—Oh.
Por el rostro del dandi cruzó un atisbo de sonrisa.
—Por la mañana, la criada verá una gran botella de zzar vacía encima de la mesa y dos figuras dormidas, entrelazadas en el camastro —explicó con un hilo de voz—. Saciadas y roncando.
—Con una notable semejanza contigo y conmigo, supongo —comentó la semielfa, que hundió la cabeza, resignada.
—Por supuesto. La ilusión durará hasta media mañana y para entonces ya se habrá descubierto el cuerpo del bardo.
Arilyn no tuvo otro remedio que admirar aquella solución, por retorcida que le pareciera.
—No es de extrañar que estuvieras a punto de caerte de la cornisa. Lanzar ese hechizo debió de costarte mucha energía.
—Sí, pero también fue divertido —masculló el humano y otra vez se inclinó peligrosamente hacia un lado. Rápidamente Arilyn lo ayudó a estabilizarse.
—Aguanta sólo un poco más —le instó—. La casa de Loene está al doblar esa esquina. ¿Ves ese enorme olmo allí delante? Pues eso es el patio trasero de la casa.
—La verdad, no me encuentro nada bien.
La mansión de Loene era como una fortaleza en miniatura, incluso tenía torres y torreones. La rodeaba una verja de hierro forjado tan decorativa como impenetrable. «Aquí estaremos seguros», pensó Arilyn. Al llegar a la puerta de la verja desmontó rápidamente, ayudó a Danilo a bajar del caballo y colocó uno de los brazos del hombre por encima de sus hombros. Danilo apoyaba todo el peso en ella mientras ésta ataba a la verja las riendas de sus invisibles monturas y forzaba la cerradura con un pequeño cuchillo.
—¿Tienes costumbre de entrar así? —farfulló Danilo, que observaba sus movimientos—. ¿Y ahora qué? ¿Nos lanzarán una bola de fuego o avisarán a la guardia?
—Ni una cosa ni la otra. Loene me conoce. No pasará nada —le aseguró Arilyn, demostrando más confianza de la que verdaderamente sentía.
Ella y Danilo seguían siendo invisibles, y eso podría ser un problema. No es fácil convencer a alguien de tu sinceridad si esa persona no te puede mirar a los ojos, pero tampoco podía permitir que Danilo malgastase energías para disipar la magia.
Arilyn tuvo que arrastrar casi a Danilo por el camino. Al llegar a la puerta alzó el llamador y golpeó con brío usando el código que le había enseñado Nain Silbidoagudo, miembro del grupo conocido como Compañía de los Audaces Aventureros. Sin duda los habitantes de la casa reconocerían el código; Nain había liberado a Loene de la esclavitud y después de eso, la mujer había compartido las andanzas del grupo durante muchos años.
La puerta se abrió unos milímetros, y una voz rasposa preguntó
—¿Quién es?
Era Elliot Graves, el sirviente de Loene. Sólo él conseguía que su voz sonara a un tiempo orgullosa y empapada de whisky.
—Soy yo, Graves, Arilyn Hojaluna.
—¿Dónde?
La puerta se abrió un poco más, y un rostro delgado y cauteloso miró a Arilyn pero, naturalmente, no consiguió verla. La semielfa no dudó ni por un momento que Elliot Graves tenía la maza a mano. El hombre era tan buen luchador como buen cocinero y no parecía nada satisfecho de que alguien hubiera violado el patio protegido por la verja de hierro.
—Estoy aquí, Graves, pero soy invisible. Traigo a un amigo que está gravemente herido. Por favor, déjanos entrar.
La urgencia que se percibía en su voz convenció al sirviente.
—De uno en uno —dijo abriendo la puerta sólo lo suficiente para que una persona pudiera pasar de lado.
Arilyn empujó a Danilo hacia adelante, y éste cayó de bruces sobre la alfombra calimshita.
