A escondidas Arilyn sacó una daga de una bota, se irguió y con ese mismo movimiento hundió la daga bajo las costillas de uno de sus atacantes. Por el rabillo del ojo vio que el otro hombre blandía una espada hacia ella. Arilyn se apartó a un lado, y la espada atravesó al hombre que la semielfa acababa de matar con la daga.
Mientras rodaba sobre sí misma, agarró la hoja de luna y se puso de pie con la agilidad de un gato. En tres rápidos golpes despachó al último de sus atacantes. La lucha había acabado. Arilyn no pudo ver a Danilo, por lo que supuso que había escapado de la plaza. La plaza del Bufón parecía oscilar, y la semielfa tuvo que apoyar la hoja de luna sobre los adoquines e inclinarse sobre ella. La herida no era de gravedad, pero las noches sin dormir le pasaban factura. En su mente oía una dulce vocecita que le susurraba que se echara a descansar.
El sonido de unos aplausos lentos y mesurados la transportaron de vuelta a la realidad.
—Caray, qué espectáculo —comentó cínicamente Harvid Beornigarth. El hombretón se levantó de la caja y anduvo hacia la semielfa pavoneándose y con la maza en una de sus manazas. Se detuvo justo fuera del alcance de la hoja de luna y le dijo con sorna—: Es hora de pasar cuentas.
Harvid alzó la maza hacia lo alto y la descargó con toda su fuerza. Arilyn reaccionó a tiempo para desviar el mazazo, pero el impacto la hizo caer de rodillas. El dolor estalló en su brazo herido, y la visión se le nubló. Resueltamente, parpadeó, para aclararse la vista y desdeñó el dolor, justo a tiempo de ver cómo Harvid, con una maligna sonrisa en los labios, levantaba la maza para darle el golpe de gracia. La aventurera concentró toda la energía que le quedaba en rodar a un lado para esquivar el mazazo.
El choque apagado del metal contra la madera resonó por la plaza. Arilyn alzó los ojos. Justo donde ella había estado momentos antes vio a un hombre alto con una capa oscura. Había sido su resistente vara la que había parado el golpe de la maza. Harvid se tambaleó hacia atrás, asombrado de la aparición del alto luchador. El salvador de Arilyn avanzó hacia él y hundió la punta de la vara bajo la cota de malla del zafio mercenario —que le quedaba demasiado corta— y en su barriga. Con un sonido gutural Harvid se inclinó por la cintura. La vara trazó un círculo y cayó con fuerza sobre el cuello del hombretón. Se oyó el ruido de un hueso al romperse, y Harvid Beornigarth se desplomó.
Arilyn se levantó dificultosamente. Su primera reacción fue de enfado por el hecho de que alguien hubiera interferido en el duelo.
—Me las podía arreglar sola —espetó a su salvador.
—De nada —fue la fría respuesta de éste.
En ese momento Danilo salió de entre los árboles. Parecía aturdido y se sujetaba la cabeza con una mano. Sorprendida de verlo, Arilyn dio la espalda al alto desconocido.
—Creí que habías huido —le dijo.
—No. Sólo perdí el sentido; más de lo normal, quiero decir. ¿Estás bien? —preguntó mirando preocupado la manga de la aventurera desgarrada y ensangrentada.
—Es sólo un rasguño. ¿Cómo estás tú?
—Lo mío es más que un rasguño, pero sobreviviré, creo. —El noble retiró la mano de la frente para mostrarle un buen chichón—. ¡Por los dioses, Arilyn, eres más peligrosa que esos asesinos! No tenías por qué lanzarme contra el árbol de ese modo. Si querías que me quitara de en medio sólo tenías que decírmelo. —Entonces reparó en el desconocido y preguntó—: ¿Quién es tu amigo?
