículos y se engrilletaron de una mano. Luego Jack les ordenó que tiraran las llaves y los teléfonos móviles fuera de los vehículos. Cuando lo hicieron, a regañadientes, les hizo también abrir los capós. Sin dejar de apuntar a Martínez, desconectó las baterías para que no pudieran usar las radios.

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