—Te toca.
Era Julia, que entretanto había llegado ya al otro lado de la verja. Jack se encaramó también a los barrotes y empezó a ascender por ellos. Todo fue bien hasta alcanzar el extremo superior e intentar pasar por encima. La cadena tenía un poco de holgura y el movimiento brusco de Jack hizo el resto. Una violenta sacudida lo dejó colgando, con la cabeza hacia un lado de la verja y el resto del cuerpo hacia el otro.
—¿Jack? —dijo Julia.
—Estoy bien.
—¿Jack? —volvió a repetir ella, más alto.
Ahora había aprensión en su voz. Él continuaba de espaldas, descolgándose por la verja sin ver lo que ocurría. —¡JACK!
El grito de Julia le hizo por fin girar la cabeza y ver lo último que esperaba encontrarse: otros seres humanos, que habían aparecido quién sabía de dónde. No eran el guarda ni tampoco pacientes de la clínica, o tan siquiera las «sombras», como Julia las llamaba. Se trataba de una pareja, un hombre y una mujer, aunque ahí se acababan sus semejanzas con Jack y Julia. Su aspecto no podría ser más lamentable. Vestían harapos que incluso un mendigo desdeñaría. Tenían el cabello ralo y sucio hasta un extremo inimaginable. Uno de ellos, el hombre, se lo rascó con unas uñas negras y partidas. Luego volvió, como su compañera, a lanzar manotazos al aire, como si espantara imaginarios insectos que revolotearan a su alrededor. La ropa hecha jirones dejaba ver buena parte de sus cuerpos. Estaban plagados de llagas y pústulas, que bien podrían ser picaduras de insectos terriblemente reales.
Jack se colocó entre Julia y la desdichada pareja.
—¿Quiénes sois? —les dijo con aprensión.
Poco antes se habían preguntado si todos en la clínica, incluidos ellos dos, estarían locos. Jack no lo descartaba, pero hasta en la locura hay grados, y nadie de la clínica —ni siquiera el propio Maxwell— se acercaba a la locura casi imposible que transmitían aquellos dos seres.
De la boca de la mujer surgieron de pronto unas palabras ininteligibles, si es que pertenecían en verdad a alguna clase de idioma. Eran dolientes como nada que hubieran oído jamás. Interrumpió su balbuceo sin previo aviso y alzó con brusquedad la cabeza. Se puso a olisquear el aire durante un segundo antes de mirar a su espalda.
Jack siguió su mirada lunática hasta la parte de la carretera recién alquitranada. No era capaz de imaginar qué podía estar viendo allí la mujer. Pero cuando volvió de nuevo el rostro hacia ellos, su gesto de locura se había transfigurado en el más absoluto terror.
Jack no llegó a preguntarle el porqué…
La mancha negra del suelo no era brea ni tierra quemada, sino millones de insectos. Todos posados en la tierra, inmóviles y sin hacer el menor ruido…
Como esperándoles,
pensó Jack sin poder evitarlo. Sus millones de pequeñas alas producían los destellos que le habían llamado antes la atención.
El enjambre empezó a alzarse. La destellante mancha de tinta negra se transfería de la tierra al cielo, tapándoles la luz del sol. Las pequeñas alas batían ahora al unísono. Su malévola vibración llenaba el aire.
El hombre huyó de inmediato. Jack imaginó que ella haría lo mismo. Por eso le horrorizó ver que se lanzaba gritando hacia la viviente marea negra. Sólo Dios podía saber por qué. Quizá por pánico. Quizá por ser incapaz de seguir viviendo de ese modo.
Jack y Julia la vieron moverse como a cámara lenta. El enjambre la envolvió. Miles de insectos comenzaron a picarle una y otra vez. La mujer abrió la boca en una mueca grotesca y emitió un alarido ronco. Lo ahogó la corriente de insectos que se le coló dentro.
—¡NOOO!
