—Tú y yo no compartimos nada —dijo Bran secamente—. La Compañía de la Garra ya no existe. Tú mataste a muchos de sus miembros.
El elfo movió los hombros, indiferente.
—Muchos lo creen, pero nunca ha sido probado. Pero te perdono tus malos modales. Es evidente que tantos años de vagar por tierras desconocidas han acabado con la poca urbanidad que tenías.
—A diferencia de ti, yo soy lo que aparento.
El elfo estudió con la mirada al humano.
—No creo que eso sea algo de lo que debas sentirte orgulloso —observó irónicamente—. No obstante, debo admitir que siento una irreprimible curiosidad por tu súbita aparición. ¿Qué te trae de vuelta a la Ciudad de los Prodigios?
El tono de Elaith era de suave burla y su petulante sonrisa daba a entender que ya conocía la respuesta. Bran no tenía ni tiempo ni paciencia para los juegos del elfo, por lo que se limitó a dar media vuelta para irse.
—¿Te vas? ¿Tan pronto? No hemos tenido tiempo para hablar.
—No tengo nada que decirte.
—Oh, pero yo sí tengo cosas que decirte que pueden interesarte. Y no tienes por qué apresurarte; podrás seguir fácilmente el rastro de la pareja a la que sigues... a no ser que tus habilidades como rastreador se hayan oxidado tanto como tu gracia en sociedad.
—Los insultos de tipos como tú no significan nada.
La hermosa cara del elfo se contrajo de rabia.
—No somos tan distintos —dijo entre dientes. Elaith recuperó rápidamente la compostura, pero sus ojos ambarinos conservaron un brillo malévolo—. Tú has caído tan bajo como yo pero no eres capaz de admitirlo. ¡Mírate! A efectos prácticos fuiste exiliado y obligado a vagar por tierras lejanas y olvidadas. Ahora, se te rebaja a acechar en las sombras para tratar de desmentir tus feas suposiciones sobre la hija de Amnestria.
La faz de Bran se ensombreció al oír las últimas palabras del elfo, al que espetó:
—No mereces pronunciar su nombre.
—¿Ah, no? —le provocó Elaith—. La princesa Amnestria y yo éramos amigos de infancia en Siempre Unidos mucho antes de que tú fueras concebido. —Al llegar a este punto suspiró nostálgicamente—. Tanta gracia, tanto talento y potencial... Arilyn se parece mucho a ella; ha heredado el espíritu de Amnestria pero es taimada. Es una combinación realmente fascinante. Amnestria habría estado orgullosa de su hija, tal como estoy seguro de que tú lo estás —apostilló con voz cargada de sarcasmo.
—¿Qué interés tienes en Arilyn?
El elfo se quedó pensativo.
—Es algo excepcional que la vida te ofrezca una segunda oportunidad, incluso teniendo una vida tan larga como la de los elfos. En justicia Arilyn debería haber sido hija mía. —Elaith hizo una pausa y clavó en Bran una mirada apreciativa—. Y no la tuya.
El Arpista retrocedió. Elaith, complacido por la reacción, esbozó una malvada sonrisa.
—Sí, tu hija —se mofó el elfo, acosando al humano abiertamente para que admitiera que era verdad—. Qué vueltas que da la vida. El Arpista más honrado de todos es el padre de una de las mejores asesinas de Faerun.
—Arilyn no es la asesina —afirmó Bran.
—¡Pero sí que es tu hija! —cacareó Elaith, triunfante, leyendo la verdad en el rostro y la voz de Bran. En su opinión, lo único bueno de tratar con Arpistas era que, por lo general, eran demasiado nobles o estúpidos para fingir. De pronto el elfo torció el gesto—. ¿Sabe Arilyn quién eres? Sería terrible que averiguara que eres su padre cuando testifiques contra ella en un tribunal de Arpistas.
—No es asunto tuyo.
