La torre prohibida (21 page)

Read La torre prohibida Online

Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

BOOK: La torre prohibida
3.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

Atravesaron el hall de la clínica, todavía con los signos de la batalla campal provocada por Maxwell. Seguía sin saberse a dónde se lo había llevado Kerber. Era el tema de conversación principal de los pocos pacientes que aún se molestaban en charlar unos con otros. El interés de Jack no se limitaba a la mera curiosidad. Preferiría no volver a acercarse nunca a él, pero, en apariencia, conocía mejor que nadie los misterios de la clínica. O, al menos, era más consciente de su existencia que los demás. Jack ni siquiera imaginaba aliarse con Maxwell en ningún sentido, aunque quizá pudiera sacarle alguna información de utilidad. Pero, para hablar con él, antes tendría que encontrarle.

—¿Es normal lo que ha pasado con Maxwell? —dijo Jack—. ¿Que se lleven así a un paciente sin que nadie sepa adónde?

Miró a Julia con los ojos entrecerrados para protegerse del fulgor del sol. Caminaban sorteando montones resecos de barro, dejados por la tormenta y la pelea del día anterior.

—Maxwell es malo.

Esa afirmación, y el modo en que ella la expresó, la hicieron parecer incluso más joven de lo que era.

—Sí, ya me lo dijiste el otro día. —Que era un «mal bicho», habían sido sus palabras textuales—. Porque su pesadilla es una de las peores.

Fue el argumento que Julia le dio. También ella tenía los párpados entornados. Hoy sus ojos eran de color azul y se mostraban más pensativos que de costumbre.

—Su pesadilla es de las malas, sí…

—¿Y cómo se distingue una pesadilla mala de una que no lo es? ¿Por qué sigues creyendo, por ejemplo, que yo soy una buena persona si ayer mismo te conté que en mi pesadilla asesino y violo a una chica indefensa?

Habían terminado de atravesar el jardín y llegado al inicio del camino de grava. Lo flanqueaban unos árboles de aspecto centenario que les ofrecieron un poco de sombra. Julia no contestó hasta después de que hubieron recorrido un buen trecho bajo las protectoras ramas. Jack estaba sediento. Tenían que haber llevado unas botellas de agua.

—Yo creo que aquí no hay ninguna buena persona —habló por fin Julia—. Pero también que unas son mucho peores que otras. Y puede que Maxwell sea el peor de los peores.

—¿Así que yo sólo soy «menos malo»?

—Algo así.

—¿Y qué me dices de ti?

Julia pensó que se merecía la pregunta. Ella misma se había metido en la ratonera.

—No… estoy segura.

El primer instinto de Jack fue decirle «yo sí estoy seguro de que eres buena persona», o algo similar. Es lo que se supone que uno debe hacer en casos como éste. Pero lo cierto es que apenas la conocía, y estaba claro que en la clínica la mayoría de las cosas no eran como aparentaban ser. Siendo totalmente sincero consigo mismo, lo más que pudo hacer fue preguntarle:

—¿Qué te hace dudar?

—Mi pesadilla.

—¿Me la contarás algún día?

—¿No tienes sed?

El tiempo de las revelaciones se había acabado.

—Sí. Quizá deberíamos volver para coger agua.

Aún podía verse a sus espaldas el edificio de la clínica, no demasiado lejos.

—Hay un manantial por ahí —dijo Julia, señalando hacia delante—. No sé si el agua es potable, pero yo he bebido otras veces y no me he muerto.

La fuente natural no estaba tan cerca como se desprendía de sus palabras, sino cinco kilómetros más adelante, a sólo uno de la verja de salida. Además, había que desviarse del camino para llegar hasta ella. Julia condujo a Jack ladera arriba por una empinada loma, bajo el sol inmisericorde.

—¿Falta mucho?

Desde hacía rato, Jack notaba la lengua acartonada.

—Allí.