El grito de Jack sonó distante e irreal. Julia estaba petrificada.
La mujer empezó a convulsionarse. La riada de insectos dentro de su cuerpo la estaba asfixiando. Le picaban en la garganta, en el esófago, en el interior de los pulmones. El cuerpo se le dobló como si fuera a quebrarse. De su boca saltó un chorro de sangre, vómito e insectos. Los ojos se le pusieron en blanco.
Estaba ya muerta antes de desplomarse en el suelo polvoriento. Era imposible que no fuera así.
—¡CORREEEEE! —gritó Jack.
Julia seguía paralizada. La agarró de los brazos y la sacudió con violencia. Eso la hizo por fin reaccionar. Se lanzaron a la vez contra la verja. Fue algo instintivo. Dieron la espalda al enjambre para escalarla. Sólo unos segundos, pero en su imaginación se vieron picados con saña hasta morir.
Saltaron al interior desde lo alto. La posibilidad de romperse el cuello era mejor que esa muerte horrible. Julia se hizo daño al caer. Jack la cogió medio en brazos y corrió con ella. Una parte del enjambre seguía sobre el cuerpo de la mujer. Igual que las moscas sobre la carcasa reseca del conejo que Jack pisó antes. El resto estaba completamente quieto en el aire, justo al otro lado de la verja. Como si ésta fuera una barrera cuyo paso se encargaran de impedir.
O como si «pensaran» que su mensaje había sido ya transmitido. Alto y claro: no salgáis de la clínica. Ningún insecto podía tener voluntad suficiente para algo así. Pero eso era justo lo que parecía: que sus miles de pequeños cerebros y cuerpos se habían unido en una sola criatura, un guardián consciente y maligno.
Ni Jack ni Julia habrían parado nunca de correr, pero sus piernas ya no eran capaces de sostenerles. El aire se resistía a entrar en sus pulmones lo bastante rápido. Abrían y cerraban la boca con la misma ansia que unos peces asfixiándose fuera del agua.
Jack se volvió y miró de inmediato hacia la verja. La habían dejado ya muy atrás, pero temió ver al enjambre en el cielo, a punto de lanzarse sobre ellos. No había rastro de él. Se dejó caer en el suelo. No con alivio, sino por pura extenuación.
—¿Estás bien? —dijo entre jadeos.
Julia no fue capaz de responder.
—Ya ha pasado.
Se lo decía también a sí mismo. Todo había pasado y seguían con vida.
—¿Estamos locos? —le preguntó Julia, recobrado un poco el aliento.
Jack comprendió al instante a qué se refería. Ella había pensado lo mismo que él. El comportamiento de aquel enjambre, la voluntad que aparentaba dirigirlo, era la gota que colmaba el vaso, la que rompía todas las reglas. A no ser que estuvieran los dos mucho más locos de lo que pensaban, y que aquello fuera una alucinación. O algo peor.
—No lo sé —respondió Jack con sinceridad.
—No querían que saliéramos —dijo Julia resoplando—. ¿Tú también te has dado cuenta?
Jack la miró, por primera vez, con auténtico miedo en los ojos.
—¿Qué es este sitio?… ¿Qué es este sitio de verdad?
L
o que Jack hizo después de encontrar a su familia muerta no fue lo que habría hecho una persona equilibrada. Pero él —resultaba obvio— no era una persona equilibrada. Estaba ya anocheciendo cuando fue capaz de reaccionar y levantarse del suelo, donde había estado durante horas junto al cadáver de su hijo. Esta vez la realidad no cambió. Todo seguía igual: Amy y Dennis estaban muertos. Asesinados.