—Ya lo veremos. ¿Cómo está Amnestria? —inquirió, cambiando de tema—. ¿Dónde se ha metido todos estos años?
Bran se quedó en silencio, y sus ojos se llenaron de una profunda tristeza.
—Pese a todo, eres un pariente lejano de ella y no hay razón por la que no debas saberlo. Amnestria se exilió en secreto antes de que Arilyn naciera y adoptó el nombre de Z'beryl de Evereska. Murió hace casi veinticinco años.
—No.
—Es verdad. Cayó en una emboscada y la mataron un par de vulgares ladrones.
Elaith miró a Bran sin pestañear.
—Parece imposible —murmuró el elfo, acongojado, y bajó la mirada—. Nadie luchaba como Amnestria. ¿No se ha hecho nada para vengar su muerte?
—Sus asesinos respondieron ante la justicia.
—Yo no estaría tan seguro —replicó Elaith en tono sombrío. Cuando volvió a mirar a Bran, en la profundidad de sus ojos ambarinos ardía el odio—. Es posible que a Amnestria la mataran dos ladrones, pero fuiste tú quien la destruyó. Aléjate de Arilyn. La etrielle tiene su propia vida.
Elaith se inclinó hacia el Arpista; la viva imagen de un luchador en actitud de ataque. Con su malvada sonrisa se mofaba abiertamente de su rival.
—Por cierto, ¿sabes que Arilyn se hace llamar Hojaluna? Habiéndosele negado familia y rango se ha hecho un nombre propio y ha forjado su propio código. Y es buena. Ha desarrollado habilidades que harían estremecerse a su progenitor Arpista.
Tras una pausa, el elfo añadió:
—En respuesta a tu pregunta de antes, tengo en ella un interés tanto personal como profesional.
—No me gustan los acertijos.
—Tienes una mente demasiado simple para ellos. Te lo diré de modo que lo entiendas: Arilyn debería haber sido mi hija pero no lo es. Qué maravillosa compañera sería o... —Elaith sonrió maliciosamente—... qué consorte. Ella y yo, juntos, lograríamos muchas cosas.
Inmediatamente una de las manazas de Bran agarró la pechera de la camisa de Elaith y alzó bruscamente al otro en vilo hasta que los ojos de ambos estuvieron a la misma altura.
—Antes te veré muerto —rugió Bran.
—Ahórrate las amenazas, Arpista —replicó Elaith con desprecio—. Arilyn Hojaluna no tiene nada que temer de mí. Yo sólo quiero ayudarla a encauzar su carrera.
—En ese caso corre un grave peligro —concluyó Bran.
Elaith malinterpretó las palabras del otro y entrecerró los ojos amenazadoramente.
—Yo no represento ningún peligro para Arilyn —dijo entre dientes—. Pero no puede decirse lo mismo de ti.
De pronto, con la rapidez de una serpiente, Elaith empuñó una daga que dirigió a la garganta de Bran. Pero el maduro Arpista aún fue más rápido y lanzó al elfo al suelo. Elaith giró y aterrizó agachado sobre los pies, con la muñeca alzada, lista para lanzar la daga contra su antiguo amigo y enemigo.
Pero Bran Skorlsun se había esfumado. Elaith se puso de pie y volvió a guardarse la daga en su escondite.
—No ha estado mal —admitió el elfo refiriéndose a las habilidades del Arpista y se limpió un poco de polvo de las piernas—. Pero deberías guardarte las espaldas, viejo amigo.
Elaith regresó a su nuevo establecimiento. El encuentro había sido muy entretenido, pero aún tenía que resolver un montón de detalles antes de que la taberna pudiera abrir. Su mirada se posó en el gran letrero de madera de roble que habían entregado esa misma mañana y que ahora se apoyaba en el muro posterior del edificio. «Ha quedado muy bonito —se dijo el elfo, cambiando de posición para observarlo mejor—. Voy a ordenar que lo cuelguen de inmediato.»
