—¿Es posible que uno de esas sabandijas fuese el asesino de Arpistas?
—Nos anotaríamos un buen tanto si fuese así —dijo Siobban O'Callaigh con una amplia sonrisa.
—No. Ninguno de esos hombres era el asesino.
La capitana y sus hombres alzaron la vista, sorprendidos por la acerada voz con la que había hablado la semielfa. La capitana la presionó para que se explicara, pero Arilyn guardó un tenaz silencio.
La cara de O'Callaigh se puso roja de rabia y miró a Danilo para descargar sobre él parte de esa rabia.
—¿Qué ha causado todo esto? —preguntó, abarcando con un gesto la devastación general.
—Me temo que todo ha sido culpa mía —confesó Danilo con una tímida sonrisa—. Ya sabe que con la espada soy un inútil, por lo que traté de ayudar un poco lanzando un hechizo. Y parece que no salió del todo bien —concluyó de manera muy poco convincente.
—¿Que no salió del todo bien? —resopló O'Callaigh—. Óyeme, joven, aún debes a la ciudad los destrozos que provocaste la última vez que uno de tus hechizos «no salió del todo bien».
—Juro solemnemente que pagaré todos los daños —dijo el noble muy serio—. ¿Podemos marcharnos ya?
La capitana fulminó a Danilo con la mirada.
—Es posible que creas que por ser el hijo de lord Thann puedes marcharte como si nada. Pero yo veo las cosas de modo muy distinto. Aquí hay cinco cadáveres que tendrán que ser retirados e identificados, una plaza que debe limpiarse antes de que los comercios abran y un hechizo fallido sobre el que informar.
—¿Oh, tiene que informar sobre eso? Temo que la noticia de este pequeño contratiempo pueda empañar mi reputación de mago —dijo Danilo tristemente.
—Perfecto. Puedes estar seguro de que a la Cofradía de Magos no le hará ninguna gracia lo ocurrido —repuso la capitana Siobban O'Callaigh empujando al joven aristócrata con un dedo—. La cofradía presiona a la guardia para que ponga freno al uso irresponsable de la magia. Ya es hora de que respondas ante ella. Cuando los verdaderos magos acaben contigo, no podrás ni rascarte la espalda con tu varita mágica.
—Yo no uso varita. ¿Podemos marcharnos ya? —preguntó Danilo pacientemente.
Siobban O'Callaigh esbozó una desagradable sonrisa.
—Claro que sí. ¡Ainsar, Tallis! —gritó a sus hombres—. Llevaos a estos tres y encerradlos. El resto, limpiad esta porquería.
—Yo tenía otra idea en mente —protestó Danilo.
—Qué pena. Ya se lo explicarás al juez cuando acabe de tomar su desayuno. Estoy segura de que estará muy interesado en escuchar todo lo que tu muda amiga tenga que decir sobre el asesino de Arpistas.
Los dos guardias indicaron por señas al trío que los siguieran. Arilyn se inclinó para recoger la hoja de luna con la vista fija en el ópalo azul y blanco que ahora brillaba en la empuñadura. Ya se estaba enderezando cuando otra piedra, ésta ennegrecida y aún humeante, le llamó de pronto la atención. La semielfa la recogió, sin importarle quemarse los dedos, y le dio la vuelta. Entonces hundió los hombros y se la metió en un bolsillo de los pantalones.
—Quitadles las armas —ordenó O'Callaigh. El llamado Ainsar alargó la mano para coger la hoja de luna de Arilyn, pero la retiró enseguida lanzando una fuerte maldición.
—Por cierto, solamente Arilyn puede tocar esa espada —explicó Danilo con aire de naturalidad.
La capitana se mostró exasperada.
—De acuerdo —dijo—, que la semielfa conserve la espada, pero aseguraos de requisar todas las demás armas. Lleváoslos de una vez.