El hombre se volvió hacia Arilyn al tiempo que se echaba hacia atrás la capucha que le ocultaba el rostro. Era menos joven de lo que sugerían su modo de luchar y su cabello negro como el azabache, y tenía un rostro curtido y surcado por arrugas producidas por el paso del tiempo. Arilyn reconoció en él al desconocido que había visto en La Casa del Buen Libar la noche que el Arpista bardo había sido asesinado.
—Que Mystra nos ampare —murmuró Danilo—. Pero si es Bran Skorlsun.
Antes de que Arilyn pudiera pronunciar palabra, un estallido cegador de luz azul la envolvió y la lanzó contra el suelo. Instintivamente alzó los brazos para protegerse los ojos.
En la plaza resonó nuevamente el sonido de la lucha, pero Arilyn había quedado temporalmente cegada por la explosión. Se frotó los ojos para tratar de librarse de aquellos puntitos revoloteantes que le oscurecían la visión. Primero recuperó la infravisión elfa, que le permitió distinguir la imagen multicolor del alto Arpista batiéndose con su vara de madera. En la noche resonaba furiosamente el sonido del entrechocar de madera y metal.
Pero no podía ver nada más. Bran Skorlsun luchaba contra algo incorpóreo que no emitía ningún calor. A medida que fue recuperando la visión normal la forma del segundo luchador se fue haciendo más nítida.
Era indudablemente una forma elfa, esbelta, oscura, ágil y, de algún modo, insustancial. Arilyn sentía los latidos de su propio corazón que le resonaban en los oídos mientras contenía la respiración y esperaba para poder echar un vistazo a la cara del elfo.
Los luchadores cambiaron de posición, y el luchador elfo giró hacia ella. Arilyn, estremecida, soltó el aire. Sí, era una luchadora elfa y le resultaba muy familiar.
—Es exactamente como tú —dijo Danilo a su espalda—. ¡Por todos los dioses! Es la sombra elfa de la que hablaba aquella antigua balada, ¿verdad?
—Sombra y sustancia —musitó Arilyn—. ¿Pero cuál de nosotras es cuál? —Los sentimientos de furia y amargura dieron una inyección de energía a la semielfa, que alzó la hoja de luna y cargó contra su sombra. El primer golpe debería haber partido a la criatura por la mitad. La espada la atravesó sin hacerle ningún daño, pero Arilyn continuó luchando contra su sombra. La hoja de luna pasó una y otra vez a través de la sombra elfa y de la centelleante espada que ésta empuñaba.
—¡Arilyn, para! —gritó Danilo, dando vueltas alrededor de la enfurecida batalla y tratando, sin éxito, de llamar la atención de la semielfa. En vista de que no podía detenerla sin que uno de los tres luchadores lo matara, el joven mago dio media vuelta y corrió hacia un banco. De la madera sobresalía un clavo oxidado, que Danilo arrancó. Entonces lo apuntó a Arilyn y rápidamente pronunció las palabras de un encantamiento ejecutando los gestos apropiados.
El clavo desapareció de su mano y Arilyn se quedó paralizada en medio de una estocada con la hoja de luna en alto. Danilo se abalanzó sobre ella, la agarró por la cintura y la arrastró lejos de la pelea. El cuerpo de la semielfa estaba rígido como una estatua, y el noble lo apoyó contra un olmo.
—Escucha —le dijo gravemente—. Siento haberte hecho esto pero tenía que detenerte antes de que, accidentalmente, mataras al Arpista. Después te arrepentirías, créeme. Ésta no es tu lucha, Arilyn. No puedes hacer daño a esa cosa con la hoja de luna; ella es la hoja de luna. ¿Es que no lo ves? Si te dejo ir, ¿me prometes portarte bien?
La mirada de Arilyn tenía un brillo asesino.
—No, ya veo que no —dijo Danilo con un suspiro. Puesto que nada más podía hacer esperó junto a la paralizada semielfa el resultado del duelo entre los dos extraños rivales. Mientras miraba cómo luchaban se preguntó si Arilyn repararía en el parecido que había entre la sombra elfa (su reflejo) y el maduro Arpista, que era su padre. El noble rezó para que no.