El elfo recorrió con los dedos las letras en relieve del letrero que pronto adornaría la entrada de La Daga Oculta.
El sol del otoño iluminaba la plaza de la Doncella, que a esa temprana hora de la tarde era un hervidero de gentes y de vistosas mercancías. Según una leyenda, siglos antes de que Aguas Profundas fuera una ciudad allí se alzaba un altar en el que se sacrificaban jóvenes doncellas a los dioses dragones. Pero aquel día de ese oscuro pasado parecía muy remoto.
La hora del almuerzo ya había pasado, y en el cálido aire del otoño aún flotaban deliciosos aromas. Una multitud curioseaba entre los puestos de un mercado al aire libre en el que se podía comprar desde productos frescos a exóticas armas. Al otro lado de la plaza se ofrecían servicios, y tal vez doscientas personas pertenecientes a todas las razas y nacionalidades subían y bajaban los escalones de una galería en forma de arco.
A la plaza acudían quienes buscaban trabajo, recién llegados a la ciudad, viajeros a quienes les habían robado el dinero y necesitaban el billete de regreso, aventureros, sirvientes, magos, mercenarios; todos para ofrecer sus servicios. Allí se podía encontrar de todo. Desde luego, algunos servicios no se anunciaban abiertamente pero si alguien preguntaba podía estar seguro de dar con lo que quería discretamente.
También había un gran número de posibles patrones. Los jefes de las caravanas pasaban por la plaza de la Doncella para alquilar los hombres armados y exploradores que necesitaban para los viajes largos. Además, como la esclavitud estaba prohibida en Aguas Profundas, mercaderes y dignatarios procedentes de las tierras meridionales y del lejano oriente a menudo contrataban a sirvientes para reemplazar a sus esclavos. Incluso aquellos aventureros que deseaban formar partidas acudían allí.
En medio de tanto trajín estaba sentado Blazidon el Tuerto. Era, tal vez, el más conocido en su profesión y dirigía un boyante negocio haciendo de intermediario entre quienes necesitaban determinados servicios y quienes los ofrecían. Uno no podía imaginarse a alguien con menos aspecto de hombre de negocios que el canoso ex aventurero; presentaba un aspecto desaliñado, con ropas polvorientas y un cuerpo muy huesudo y nervudo. Probablemente su barba entrecana había sido bermeja en otro tiempo, pero ahora se veía mojada de cerveza y clamaba a gritos una visita al barbero. Un parche cubierto de polvo le cubría el ojo izquierdo, y un chaleco de cuero revelaba su pecho desnudo.
Los ayudantes de Blazidon —un secretario y un guardaespaldas— eran tan insólitos como su amo. El secretario era un talludo halfling más alto y esbelto que la mayoría de sus congéneres. El tipo superaba el metro veinte de estatura, una espesa pelambrera muy rubia le cubría cabeza, barbilla y pies descalzos, y llevaba calzas amarillas limón que hacían juego con la túnica. Su frívolo aspecto chocaba con su circunspecta conducta, pues escribía diligentemente en el libro de cuentas de Blazidon y contaba los pagos con una escrupulosidad que los halflings solían reservar a sus propios tesoros. El guardaespaldas era un feroz enano con unos abultados músculos y un hacha de afilada hoja que compensaba perfectamente su corta talla.
Arilyn dio un codazo a Danilo para alejarlo de un puesto de pastelillos y señaló al extraño trío.
—Ése es Blazidon. Si alguien conoce a nuestro hombre es él.
Danilo asintió.
—Mi familia suele contratar gente para las caravanas a través de él. ¿Por qué no me dejas que hable yo?
Arilyn dudaba, pero entonces comprendió que era una sugerencia muy acertada. No sería natural que un muchacho humano de clase baja y medios limitados hiciera el tipo de indagaciones que debía hacer. Pero el acicalado Danilo podría hacer preguntas sin despertar sospechas. Así pues, asintió y siguió a Danilo a un paso de distancia, como si fuera el criado de un acaudalado mercader.