Con un ademán despidió al trío y a los dos guardias, y se concentró en los cadáveres esparcidos por la plaza. Ya amanecía, y sus hombres tendrían que darse mucha prisa para despejar la calle antes de que los comercios abrieran sus puertas. La capitana miraba con desaprobación todo lo que frenara las ruedas del comercio. «¡Por Beshaba! —maldijo O'Callaigh en silencio (siempre que veía a Danilo le venía a la mente la diosa del Infortunio)—, ¿por qué estas cosas siempre tienen que pasar cuando yo estoy de servicio?»
Encerrada en una pequeña celda, Arilyn Hojaluna sostenía en una mano un topacio ennegrecido. Una y otra vez pasaba un dedo sobre el símbolo grabado en la parte inferior de la piedra, como para convencerse de que aquélla no era realmente la marca de Kymil Nimesin. Desde el momento que vio la lista de Arpistas y zhentarim muertos, con ambas columnas perfectamente equilibradas como en un libro de cuentas, había sospechado que su viejo mentor estaba detrás de los asesinatos. Las palabras de la sombra elfa habían disipado cualquier duda.
Equilibrio. Kymil lo había preconizado siempre. Según él, bien y mal, salvaje y civilizado, o incluso masculino y femenino eran términos relativos. El estado ideal, decía, se lograba con el equilibrio. Y con su espantoso e incomprensible plan el elfo dorado también buscaba el Equilibrio con mayúsculas.
Pero quedaba la cuestión de por qué lo hacía. ¿Qué injusticia, qué desequilibrio podía exigir la muerte de Arpistas inocentes? ¿Por qué Kymil la había engañado a ella, una etrielle a la que conocía desde la infancia? ¿Y el Arpista, Bran Skorlsun, qué papel desempeñaba él en esa retorcida historia del asesino de Arpistas? Por muchas vueltas que le diera a la cabeza, no obtenía ninguna respuesta. Agotada y muy afectada, Arilyn acabó por dormirse en el camastro de la celda.
Cinco clérigos se afanaban en torno al cuerpo medio carbonizado de uno de los elfos más respetados y temidos de Aguas Profundas. Sus plegarias se elevaban en un poderoso canto que iba dirigido a Corellon Larethian, Señor de los Elfos.
La voz de Filauria Ni'Tessine, cantora de Círculo, se superponía a la de los sacerdotes. Filauria poseía aquel raro don elfo que normalmente se empleaba para unir a los elfos místicamente entre sí y con las estrellas del cielo en noches en las que bailaban extáticamente. Pero ahora su canto mágico entretejía las plegarias de todos los clérigos reunidos hasta formar una sola hebra, un acorde encantado de increíble poder.
Filauria cantaba sin descanso, pálida como la cera, con los ojos iridiscentes clavados en el lord elfo al que había jurado servir. Con todas las fibras de su ser y toda la fuerza de su magia elfa innata la elfa trataba de infundir vida a Kymil Nimesin.
El sol ya estaba alto en el cielo, y la mañana había transcurrido sin que los clérigos que oraban y la cantora de Círculo que tejía su magia repararan en ello. Justo cuando empezaban a desesperar la chamuscada piel del
quessir
mudó de color, adquiriendo el típico tono de capullo de rosa amarilla de un niño elfo dorado sano.
Todavía débil pero curado definitivamente, Kymil Nimesin cayó en un sueño reparador. Las plegarias y el canto de Filauria Ni'Tessine enmudecieron, y todos exhalaron un colectivo suspiro de alivio. La agotada elfa se desplomó en una silla.
—Es imposible —musitó uno de los clérigos más jóvenes mirando alternativamente a Kymil y a Filauria con sobrecogimiento. Aunque el clérigo era poderoso y su fe firme, había creído que nada conseguiría salvar a Kymil Nimesin. Lo que Filauria Ni'Tessine había logrado era tan fabuloso que sería recordado por los bardos, y su proeza se conocería en todas las naciones elfas.