—El primero —comentó el noble, tendido boca abajo, con voz de borracho.
La semielfa atravesó la puerta rozando a Graves y se arrodilló junto a Danilo. Al notar que Arilyn había entrado, el sirviente cerró la puerta de golpe y echó el cerrojo.
—¿Qué es tanto alboroto? —preguntó una voz imperiosa.
Arilyn alzó la vista. Loene había aparecido en lo alto de la escalera, ataviada con ropa de dormir de seda de un pálido color dorado y sosteniendo una daga decorada con gemas en cada mano. La cabellera leonada le caía en desorden sobre los hombros, y sus grandes ojos avellana recorrían el vestíbulo vacío. En el pasado había sido obligada a ejercer de «mujer de placer» por su exquisita cara y figura, pero después se había convertido en una hábil luchadora y aventurera. Ahora, en su madurez, la mujer seguía siendo hermosa y letal. Poseía la misma gracia que un felino del desierto y en aquellos momentos tenía un aspecto igualmente peligroso.
—Soy Arilyn Hojaluna —explicó la semielfa atropelladamente—. He traído a un amigo. Lo han envenenado.
—Elliot, tráeme el maletín de los venenos —ordenó Loene al criado, sin apartar la mirada de la alfombra que cubría el amplio vestíbulo. Graves se esfumó, sosteniendo aún la maza.
—Bueno, bueno. Arilyn Hojaluna. ¿Desde cuándo recurres a hechizos de invisibilidad? —inquirió Loene, al tiempo que bajaba la escalera con gracia felina. Al llegar abajo depositó las dagas encima de una mesilla de mármol.
—No he tenido otro remedio.
—Ya me lo imagino —replicó Loene secamente. La mujer hizo girar el anillo mágico que llevaba al tiempo que murmuraba las palabras que anularían el hechizo de Danilo. Al hacerlo, aparecieron encima de la valiosa alfombra dos siluetas que fueron tomando cuerpo hasta convertirse en las figuras de un hombre tendido en el suelo y una semielfa. Los hermosos ojos de Loene se clavaron en Arilyn con curiosidad.
—Ah. Ahí estás. Por cierto, tienes un aspecto terrible.
La mujer se aproximó a las figuras, se arrodilló junto a Arilyn y buscó al hombre el pulso con unos dedos de uñas decoradas con alheña.
—Fuerte y regular —dictaminó—. Tiene buen color y respira tranquilo. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Veneno, has dicho?
—Es una larga historia —se limitó a responder Arilyn, sin dejar de mirar, angustiada, a su compañero.
—Humm... Ardo en deseos de escucharla. Oh, gracias, Graves —dijo Loene cogiendo el maletín del criado—. ¿Quién es tu amigo?
—Danilo Thann.
—Dan... —empezó a repetir Loene, pero entonces rompió a reír desdeñosamente—. Chica, has escogido un momento muy extraño para empezar a confiar en quienes emplean la magia. Sus trucos de magia de salón fallan más que un cohete de Shou. ¡Uf! Y el aristócrata pesa lo suyo. Échame una mano.
Las dos aventureras lograron dar la vuelta al joven noble. Loene le levantó suavemente un párpado y luego el otro, se quedó pensativa un momento y eligió un pequeño frasco azul del maletín de pociones, que tendió a Arilyn.
—Un antídoto —dijo Loene—. Muy poco común. Funciona con una sorprendente rapidez.
Sin perder ni un segundo, la semielfa destapó el frasco, levantó a Danilo la cabeza y le acercó la poción a los labios. El hombre abrió de pronto los ojos.
—Imagínate que es rivengut —le aconsejó Arilyn con un toque de sombrío humor.
La sola mención de su bebida favorita animó a Danilo, que tomó un sorbo del antídoto. Inmediatamente pareció revivir, se apoyó sobre un codo y contempló el vestíbulo en el que se encontraba.
—Me siento mejor —anunció, sorprendido.