Al ver que se acercaban, Blazidon alzó la vista y preguntó:
—¿Qué se os ofrece?
—Teníamos la esperanza de que pudiera ayudarnos a encontrar un patrón —respondió Danilo.
El único ojo bueno del hombre examinó de arriba abajo al noble y a su «criado» y frunció los labios.
—Tengo trabajo para el muchacho, sin problema, si es que sabe usar esa arma que lleva. Hay unos mercaderes de gemas que necesitan un par de mercenarios. En cuanto a ti —Blazidon miró a Danilo especulativamente—, he oído que una dama de Thay está buscando un escolta local para el festival. Que conste que normalmente no intervengo en este tipo de contratación, pero si quieres te diré dónde encontrarla.
Arilyn sonrió burlona, pero Danilo retrocedió un paso, horrorizado.
—Señor, me malinterpreta. No estoy buscando empleo, sino que debemos averiguar la identidad de...
Arilyn empujó a Danilo a un lado y tendió a Blazidon un esbozo al carboncillo del hombre al que habían atrapado con la cajita de rapé de Perendra. Aunque ella no era una artista, dibujar a un hombre con una sola oreja, la nariz torcida y una cicatriz causada por un rayo no era tan difícil.
—¿Conoces a este hombre? —le preguntó la semielfa con voz queda.
Blazidon contempló el dibujo con ojos entornados.
—Ése tiene que ser Barth. Hace tiempo que no lo veo por aquí. —Los ojos del hombre fueron del dibujo a Danilo y después a Arilyn—. ¿Con quién estoy tratando, chico? ¿Contigo o con tu amo?
—Conmigo —repuso Arilyn con firmeza.
—Bien. —El hombre asintió.
—¿Puedes decirme algo sobre él?
—No, la verdad es que apenas lo conozco. Hamit, su socio, es otra cosa. De él sí tendría mucho que decir.
—¿Dónde podemos encontrar a ese Hamit?
—En la Ciudad —respondió el hombre sin rodeos. En el argot de Aguas Profundas «Ciudad» quería decir Ciudad de los Muertos, el gran cementerio situado en el extremo noroccidental de la ciudad—. Debió de cruzarse en el camino de alguien. Lo encontraron con una daga en la espalda. —El hombre se encogió de hombros y añadió—: Son cosas que pasan.
—¿Tienes alguna idea de quién pudo haber contratado a Barth y a Hamit recientemente?
—Eso es precisamente lo que yo trataba de decir —explicó Danilo en tono quejumbroso. Pero nadie le prestaba atención.
—Es posible —contestó Blazidon, mirando al enano.
Éste extendió su robusta mano con la palma hacia arriba, al tiempo que gruñía:
—Paga.
Obedientemente, Danilo dejó caer una moneda de oro en la zarpa del enano. Éste la examinó, la mordió e inclinó ligeramente la cabeza en dirección al talludo. El secretario de Blazidon volvió varias páginas del libro.
—Ese par trabajaba para cualquiera que tuviera dinero —dijo el talludo con una voz semejante a la de un niño humano—. Eran guardaespaldas, matones, ladrones de casas e incluso cometieron uno o dos asesinatos, aunque sus víctimas nunca fueron gente importante. A Barth también le gustaba trabajar solo. Su especialidad era hurtar haciendo juegos de manos. Solía trabajar siempre con el mismo perista.
—El nombre del perista os costará algo más —añadió el enano. Danilo dejó caer un puñado de monedas de cobre en la mano del guardaespaldas. Pero el enano le lanzó una mirada tan torva que el noble se apresuró a añadir una pieza de oro.
—Jannaxil Serpentil —dijo el secretario—. Es un comerciante y erudito turmita que posee una librería en la calle de los Libros. Es un tipo bastante engreído, pero si uno tiene buena mercancía hay que acudir a él.