Los ojos elfos de Arilyn no reflejaban reconocimiento sino el miedo de un animal atrapado. Danilo sintió que lo invadía el remordimiento.
—Sauce —murmuró, y Arilyn quedó libre del hechizo. El brazo de la semielfa que sostenía la hoja de luna en lo alto descendió de repente, y la espada cayó ruidosamente sobre el suelo de adoquines. Arilyn ni se dio cuenta, pues su mirada seguía fija en la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
La extraña pareja se batía con ferocidad. La espada y la vara giraban y entrechocaban. La sombra elfa dirigió un amplió cortapiés hacia su rival. Pero, con una sorprendente agilidad, el Arpista saltó. Su manto se abrió y flotó hacia abajo al caer al suelo, dejando al descubierto una piedra azul brillante de gran tamaño que le colgaba de una cadena.
Al ver la gema los ojos de la sombra elfa se abrieron desmesuradamente y sus facciones, asombrosamente semejantes a las de Arilyn, se contrajeron en una expresión de triunfo. La hoja de luna se desplazó sobre los adoquines, como si estuviera viva, en dirección a la sombra elfa. En un abrir y cerrar de ojos la sombra empuñaba la espada con una mano y arremetía con su propia arma fantasmal para arrancar el colgante con el ópalo del cuello de Bran Skorlsun.
La hoja de luna llameaba con luz azul y, en respuesta, el ópalo también empezó a destellar. Los dos haces convergieron entre las manos de la sombra elfa con el sonido de una pequeña explosión, y el cielo se llenó de una energía que crepitaba furiosamente. El aire se arremolinó furioso alrededor de la plaza del Bufón, convirtiéndose en una tormenta mágica que levantaba las hojas y las hacía girar en torbellinos, volcaba cajas y hacía vibrar las armaduras de los hombres caídos de Harvid Beornigarth. En medio de aquella vorágine estaba la sombra elfa, envuelta en un halo de luz azul. Sus ojos se encontraron con los de Arilyn, y por primera vez habló.
—Vuelvo a estar completa y soy libre —anunció triunfante, su nítida voz de contralto resonando por encima del fragor desatado—. Escúchame con atención, hermana. Debemos vengar muertes injustas. ¡Debemos matar a quien a ti te engañó y a mí me esclavizó!
La corriente mágica se transformó en un grito inaudible que rodeó a Arilyn y Danilo, haciendo revolotear cabellos y capas. El noble empujó a la aturdida semielfa hacia el suelo y la protegió lo mejor que pudo con su capa y su propio cuerpo.
Hubo un segundo estallido de luz, una explosión sacudió la calle y la sumió en la oscuridad.
—¡Por aquí! —gritó Siobban O'Callaigh, esgrimiendo un sable y haciendo señas a sus hombres para que la siguieran.
El ruido de la explosión y el olor a azufre del humo había atraído a un destacamento de la guardia de la ciudad, que ahora corría por un pequeño callejón en dirección a la plaza del Bufón. Al llegar allí los guardias frenaron en seco sin poder dar crédito a sus ojos.
La capitana Siobban O'Callaigh no había visto un campo de batalla tan singular desde la Época de Tumultos. Parecía que un dios furioso hubiera reunido todos los elementos de la plaza, los hubiera agitado y después esparcido sobre los adoquines como quien arroja unos dados. De un par de enormes olmos se habían desgajado varias ramas; bancos y jardineras habían sido zarandeados violentamente de un lado a otro; y cajas y desperdicios del callejón habían volado hacia la plaza. También se veían algunos cuerpos retorcidos, algunos de lo cuales yacían en charcos de sangre. Pero el elemento más extraordinario de la macabra escena era una reluciente espada situada en el centro de la plaza en medio de un círculo ennegrecido. Espectrales volutas de humo todavía giraban, elevándose lentamente hacia el cielo matutino.
