La Venganza Elfa (42 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #fantasía

BOOK: La Venganza Elfa
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Con sólo echar una mirada a la untuosa sonrisa del comerciante Danilo supo que ya podía irse despidiendo de la mayor parte del dinero que llevaba. Era evidente que el hombre era un experto tratante de caballos. Como la mayoría de los nativos de Amn era bajo, grueso y de tez oscura. Llevaba una ropa colorida muy poco adecuada para los fríos vientos otoñales del norte así como una impresionante cantidad de joyas de oro y una sonrisa igualmente ostentosa. La avaricia brillaba en sus ojos tan claramente como los dientes de oro que iluminaban su sonrisa.

Para no perder tiempo Danilo sólo fingió que regateaba y acabó por entregar al encantado mercader casi la suma inicial que pedía. Asimismo aceptó las garantías del hombre de que una caravana de comerciantes partiría hacia Evereska por la mañana. Con esos caballos, juró el tratante fervientemente, el joven lord podría dormir hasta media mañana para que se le pasaran los efectos de la cerveza, y aun así alcanzar la caravana.

Cuando el amnita salió de la sala común para ir a buscar los caballos, Danilo enarcó una ceja en dirección al posadero.

—No es que dude de la sinceridad de ese mercader, ¿pero es cierto que mañana parte una caravana de comerciantes?

—Tres caravanas tienen previsto partir por la mañana y probablemente varias más pasarán durante el día. Si lo que quiere es entrar en la ciudad, le será muy fácil sumarse a una de ellas —respondió astutamente el elfo, contestando a la pregunta implícita de Danilo.

El noble asintió y se dispuso a marcharse.

—Bien. Bueno, será mejor que vaya a ver en qué tipo de caballos he malgastado el dinero de mi padre.

El comerciante amnita había acercado los caballos a la puerta de la posada, y Danilo vio con agrado que eran realmente magníficos —negros y briosos—, y que valían casi la mitad de lo que le habían costado. Mientras conducía sus nuevas monturas a los establos Bran se reunió con él. Tras dejar a sus caballos en un compartimento vacío cerca del que ocupaba la yegua de Arilyn, ambos hombres se acomodaron en el heno para esperar a que la semielfa llegara.

El grifón encantado que montaba Arilyn voló durante toda una noche y una mañana hacia Evereska. Por la tarde la semielfa divisó bajo sus pies las estribaciones envueltas en niebla de las colinas del Manto Gris. El corazón se le aceleró al pensar que regresaba al escenario de su niñez. A medida que las colinas se iban convirtiendo en montañas, Arilyn esperaba con impaciencia ver aparecer ante sus ojos los verdes campos y los frondosos y suaves bosques del valle de Evereska. Las manos que sujetaban las riendas de su mágica montura se relajaron un poco, y Arilyn empujó suavemente al grifón para que iniciara el descenso. Gracias al hechizo de velocidad el grifón era capaz de cubrir largas distancias. Incluso sin el hechizo era una criatura extraordinaria, con el cuerpo fuerte y rubio rojizo de un león y la cabeza y las alas de un águila gigante.

Arilyn no intentó volar directamente a Evereska. La ciudad estaba tan bien defendida que tendría pocas posibilidades de sobrevivir. En las montañas que rodeaban la ciudad había numerosos puestos de vigilancia, y los vigías elfos, que tenían ojos de lince, la verían antes de que pudiera acercarse a menos de diez kilómetros de Evereska. Y si trataba de volar por encima de su campo de visión seguramente se toparía con una patrulla de águilas gigantes que vigilaban los cielos. Los arqueros elfos que montaban las águilas tenían fama de no fallar nunca.

Así pues, Arilyn alejó al grifón de la ciudad amurallada y del valle circundante y lo hizo descender suavemente en el bosque occidental. Pronto vio un calvero muy familiar en el que se levantaba un gran edificio de piedra rodeado por estructuras de madera.

Puesto que un grifón no podía aterrizar en medio de los ajetreados comerciantes sin causar revuelo, la semielfa guió a su alada montura hacia una cañada cercana. El animal retrajo las alas y, cual águila gigante, fue descendiendo hacia el suelo en una vertiginosa espiral. Las almohadillas de sus pezuñas de león tocaron tierra, y Arilyn desmontó muy aliviada. Con un último chillido el grifón alzó el vuelo de regreso a Aguas Profundas, y Arilyn se encaminó a los establos de A Medio Camino.

Ahí estaba su yegua, brillante y en perfecto estado. Arilyn le dio unas palmaditas cariñosas y deseó tener más tiempo para poder dar las gracias a Myrin Lanza de Plata, pero él ya entendería que no había podido. La semielfa dejó una pequeña bolsa llena de monedas en el lugar habitual del compartimento como pago por el cuidado del caballo.

La luz dorada del atardecer iluminaba el cielo cuando la semielfa hizo girar al caballo en dirección a Evereska. Tras el vuelo a lomos del grifón encantado, su veloz yegua parecía correr a paso de tortuga, y su avance se veía frenado por las interminables caravanas de comerciantes que monopolizaban la carretera flanqueada por árboles. Mientras se abría paso entre el enjambre de carros y jinetes, la semielfa no reparó en dos hombres montados en sementales amnitas que la seguían entre la multitud.