—¿Seguro? —insistió Arilyn.
—Casi tan bien como nuevo —añadió él, mostrándole subrepticiamente la palma de la mano. La marca era ahora mucho menos evidente, y la aliviada semielfa hundió los hombros tranquilizada.
Loene se sentó sobre los talones y contempló la escena que se desarrollaba ante sus ojos con una sonrisa. Hacía años que conocía a Arilyn y nunca la había visto tan agitada. Debería haber sabido que ninguna poción y ningún antídoto funcionaba tan rápidamente, y sus sentidos elfos —por lo general tan agudizados— deberían haber captado el aroma del licor de albaricoque que contenía el frasco azul.
«Ah, aquí pasa algo», pensó Loene. Si tenía una debilidad que estaba dispuesta admitir, ésta era que se volvía loca por las historias interesantes y poco corrientes. Y esa noche una había llamado a su puerta.
—Supongo que las explicaciones tendrán que esperar a mañana —dijo la mujer con voz pesarosa—. Por favor, Graves, lleva a nuestros invitados a sus camas.
—A su cama —corrigió Arilyn.
—Oye, oye; me parece que sobrestimas los poderes de la poción curativa —protestó Danilo.
La semielfa le lanzó una dura mirada que habría dejado helado a un hombre más prudente y acto seguido le dio la espalda.
—Con tu permiso, Loene, dejo a Danilo a tu cuidado. Yo debo atender unos asuntos importantes.
—Ni hablar elfa —replicó Loene con ceño, levantándose y poniéndose en jarras—. Tu amigo puede quedarse aquí hasta que esté en condiciones de viajar, pero si tratas de marcharte sin explicarme qué está pasando te arrancaré ese pellejo azul que tienes.
Arilyn se puso en pie con un suspiro de resignación.
—Muy bien, muy bien. Supongo que un breve retraso ya no importa demasiado. Será mejor que abras la botella de jerez y te prepares para escuchar una larga historia.
—Siempre guardo una botella llena, por si decides dejarte caer por aquí —ronroneó Loene, sonriendo satisfecha—. Tú te ocuparás de nuestro otro invitado, ¿verdad, Graves?
—Como ordene la señora.
La mujer y la semielfa se dirigieron del brazo al estudio de Loene para contarle sus aventuras.
Danilo las miró marchar sentado en la alfombra con las piernas cruzadas. Con una satisfacción puramente personal se fijó en que Arilyn le lanzaba una última mirada de preocupación antes de marcharse. Un significativo carraspeo le llamó la atención, y alzó la vista hacia el criado. La maza que le colgaba del cinto desentonaba con el elegante mobiliario del vestíbulo.
—Si se siente con fuerzas para andar, señor, le mostraré su habitación. —Cuando Danilo asintió, Graves se inclinó y ayudó al noble sin demasiada amabilidad a ponerse de pie.
Danilo se colgó del brazo del sirviente y procuró apoyarse en él mientras subían lentamente la escalera. Dos enormes mastines negros los siguieron, sin quitar ojo de encima a Danilo. El aristócrata rezó para que estuvieran bien alimentados. Asimismo se dio cuenta de que el enjuto sirviente era asombrosamente fuerte y que su voz ronca de bebedor y sus ojos del color del frío acero no hubieran llamado tanto la atención en el campo de batalla como en el distrito del Castillo de Aguas Profundas. Era tranquilizador, y súbitamente Danilo se sintió un poco mejor por lo que debía hacer; si tenía que dejar sola a Arilyn unas horas, al menos estaría bien protegida.
El dandi dejó que Graves lo condujera a una habitación de invitados lujosamente decorada y lo ayudara a sentarse en una silla.
—¿Desea algo más el señor? —preguntó Graves fríamente.
—Sólo dormir —le aseguró Danilo—. Esa poción hace milagros.
—Sí, señor. —El criado cerró la puerta firmemente tras de sí.