Julia señaló un frondoso parche verde oscuro. Contrastaba con la rala vegetación circundante, amarilleada por tantos días seguidos de calor.
El agua es vida,
pensó Jack. Él no tenía tendencia a lo melodramático —estaba bastante seguro de ello—, pero en ese momento aquel manantial le pareció poco menos que un regalo de los dioses. No obstante, se contuvo. Lo caballeroso era dejar que Julia bebiera primero.

—¿A qué esperas? —le dijo ésta.

Siempre conseguía que parecieran tontas las convenciones sociales. Aun así, Jack le preguntó:

—¿No quieres beber primero?

—¿Por qué? Tú tienes más sed que yo.

No iba a discutirle eso. Se lanzó al manantial y se puso de rodillas a un lado. El agua emergía por un caño metálico embutido en la roca. El hecho de estar herrumbroso y con verdín no hizo que bebiera con menos ansia toda el agua que consiguió contener entre las palmas de sus manos.

Dijera lo que dijese Julia, le pareció mal llenarlas de agua otra vez antes de que ella bebiera. Se volvió para pedirle que se acercara, pero ya no estaba a su lado. Se había puesto a escalar una nueva loma, igual de pelada y abrupta que la anterior.

Nunca dejaba de sorprenderlo. Era una mujer más dura de lo que parecía, por su complexión delgada y su aspecto hasta cierto punto frágil. Jack se preguntó si sería igual de dura por dentro.

Seguía muerto de sed. Lo poco que acababa de beber agolpadamente no consiguió sino hacerle ansiar más agua. Pero si ella podía aguantarse, también él. Fue tras los pasos de Julia después de lanzar una mirada anhelante en dirección al manantial. Ella estaba ahora parada en lo alto del promontorio, mirando con insistencia algo más allá de él. Desde el camino había creído ver una construcción que no recordaba de la última vez que estuvo por allí.

Pasado un rato, Jack alcanzó también la cumbre de la loma. Desde aquel punto elevado conseguían vislumbrar el muro que rodeaba los terrenos de la clínica. Serpenteaba a ambos lados de la verja hasta perderse entre los bosques. A Jack le animó la visión de tierras, árboles y montañas al otro lado de aquel muro. Era algo absurdo. ¿Qué esperaba encontrar si no? ¿Un vacío absoluto? Pero le hizo sentir una especie de alivio que, no obstante, no logró alejar del todo el mal presentimiento que tenía desde el día anterior. Ahora volvía con toda su intensidad.

—¿Qué es eso?

La pregunta de Jack se refería a una estructura adosada al muro, a unos doscientos metros a la izquierda de la entrada. La pequeña caseta le recordó al guarda que abrió la verja cuando le llevaron a la clínica. Aquel chamizo adosado al muro debía de ser su casa. Tenía un aire siniestro, que fue acentuándose conforme se acercaban a él. No corría una brizna de aire. Por eso tardó en llegarles el olor nauseabundo que emergía del lugar. Jack se alegró de no haberse llenado el estómago de agua o el hedor le habría hecho vomitarla.

Avanzaron tapándose la nariz. En condiciones normales se hubieran marchado, sin más. Pero habían ido buscando respuestas y quizá encontraran alguna en el tétrico cobertizo. Era poco más que eso. Estaba hecho de ladrillos y sus muros tenían un aspecto precario, como si los hubiera levantado alguien sin las mínimas nociones sobre construcción.

Frente a la puerta, la fetidez era tal que hizo a Julia doblarse de pronto en una violenta arcada. Se la notaba enferma y asqueada cuando musitó entre los dedos con que se tapaba la boca:

—Yo no pienso entrar ahí.

Tendría que hacerlo Jack solo, luchando también por contener las náuseas. Fuera lo que fuese ese lugar, no podía tratarse de la casa del guarda. Ningún ser humano sería capaz de habitar allí dentro.

Antes de abrir la puerta, Jack se quitó la camisa y se la enrolló lo mejor que pudo alrededor de la nariz y la boca. Sintió al instante los rayos del sol clavándosele en la piel del torso.