La impresión fue tan grande que la mente de Jack estuvo todo ese tiempo perdida en un pozo sin fondo, incapaz de regir o extraer un simple pensamiento lógico. Sin embargo, al final salió de esa negrura y empezó a hilar ideas. No podía imaginar quién había cometido un crimen tan horrendo, pero dos pensamientos emergieron, salieron a flote como maderos que, por muy profundamente que se sumerjan, siempre encuentran el camino hacia la superficie: ¿Habría cometido él mismo, enajenado, semejante atrocidad? ¿No pensaría eso la policía?
Por ese último motivo no avisó a nadie. Ni siquiera a su amigo Norman Martínez. Lo único que podía ocurrir es que se viera obligado a detenerlo. Aunque no fuera culpable, esa opción resultaba la más lógica. Y era algo que no podía permitir que sucediera. No hasta acabar lo que había empezado.
Necesitaba saber la verdad. Ahora más que nunca. Si se descubría que era el asesino, no haría falta que nadie le juzgara: él mismo se quitaría la vida por pura tristeza y desesperación. Pero, si no lo era, aún le quedaba una cosa por hacer: que el culpable o los culpables pagaran por lo que habían hecho. Como fuera, aunque le costara su propia vida.
De pronto, otra idea surgió en su conciencia: ver a Pedroche. Verlo en persona, en la realidad, en su refugio de Laguna Pueblo.
Jack salió de su casa con la sensación de que aquella construcción ya no era su hogar. Le parecía irreconocible, como si lo alejara de ella una enorme distancia en el espacio o el tiempo. Ya no había nada que lo atara a aquel lugar. Ni siquiera quiso dejar el todoterreno de alquiler y conducir su querido Mustang. Volvió al Jeep y lo llevó hasta Laguna Pueblo respetando todas las normas de circulación. La desesperación se había convertido en una extraña tranquilidad. Una tranquilidad tan negra como el pozo en el que estuvo sumido desde que encontró los cuerpos sin vida de Amy y de Dennis.
Pero aún había un rescoldo encendido en su alma. Por eso decidió ir hasta Laguna Pueblo. Aunque apenas era consciente de ello, todavía le restaba un minúsculo brillo de esperanza: que todo aquello no fuera más que el fruto de su mente trastornada. Un clavo ardiendo al que se agarró con todas sus fuerzas.
A esa hora, el viejo indio no se encontraba en su puesto de abalorios. El atardecer estaba a punto de dar paso a la noche. Jack se fijó en la alargada sombra que proyectaba su cuerpo mientras caminaba hacia las casas del pueblo, de arquitectura tradicional indígena. No sabía en cuál de ellas vivía Pedroche, pero no iba a abandonar por eso. Llamó a la puerta de la primera de todas. Al rato, abrió una mujer casi tan ancha como alta. No esperaba a un blanco a esas horas y le dedicó una mirada recelosa. Su gente había aprendido que nada bueno venía de esa raza de conquistadores y ladrones, que les habían llevado enfermedades, whisky y confinamiento en reservas.
—¿Qué quiere? —preguntó a Jack con los ojillos temerosos.
—Discúlpeme por molestarla. Busco al viejo Pedroche. ¿Sabe usted dónde vive?
—¿Al viejo Pedroche?
La mujer parecía dudar sobre la pregunta de Jack y si debía o no darle esa información.
—¿Para qué lo busca? —inquirió al cabo de unos segundos.
—Es amigo mío. Tengo que… preguntarle si podría hacerme un collar especial. Tiene que ser esta misma noche. Olvidé mi aniversario y no querría que mi mujer…
Jack pensó rápido y evitó que se le saltaran las lágrimas al evocar a Amy. Su mentira consiguió disipar las dudas de la gruesa india, que al fin decidió responder a su pregunta.
—Ah, si es por eso, le diré dónde vive Pedroche. Es al final de esta calle, en la última casa. Pero no le diga que se lo he dicho yo. Ni le llame viejo. A veces tiene muy malas pulgas, y nunca se sabe por dónde va a salir.
—Descuide.