Mientras los guardias contemplaban la escena, uno de los cuerpos se movió. Un hombre rubio se incorporó lentamente apretándose cautelosamente las sienes con los dedos de ambas manos. Al moverse, su capa dejó al descubierto la forma yacente de una elfa. Arrodillado y de espaldas a los guardias, el hombre se inclinó en actitud protectora sobre la pálida figura y metió una mano en la bolsa que le colgaba del cinturón, de la que sacó una petaca plateada. Cuando la acercó a los labios de su compañera, en el aire flotó el inconfundible aroma almendrado del zzar. La semielfa farfulló algo, tosió y se incorporó.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Siobban O'Callaigh en un brusco tono oficial. El hombre rubio se volvió hacia ella, y la capitana de la guardia gruñó consternada y volvió a envainar el sable—. Danilo Thann. ¡Por los senos de Beshaba! Debería haber sabido que este desastre tenía algo que ver contigo.
—Capitana Siobban O'Callaigh. —Danilo se levantó vacilante—. Esta mañana tiene usted un aspecto absolutamente radiante. Y qué juramento tan interesante; muy visual, diría yo.
La capitana soltó un resoplido sin dejarse ablandar por los halagos del joven.
—¿En qué te has metido esta vez? —le preguntó.
—¿Está vivo el Arpista? —interrumpió la semielfa con voz apagada y aturdida.
—Lo estoy. —En el otro extremo de la plaza un hombre alto y vestido con ropas oscuras se levantó y se acercó lentamente a la guardia.
—¿Es que todos los malditos muertos de la plaza van a resucitar? —inquirió, exasperada, la capitana alzando las manos.
—Espero que eso no ocurra —replicó Arilyn en tono sombrío, y se puso en pie aceptando la mano que Danilo le ofrecía—. No me gustaría tener que matarlos a todos de nuevo.
—Muy bien, puesto que confiesas haber matado a estos hombres, tal vez podrías explicarme qué ha pasado —pidió la capitana O'Callaigh.
—Me llamo Bran Skorlsun —intervino entonces el hombre alto—, un viajero. Pasaba por aquí y vi a unos rufianes que tendían una emboscada a estos jóvenes. Ambos lucharon para defenderse, y yo les presté mi ayuda.
—Pues parece que no lo hiciste nada mal, viajero —dijo uno de los guardias, arrodillándose junto a una voluminosa forma cubierta por una cota de mallas. Al darle la vuelta lo reconoció y lanzó un gruñido.
—Caramba, que me aspen si ése no es Harvid Beornigarth; un mercenario medio bárbaro. Era un tipo realmente repugnante, pero no un ladrón corriente. Le gusta, o mejor dicho le gustaba, meterse en todo tipo de intrigas políticas. —El guardia enarcó una ceja en dirección a Danilo y añadió—: Me pregunto qué problema debía de tener con la nobleza.
—Ninguno —replicó Arilyn con firmeza—. Su problema era conmigo.
—¿Y tú quién eres? —preguntó bruscamente O'Callaigh. La capitana se agachó para examinar mejor al hombre caído, apartándose de un manotazo una de sus trenzas pelirrojas de la cara.
—Arilyn Hojaluna.
—Es una agente Arpista —añadió Danilo elocuentemente, como si el hecho de invocar la misteriosa y respetada organización pudiera mitigar la destrucción que lo rodeaba.
Todos los guardias se quedaron paralizados. Entonces se volvieron al unísono hacia Arilyn, y varios pares de ojos brillantes se clavaron en ella.
—¿Una agente Arpista? —preguntó Siobban O'Callaigh ansiosamente—. ¿El ataque iba dirigido contra ti?
Arilyn se limitó a asentir levemente, y los guardias intercambiaron incrédulas miradas con su capitana. Uno de ellos expresó con palabras las especulaciones que todos estaban haciendo.