Danilo escuchó hasta que los pasos de Graves se alejaron. Cuando todo quedó en silencio se levantó y cogió la bolsa mágica que llevaba anudada a la cintura. De ella sacó el libro de hechizos y un trozo de cuerda. Rápidamente estudió las runas de una de las páginas y se aprendió de memoria el complicado hechizo que debía lanzar. Una vez aprendido, volvió a meter el libro en la bolsa.
No le quedaba ni rastro de aquella sensación de letargo. Los efectos del veneno se habían disipado mucho antes de llegar a casa de Loene, aunque había fingido debilidad para alejar a Arilyn de la posada y de un asesino capaz de esfumarse de una habitación cerrada con llave.
Danilo abrió una ventana, ató la cuerda a un pilar de la cama y descendió por ella hasta el patio. Tras su experiencia en la cornisa de la posada no tenía ninguna intención de probar un hechizo de levitación desde un segundo piso, ni con ni sin antídoto. «Por cierto —se dijo— debo averiguar qué era ese brebaje. Era realmente bueno.»
Entonces sacó de la bolsa mágica los ingredientes del hechizo y ejecutó una complicada serie de gestos y cantos. Tras elevarse hacia el cielo nocturno y saltar por encima de la verja, aterrizó sobre la calle ligero como una pluma. Finalmente, caminó en silencio hasta la parte delantera de la casa y anuló el encantamiento de invisibilidad de su caballo.
En el horizonte el cielo nocturno apenas empezaba a aparecer plateado cuando Danilo se puso en marcha hacia el oeste por la avenida de Aguas Profundas. Un poco más allá unos pocos parroquianos estaban saliendo de la Casa de Placer y Salud de la Madre Tathlorn, una mezcla de sala de fiestas y casa de baños muy lujosa y popular. Era una señal inequívoca de que pronto amanecería.
Danilo Thann dio una violenta sacudida a las riendas del caballo y lo puso al galope en dirección a la cercana torre de Báculo Oscuro.
Mientras cabalgaba, Danilo reflexionaba acerca de todo lo sucedido esa noche. Le hubiera encantado oír la versión de Arilyn de la historia, aunque mucho se temía que él salía bastante mal parado en ella.
Danilo estaba acostumbrado a que lo tomaran por tonto, incluso su propia familia: su padre lo solía reconvenir con severidad y sus hermanos mayores lo trataban con desdén. Danilo lo aceptaba como parte de su papel, pero cuando los ojos elfos de Arilyn le devolvieron su propia imagen en forma de insulso petimetre, Danilo se preguntó si sería capaz de seguir con aquella charada.
Tal vez había llegado el momento de hacer algunos cambios.
A aquella velocidad Danilo pronto llegó a donde vivía el archimago. La torre Báculo Oscuro parecía impenetrable, pero sólo lo era para los no iniciados. Una serie de poderosas defensas mágicas y dispositivos igualmente mágicos protegían la torre, amén de un muro de seis metros de alto. No había puertas visibles y las únicas ventanas se abrían en los pisos superiores.
Danilo desmontó junto al muro y murmuró una cantinela; las palabras de un simple hechizo que mantendría a su caballo atado. Con otro rápido encantamiento abrió un portón. El noble atravesó el patio a grandes zancadas y, tras golpear el muro de la torre y pronunciar su nombre en voz baja, pasó por una puerta invisible que conducía al vestíbulo del mago.
Khelben Arunsun «Báculo Oscuro» bajó la escalera de caracol para saludar a su sobrino.
—Veo que, finalmente, has aprendido a atravesar la puerta.
Danilo sonrió de oreja a oreja y se frotó un imaginario chichón en la cabeza.
—He tropezado con ella bastantes veces, ¿no crees?
—Desde luego. Vamos, sube. Estaba esperando tu informe —dijo Khelben, haciendo gestos a Danilo para que lo siguiera a la sala de estar.