Otro clérigo, de más edad, miró a Filauria comprensivamente. Todos conocían la devoción que la joven
etrielle
sentía por Kymil Nimesin.
—Nosotros lo velaremos. Ahora debes descansar —la apremió amablemente.
La elfa asintió y se levantó. Filauria salió de la alcoba de Kymil caminando como una sonámbula y atravesó la habitación contigua. Allí era donde antes el elfo dorado guardaba su bola de cristal.
Mientras contemplaba la devastación, la elfa se maravilló de que Kymil hubiera sobrevivido a los efectos de la explosión. Las paredes de la habitación se veían quemadas, y puertas y marcos de ventanas arrancados. Ya se disponía a salir de allí cuando diminutos fragmentos de ámbar crujieron bajo sus pies.
Filauria se dio cuenta de que eran los fragmentos de la bola de cristal y pensó que, cuando se recuperara, quizá Kymil sería capaz de reconstruirla mágicamente. La etrielle se hincó de rodillas y con dedos temblorosos fue recogiendo uno a uno los fragmentos de cristal.
Un tintineo de llaves arrancó a Arilyn de su sueño antes de estar del todo descansada. La semielfa se incorporó y se apartó algunos mechones de pelo de los ojos mientras la puerta de la celda se abría.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Casi mediodía. Eres libre —anunció el carcelero. El arco de caza, flechas, daga y cuchillo de la semielfa cayeron ruidosamente al suelo de piedra de la celda. Le habían «permitido» conservar la hoja de luna, pero se habían llevado todas las demás armas. Arilyn se puso en pie y las recogió rápidamente.
—Vosotros tres debéis de ser muy importantes, porque Báculo Oscuro en persona ha ordenado que os suelten —comentó el carcelero—. Incluso os ha mandado vuestros caballos; están delante. Debéis presentaros ante el archimago inmediatamente.
Arilyn murmuró algo ininteligible y salió a la luz del sol. Danilo y Bran Skorlsun la esperaban. El noble, con un aspecto impecable y vestido de verde bosque, miraba detenidamente el contenido de su bolsa mágica como si hiciera inventario.
—Parece que no falta nada —anunció con profunda satisfacción. —Ah, aquí estás —dijo alzando la vista ante la llegada de Arilyn—. Ahora ya estamos todos. Bendito sea el tío Khel por hablar en nuestro favor, ¿verdad?
—Dale las gracias de mi parte. —La semielfa montó la yegua zaina y le hundió los talones en los flancos. La yegua se puso en marcha hacia el este a paso vivo. Los dos hombres intercambiaron una mirada de perplejidad.
—¿Pero adónde vas? —le gritó Danilo.
—A buscar a Kymil Nimesin.
—¿El maestro de armas? — preguntó Bran Skorlsun con gesto sombrío—. ¿Qué tiene él que ver con esto?
—Todo —contestó Arilyn.
En un abrir y cerrar de ojos ambos hombres montaron y corrieron tras de la semielfa.
—¿Kymil Nimesin es el asesino? —preguntó Bran incrédulamente cuando la alcanzaron.
—Más o menos —repuso la semielfa sin aminorar la marcha.
—¿No deberíamos comunicarlo a las autoridades? —propuso Danilo.
—No. —La voz de Arilyn era implacable—. No metas a las autoridades en esto. Kymil es asunto mío.
—Sé sensata por una vez, Arilyn —la apremió el noble alzando las manos—. Tú no puedes sola con ese hombre. Y no debes.
—No es un hombre. Es un elfo.
—¿Y qué? ¿Por eso es sólo de tu competencia? Si realmente es el asesino de Arpistas, más o menos, deberías entregarlo a los Arpistas. Ya has hecho suficiente.
Arilyn replicó en voz baja y amarga, sin mirar a Danilo:
—Si, ya he hecho suficiente.
—Entonces...
—¡No! —La semielfa se encaró con el noble—. ¿Es que no lo entiendes? Kymil no es el asesino de Arpistas. Pero él lo creó.