Un insistente zureo estalló al otro lado de la ventana del estudio de Erlan Duirsar. El rostro del Señor elfo revelaba la aprensión que sentía cuando se volvió a su ayudante y le ordenó bruscamente:

—Deja entrar a la mensajera.

El joven elfo abrió la ventana de guillotina. La paloma gris que daba saltitos en el alféizar ladeó la cabeza como si, cortésmente, pidiera permiso para entrar. En una pata llevaba un pequeño rollo atado con cinta plateada.

—Lord Duirsar te recibirá —dijo el ayudante al pájaro. La pequeña mensajera voló directamente hacia el Señor elfo de las colinas del Manto Gris y aterrizó ante él con actitud expectante.

Una oleada de inquietud recorrió a Erlan Duirsar. Hacía bastante tiempo que no recibía ningún mensaje del puesto de vigilancia más occidental. Myrin Lanza de Plata era un orgulloso guerrero elfo que prefería resolver solo la mayoría de los problemas. Tenía que tratarse de algo realmente grave para que el «posadero» avisara a Evereska. Erlan desplegó el rollo y, mientras lo leía, su expresión de inquietud se intensificó.

Un cortés gorjeo, el equivalente a aclararse la garganta, hizo que Erlan volviera a fijarse en la mensajera. La paloma esperaba su respuesta con su diminuta cabeza ladeada inquisitivamente.

—No. No hay respuesta —le dijo Erlan—. Puedes irte. —La paloma saludó al Señor con una inclinación de cabeza y gorjeó algo que sin duda era una respetuosa fórmula de despedida. Luego se desvaneció en una pequeña nube de lucecitas.

—¿Señor? —preguntó el ayudante.

—Convoca inmediatamente a los consejeros. Deja bien claro que vengan enseguida y en el más estricto secreto.

—Sí, lord Duirsar. —El ayudante percibió el tono de urgencia en la voz del Señor. Hizo una reverencia y se dirigió a toda prisa hacia la esfera plateada que transmitiría la silenciosa llamada. Cada consejero llevaba un pendiente mágicamente sintonizado que le permitía transportarse directamente a la residencia de lord Duirsar.

Erlan Duirsar miró por la ventana al patio de abajo, una amplia plaza rodeada por edificios de mágico cristal rosa. Eran típicos ejemplos de la arquitectura de los elfos de la luna: caprichosamente asimétricos y al mismo tiempo sólidamente prácticos. En ellos vivían la mayor parte de los elfos y las elfas que formaban el consejo. En Evereska tanto los deberes como los privilegios del gobierno eran compartidos por todos, y los elfos del pueblo llano solían reunirse en la plaza para participar en rituales, celebraciones o en controvertidas reuniones del gobierno de la ciudad.

No obstante, Erlan Duirsar era quien tenía la última palabra en asuntos como el que ahora afrontaba Evereska. El Señor pensaba en esto mientras se dirigía a la sala de reuniones para hablar al consejo. Un poderoso y orgulloso grupo de elfos lo observó con diferentes grados de curiosidad e impaciencia.

—Sé que todos tenéis importantes asuntos que resolver, pero debo pediros que esta noche os quedéis aquí. Es posible que Evereska necesite el especial talento de cada uno de los miembros del consejo.

—¿Qué ocurre? —preguntó el jefe del Colegio de Magos.

—Bran Skorlsun ha venido a las colinas del Manto Gris.

No era necesaria más explicación.

Las primeras estrellas empezaban a titilar en el cielo cuando Arilyn entró en el jardín central atravesando el laberinto de arbustos de boj con rosales enroscados alrededor. Ante ella vio la estatua de Hanali Celanil, con la misma belleza radiante que la semielfa recordaba.

Arilyn se sacó un pequeño rollo del bolsillo y lo alzó, diciendo:

—Me dijiste que me reuniera contigo junto a la estatua de mi madre. Acabemos de una vez con esto.

La voz de la semielfa resonó en el jardín vacío. Hubo unos instantes de pausa, y entonces Kymil Nimesin salió de detrás de la estatua.

—Arilyn. No te imaginas lo encantado que estoy de verte —le dijo en su tono patricio, expresando satisfacción.

—Ya veremos cuánto tardas en cambiar de opinión —replicó Arilyn, al tiempo que desenvainaba la espada de Danilo con gesto de desafío.

Antes de que el arma abandonara su funda, varios guerreros elfos salieron de sus escondites entre los setos de boj. Espada en mano formaron un semicírculo detrás de Kymil, esperando que éste diera la señal de ataque.

—Ya empiezas a necesitar ayuda, ¿eh? —comentó Arilyn.

Kymil miró consternado la espada que empuñaba la joven.

—¿Dónde está la hoja de luna? —preguntó.

—Supongo que si estás aquí es porque la puerta elfa está cerca. No creerías que iba a traerme la hoja de luna conmigo.