La india cerró la puerta con una expresión aún seria, a la que Jack trató de contestar con un leve gesto de agradecimiento. Luego giró hacia la izquierda y avanzó por la calle sin pavimentar. No era muy larga, quizá formada por diez viviendas como la de la india que acababa de darle las indicaciones.
Dentro de la casa de Pedroche había luz. Una luz ambarina y tenue. Jack golpeó la puerta con los nudillos y esperó a que el viejo la abriera. Éste no tardó mucho en aparecer. Jack deseaba pensar, sin un motivo real para ello, que le recibiría como si lo estuviera esperando. Con todas las respuestas en la boca. O, por lo menos, algunas de ellas.
—¿Jack? —dijo el viejo al abrir la puerta. Su gesto no mostró la menor extrañeza, se mantuvo impertérrito.
—Pedroche, tiene que ayudarme.
Ahora las lágrimas sí afloraron al fin a los ojos de Jack. El anciano se echó a un lado.
—Mi casa es tu casa.
Ya dentro, Pedroche guió a Jack hasta un pequeño salón. Estaba cubierto por una alfombra en el suelo y tapices en las paredes. Éstos mostraban escenas pictóricas del quehacer tradicional de los indios, con un diseño algo infantil pero cargado de expresividad y fuerza plástica.
—Siéntate donde quieras —dijo Pedroche, abarcando con los brazos abiertos toda la amplitud de la sala.
Jack se acomodó en una especie de puf ancho y chato, circundado de borlas. Su expresión era doliente. Frente a él, el viejo indio ocupó, con las piernas cruzadas, otro asiento similar. Cogió el cigarro, que había dejado en un cenicero, y lo chupó con fruición. Su cara se contrajo al aspirar el humo como un odre vacío, esperando en silencio a que Jack hablara.
—Yo… —dijo, secándose las lágrimas—. La otra noche… tuve un sueño.
—Un sueño premonitorio —dijo Pedroche sin que sonara a pregunta.
—¡¿Lo sabe?!
El anciano levantó una de sus manos sarmentosas.
—Si no fuera así, no lo habrías mencionado ni estarías aquí. ¿Qué te reveló el sueño?
—Era un perro que… Era usted, había un perro que se convertía en usted. A ese perro lo había visto otras veces. Pero…
—Apacigua tu espíritu, joven amigo. Ese perro era tu espíritu guía. El espíritu de un antepasado. Una vez me dijiste que tienes sangre india. Ésa es la explicación.
Jack lo miraba sin comprender.
—Pero ¿por qué aparecía usted en el sueño? ¿Y qué me quiso decir, la última vez que le vi, con que todas las llaves abren una cerradura?
—Ahora ya sabes qué cerraduras abren las llaves, y que incluso algunas cerraduras no precisan de ninguna —dijo Pedroche, adquiriendo de nuevo su tono enigmático. Algo que se intensificó aún más al añadir—: El perro tomó mi forma en tu sueño porque yo soy tu antepasado. Tu ancestro venido del mundo de los espíritus para guiarte y ayudarte.
Aquello era absurdo. Jack estaba boquiabierto.
—¿Usted? Pero… mis antepasados indios vivieron hace más de un siglo…
Pedroche remarcó las palabras al contestar:
—Así es.
—No… ¡No! Estoy muy enfermo… Esto no puede ser… ¡No puede estar pasando!
—Sabes que lo que te digo es verdad. Lo sabes en el fondo de tu corazón.
Jack había empezado a sacudir la cabeza y se balanceaba de atrás adelante como en un espasmo demente, asaltado otra vez por el recuerdo de su familia muerta.
—No es posible… No es posible… Nada de esto tiene sentido…
—Lo tiene. Yo te he guiado y tú mismo te has ido dejando las pistas. Debías crear esa intriga para creerlo. Para comprenderlo. Yo no podía revelarte la verdad sin más.
—¿La verdad? ¿Qué verdad? ¿Qué es lo que tengo que comprender?