—Te lo ruego, querida, no me hables con acertijos antes de almorzar —le suplicó Danilo.
—Kymil me entrenó, me impulsó a llevar una vida de asesina y luego me animó a convertirme en agente Arpista. —Arilyn rió sin alegría—. ¿No lo ves? Me modeló a su capricho.
Danilo se quedó pasmado por la sensación de culpa y la angustia que se pintaban en el rostro de su compañera. Entonces alargó una mano, agarró las riendas de la yegua de Arilyn y tiró de ellas.
—No hables así —le dijo—. Tú no eres la asesina de Arpistas.
—Supongo que, con la buena memoria que tienes, te acordarás de la balada de Zoastria.
Danilo se rascó el mentón sin saber a qué venía eso a cuento.
—Sí, pero no...
—Recita el pasaje sobre cómo invocar a la sombra elfa —insistió Arilyn.
Todavía muy extrañado, Danilo repitió:
Invocada a través de piedra y acero;
gobiernas la imagen de ti mismo,
pero cuidado con el espíritu
que mora en la sombra elfa.
—¿No lo ves? Kymil Nimesin invocó a la sombra elfa y la obligó a convertirse en la asesina de Arpistas. Éste es el topacio que llevé en la espada durante tantos años. —Arilyn se sacó del bolsillo la piedra quemada—. Éste es el símbolo de Kymil. Supongo que hechizó el topacio para poder llamar y gobernar a la sombra «a través de piedra», como dice la canción.
—Y así te vigilaba —añadió Danilo—. Si llevabas una gema encantada podía verte muy fácilmente en su bola de cristal. —El noble hizo una pausa y agitó un dedo en dirección a Arilyn como un maestro de escuela riñendo a uno de sus alumnos—. Kymil Nimesin te traicionó y empleó mal la magia de tu espada, pero eso no significa que tú hayas matado a los Arpistas.
—¿Ah no? —repuso ella amargamente—. Yo soy Arilyn
Hojaluna
. ¿Dónde acaba la espada y dónde empiezo yo? Si la sombra elfa es culpable y ella es mi reflejo, yo también tengo parte de culpa.
—No es la primera vez que veo la sombra elfa —dijo Bran Skorlsun, rompiendo al fin su silencio—, aunque en esa ocasión tenía otro rostro. No es más que la entidad de la espada y la espada es tuya, Arilyn Hojaluna.
—Tiene razón —convino con él Danilo—, y ahora también podrás gobernar a la sombra elfa. Fuera cual fuese su propósito, Kymil Nimesin fracasó cuando la sombra escapó de su control.
Arilyn rió con voz apagada.
—Han muerto más de veinte Arpistas. ¿Y dices que Kymil ha fracasado?
—Nosotros tres seguimos vivos —replicó el noble en tono sombrío—, y Kymil no ha conseguido la hoja de luna.
Al mediodía Kymil Nimesin se había recuperado ya por completo de la explosión mágica. Entre sus delgados dedos examinaba los diminutos fragmentos chamuscados, furioso por ser incapaz de reconstruir la bola de cristal de inestimable valor.
La esfera se había roto en mil pedazos cuando el lazo mágico que la unía con el topacio encantado se rompió. En el último instante antes de que la bola explotara, había visto una imagen que se le había grabado a fuego en el cerebro y que ahora lo atormentaba: la hoja de luna de nuevo completa pero fuera de su alcance.
Kymil no comprendía por qué la sombra elfa no le había llevado la hoja de luna restaurada. Durante más de un año la entidad había obedecido todas sus órdenes. El elfo dorado estaba tan acostumbrado a ser obedecido que ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que la sombra pudiera liberarse cuando el ópalo y la hoja de luna volvieran a estar juntas. Inexplicablemente, la sombra asesina —su mayor logro mágico— ya no estaba bajo su control. Había fallado en su última y vital tarea.