Kymil se quedó mirando fijamente a Arilyn, tratando de decidir si la creía o no. Una simple mestiza no podía hacer fracasar su noble plan, su magnífico proyecto. Era imposible. Su apuesto rostro broncíneo relució con cólera justificada.

—¿Dónde está la hoja de luna? —repitió.

—Lejos de tu alcance —respondió Arilyn, risueña.

El elfo dorado entornó los ojos, que relucían malévolos, y cambió de táctica.

—Qué sorpresa. Has sido tan maleable durante todos estos años. ¿Quién hubiera pensado que podías ser tan terca y estúpida como Z'beryl?

Tal como Kymil pretendía, el comentario pilló por sorpresa a Arilyn. Una gélida sensación de pesar atenazó el corazón de la aventurera.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—¿Qué crees tú que quiero decir? —se mofó el elfo dorado—. Después de averiguar los secretos de la hoja de luna me costó quince años, ¡quince años!, descubrir que Amnestria y la puerta elfa se ocultaban en Evereska. De no haberme topado con algunos antiguos alumnos de Z'beryl de Evereska aún seguiría buscando.

—Dudo que ninguno de los estudiantes de mi madre conociera su identidad. Y no puedo creer que ninguno de ellos la traicionara —objetó Arilyn.

—Quizá no lo hicieron intencionadamente. Tal era su admiración hacia tu fallecida madre que trataban de imitar su poco habitual técnica de lucha a dos manos. —Kymil extendió ambos brazos—. Imagínate mi decepción cuando, al fin, encontré a la elfa y a la espada, pero resultó que el ópalo había desaparecido y que no podía localizar la puerta elfa. Naturalmente tu madre se negó a revelarme dónde estaba la piedra, por lo que me aseguré de que la espada la heredase alguien que prometía ser más razonable.

Arilyn palideció.

—Tú la mataste —afirmó.

—Por supuesto que no —se defendió Kymil en el tono de desdén de alguien convencido de que tiene razón—. Tal como dijo la guardia, fue asesinada por un par de ladrones, aunque es posible que yo les vendiera algunas armas encantadas. Y también es posible que les informara de que Z'beryl llevaba una bolsa muy cargada.

Arilyn lanzó a Kymil Nimesin un insulto en idioma elfo como un arma arrojadiza. El elfo dorado frunció los labios desdeñosamente.

—Si tienes que ser vulgar utiliza el Común. No contamines la lengua elfa.

—Repugnante asesino —barbotó la semielfa—. Ahora tengo una razón más para matarte.

—No seas pesada. Yo no maté a Z'beryl —repitió Kymil con calma—. Yo me limité a pasar cierta información a los ladrones que lo hicieron. Desde luego no lamento el uso que hicieron de esa información. —El elfo hizo una pausa y señaló con un ademán a los guerreros elfos desplegados a su espalda—. Muy pronto te reunirás con ella en la otra vida.

Arilyn vio un rostro familiar entre los guerreros.

—Hola, Tintagel. ¿Sigues siendo la sombra de Kymil después de tantos años?

—Sigo a lord Nimesin —la corrigió Tintagel con gélido desprecio—, como mi padre hizo antes que yo.

—Ya veo que habéis convertido el asesinato en un negocio familiar.

—¿Puede usarse la palabra «asesinato» para referirnos a la erradicación de los elfos grises? Sería mucho mejor usar «exterminación» —replicó el elfo dorado con sorna.

—Muy cierto —intervino Kymil—. Una vez abierta la puerta, mi Elite la cruzará y matará a todos los miembros de la mal llamada familia real. Después de haber exterminado a los usurpadores grises restauraremos el orden y el equilibrio debidos.

—Ya veo —replicó Arilyn lentamente—. Y Kymil Nimesin ocupará el trono elfo, supongo.

—Lo dudo. —Kymil lanzó un patricio resoplido de desprecio—. Los altos elfos, los verdaderos
tel'quessir
, no necesitan el vulgar boato de la realeza. Yo restauraré el consejo de ancianos, como el que gobernaba Myth Drannor.

—¿Crees realmente que lo harás? —le provocó Arilyn—. A mí me parece que primero tendrás que conseguir la hoja de luna. Me gustará ver cómo logras arrebatársela a Khelben Arunsun.

—Mientes —dijo bruscamente el
quessir
—. No puedes abandonar la hoja de luna cuando te apetezca. Ahora que la espada vuelve a estar completa, estás unida a ella como un recién nacido a su madre. Si la hoja de luna estuviera realmente tan lejos, ya estarías muerta.

—¿Qué quieres que te diga? —replicó Arilyn encogiéndose de hombros con aire indiferente—. Es asombroso de lo que una es capaz de hacer si está convenientemente motivada. Yo me niego a morir mientras tú sigas con vida. —La semielfa endureció el gesto y añadió—: Quizá tengas razón sobre la hoja de luna, y es posible que ni tú y yo sigamos con vida mucho tiempo. Kymil Nimesin, te desafío en combate singular. Que los dioses decidan quién vive y quién muere.

—Tu fatuidad resulta casi divertida —respondió Kymil—. El alumno nunca puede vencer al maestro.

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