—Espérame aquí —dijo a Julia innecesariamente. Ella no iba a acercarse un palmo más al hediondo chamizo.

Jack casi deseó que la puerta estuviera cerrada con llave, pero al empujarla comprobó que no era así. Atravesó el umbral y, en un primer momento, lo cegó el contraste entre el fulgor del exterior y la oscuridad interior. Cuando por fin sus ojos se adaptaron un poco a la penumbra, se dio cuenta de dos cosas. Una era que no iban a encontrar allí respuestas, sino todo lo contrario. La otra, que su suposición inicial era acertada: aquella debía ser, en efecto, la vivienda del guarda.

En una esquina había un catre mugriento. Y a la derecha estaba lo que debía de ser la cocina. No es que hubiera fuegos ni un horno. Tan sólo una encimera improvisada con una tabla. Sobre ella descansaba un plato con un pedazo de carne cruda a medio comer. A su lado había un cuchillo enorme, manchado de sangre coagulada. Por encima colgaban varios animales. Todos despellejados con la clara intención de servir de alimento, aunque parecían medio putrefactos. Unos jugos infectos, de color verdoso, rezumaban de sus cuerpos para acabar goteando en el suelo y la encimera. Jack vio un par de conejos, algunas aves y también una pieza mayor. Bastante grande, de hecho. Le faltaba una parte que coincidía con el trozo sanguinolento del plato. La forma de ese otro animal no dejaba lugar a dudas sobre lo que era: un perro de gran tamaño.

Capítulo 29

L
os kilómetros de la carretera desaparecían bajo las ruedas del Jeep como una serpiente que estuviera siendo tragada por otra. Jack conducía a toda velocidad y de un modo temerario, sin ni siquiera darse cuenta. Apenas había otros vehículos en la vía. Lo único que Jack deseaba era llegar a casa. Llegar a casa y reencontrarse con su familia. Por eso tardó un rato en advertir que una sirena se encendía a su zaga. Un coche patrulla de la policía había salido tras él desde un cruce, donde estaba oculto controlando que los conductores no circularan a más velocidad de la permitida.

El agente accionó también la sirena acústica e hizo un gesto a Jack para que se detuviera en el polvoriento arcén. Pero éste no estaba dispuesto a perder tiempo. A la velocidad que iba, probablemente acabaría detenido y en el calabozo de algún pueblucho, hasta que el juez se dignara imponerle una sanción. Por eso apretó con más ímpetu el acelerador. Notó cómo el poderoso motor rugía y empujaba al todoterreno como una catapulta.

Tras él, el coche patrulla también aceleró. Ahora el ruido de la sirena era constante, amenazador. Aquel policía no iba a consentir que escapara. Entonces Jack reparó en que el indicador del tanque de gasolina estaba muy bajo. Tenía los ojos

fijos en él cuando la luz de reserva se encendió, emitiendo un pitido.

—¡No, Dios, no…!

Jack dio un golpe en el volante que le hizo describir una ese en la carretera. Estuvo cerca de perder el control, aunque logró enfilar de nuevo las ruedas hacia delante, en la recta que parecía infinita.

—¡Detenga el vehículo inmediatamente!

Era la voz del agente, amplificada por su megáfono.

—Lo siento… —musitó Jack, a punto de que se le saltaran las lágrimas.

Si aquel policía supiera lo que le ocurría, lo dejaría ir. Pero si se paraba en el arcén, lo detendría con toda seguridad.

Y más ahora, que había intentado escapar. El ordenador del Jeep indicaba que aún tenía combustible para cincuenta kilómetros. Estaba en Arizona. Ése era el margen que tenía para alcanzar la frontera del estado y cruzar a Nuevo México. Pero ¿cuánto le faltaba? No tenía ni idea de qué distancia había recorrido.

—Dios, por favor…

Si había un Creador, debía escucharle por una vez. Se lo pidió con toda su alma. Con la fe del desesperado.

El coche patrulla se estaba quedando atrás. Jack experimentó una repentina euforia que duró muy poco. Por delante de él había dos camiones adelantándose y ocupando todo el ancho de la vía. Avanzaban muy despacio. Jack se dio cuenta de que estaba echándoseles encima y que, si seguía a esa velocidad, chocaría contra ellos en pocos segundos.

Aflojó el pie del acelerador e hizo lo único que podía hacer: salirse de la carretera y pasarlos por el arcén. Levantó una enorme nube de polvo y tierra. El Jeep reculó y zigzagueó, aunque Jack pudo mantener el control. Regresó al asfalto y pisó de nuevo a fondo. El coche policial no se limitó a esperar a que los camiones se adelantaran, sino que lo imitó, aunque a menor velocidad. Ahora le sacaba una buena ventaja. Y Jack vio la luz en forma de cartel indicador. Estaba saliendo de Nevada para entrar en Nuevo México.

—¡Sí! ¡Sí! —gritó con todas sus fuerzas.

En cuanto cruzó la frontera del estado, el coche patrulla se detuvo y apagó las sirenas. Desde el retrovisor, Jack casi pudo ver el rostro airado del policía. Su presa se había escapado esta vez.

Continuó más despacio, para evitar nuevas complicaciones, y se desvió en la primera gasolinera que encontró a su paso. Era pequeña y vieja, sin ni siquiera un techo para protegerse del sol o de la inusual lluvia, que sin embargo era torrencial cuando se producía. El hombre que le atendió era casi un anciano, grande y grueso como un toro de rodeo. Mientras le llenaba el tanque, con la única clase de gasolina de que disponía, y le limpiaba el parabrisas, Jack aprovechó para llamar de nuevo al móvil de Amy. El indicador de cobertura estaba en el mínimo. Movió el aparato para intentar mejorarla y esperó la conexión.

Tampoco esta vez Amy lo cogió. Aunque los timbres de tono duraron menos. Jack lo achacó a la escasa cobertura y volvió a insistir, pero el móvil ni siquiera conectó. Lo único que Jack pudo escuchar fue un mensaje grabado de la compañía telefónica, en que se le informaba de la imposibilidad de establecer comunicación.

—¡Mierda!

—¿Está bien, amigo? —dijo el viejo, sin mover un músculo de su acartonado rostro.

—Sí. ¿Ha terminado?

—Ajá. Son cincuenta y dos pavos.

Jack pagó y regresó al coche. Al entrar, volvió a reparar en el cofre, que no seguía donde lo dejó, sino que había caído al suelo durante la persecución. Se inclinó para recogerlo y volvió a dejarlo en el asiento. Le pareció que dentro se movía algo pesado y duro. Tuvo otra vez deseos de abrirlo, pero se contuvo. Como se había prometido a sí mismo, no lo haría hasta encontrarse con Amy y con Dennis. El niño no tenía por qué saber nada de eso, pero sí su mujer. Ella era la única persona con quien podía compartir de verdad lo que le sucedía.

En ese momento, Jack pensó que hubiera sido mejor no conocerla. No haberse casado con ella. Habría encontrado a otro hombre con quien ser feliz. Pero entonces Dennis nunca hubiera nacido…

—Todo va a arreglarse —se dijo, y lo repitió varias veces mientras abandonaba la estación de servicio y regresaba a la carretera.

Llegó a las afueras de Albuquerque a primera hora de la tarde. No tenía que entrar en el casco urbano, de modo que tomó una desviación hacia el norte que enlazaba la autopista con la carretera que llevaba a su casa, unos kilómetros más adelante de Laguna Pueblo. Al dejar éste a un lado, sintió la tentación de dirigirse a él para buscar allí a Pedroche y preguntarle por su visión. Pero ahora había cosas más urgentes que resolver.

Other books

The Lodestone by Keel, Charlene
El juego del cero by Brad Meltzer
Creola's Moonbeam by McGraw Propst, Milam
Hexed and Vexed by Rebecca Royce
Eternal by H. G. Nadel
Wolfweir by A. G. Hardy