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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (10 page)

BOOK: Las horas oscuras
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—¿Qué deseáis de mí?

—Como he dicho, Patrick estaba construyendo una valiosa biblioteca con las obras que traía de sus viajes, pero su sangre era irlandesa y acogió con entusiasmo nuestro regalo: la
Tech Screpta
más rica de la isla: cientos de varas de Filí en Ogham con nuestra memoria. Dice la leyenda que san Columbano ordenó quemarla, pero es una falacia propagada por fanáticos. Estuvieron a buen recaudo en las grandes cuevas de El Burren y ahora creemos que reposan en algún lugar oscuro de esas ruinas cristianas.

Brian miró el cenobio. Finn intuyó lo que barruntaba y siguió hablando:

—Tratáis de localizar alguna parte que se hubiera preservado de la tragedia.

Brian se estremeció al ver cómo de nuevo el druida intuía sus secretos; había recorrido las ruinas buscando infructuosamente entre los escombros partes intactas de la antigua biblioteca.

—La destrucción es mayor de lo que esperaba —reconoció desolado.

—Hay algo que quizá no sepáis: Patrick logró acceder al sagrado espacio subterráneo. ¡Abrió una entrada al
sid
!

Brian dio un respingo.

—¿Creéis que…?

—Tras el asalto, buscamos durante días entre los humeantes restos. —Sus ojos se empañaron por la tristeza que le provocaba aquel recuerdo—. En vano. No hallamos ni una sola vara de Filí quemada, y eso alimenta la esperanza de que tal vez Patrick consiguió ocultarlas en el interior del túmulo.

—¿Qué ocurrió con los monjes? —preguntó Brian.

—Se localizaron varios cuerpos calcinados, pero no el de Patrick. Las gentes de Clare, también su hermano el rey Cormac, creen que el incendio acabó incluso con sus restos, pero, para nosotros, su desaparición junto con la de la biblioteca y la
Tech Screpta
aviva la esperanza. Desde la tragedia, siniestros rumores envuelven la abadía. Algunos de los nuestros vieron sombras rondar las ruinas… ¡Pero ahora estáis vos aquí y sabemos que sois bien recibido! —Finn tomó a Brian por los hombros con firmeza—. Los dioses nos desprecian por nuestra pobreza de espíritu: en tres décadas no hemos logrado encontrar la entrada. —Entonces sonrió abiertamente y añadió—: Pero jamás perdimos la esperanza; las runas anunciaban la llegada de alguien que abriría de nuevo el
sid
. Si tenéis éxito y la Providencia ha preservado las varas de Filí, os ruego que las conservéis en la nueva biblioteca de San Columbano con el mismo respeto con que las guardó vuestro predecesor, Patrick O’Brien, que descansen en este lugar sagrado y que podamos consultarlas a su debido tiempo antes de que la escritura Ogham también se vele a nuestra comprensión. Os aseguro que su contenido nada tiene que envidiar al saber de griegos o romanos.

La mirada del monje destelló con una intensidad que despertó la curiosidad del propio druida.

—He dedicado años a rescatar libros de polvorientas criptas, de ruinas sin nombre, incluso de bibliotecas en las que no merecían permanecer —aseguró Brian henchido de pasión, revelando la firmeza de sus convicciones—. Si esa entrada existe, la encontraré, y si las varas de Filí aún se conservan, reposarán en la nueva biblioteca. En el
scriptorium
serán transcritas al gaélico en vitelas de ternero. —De pronto el rostro del monje se agrió—. Siempre que Cormac lo permita, claro está. Es posible que yo acabe en el patíbulo y San Columbano arda de nuevo en llamas.

Finn asintió, era consciente de la realidad.

—Ahora contáis con la protección de los druidas de Irlanda. Somos apenas un puñado disperso por la isla, pero algunos reyes aún nos escuchan y nuestras sentencias son respetadas por los habitantes. El rapto de un prisionero aprovechando vuestra condición de invitado es una ofensa grave y exige una reparación según las Leyes Brehon. Pero Cormac es codicioso. Si pretendéis restaurar el monasterio, sin duda es que contáis con medios para ello; compartirlos con el rey contendrá su ira. —Los ojos de Brian refulgieron; Finn lo estudió con gesto solemne y añadió—: Vuestro camino será largo y tan azaroso como el de los héroes de las antiguas sagas. Irlanda es vuestra tierra y os acoge como a un hijo.

Tras esas palabras, el druida se retiró en silencio y, ajeno a la oscuridad reinante, se internó en el bosque.

Brian, aturdido ante el oscuro misterio que parecían contener las últimas palabras del anciano, se cubrió con la capucha para combatir el frío y regresó al monasterio. El amanecer estaba próximo y tenía muchas cosas en que pensar.

Capítulo 11

Dana despertó de una terrible pesadilla de sombras y sangre; sentía un dolor sordo en todo el cuerpo, pero su mente abotargada se había liberado por fin del mareo producido por la fiebre. Respiró hondo y se movió lentamente; sus músculos se quejaron pero supo que las fuerzas habían regresado. La muerte había aplazado el nefasto encuentro.

¿Qué la había despertado?

Aguzó el oído y lo oyó: música… Notas con la suavidad de la madera pero sin la estridencia de la gaita.

Se levantó con dificultad —cada movimiento le resultaba doloroso— y una vez de pie tuvo que apoyarse en el muro y aguardar. Se acercó con paso tambaleante a la tronera; anhelaba sentir la luz del exterior. Tras un leve empujón, las maderas cedieron, la luz del atardecer se coló en la cámara y una suave brisa agitó la blanca túnica que vestía; la belleza de la naturaleza la emocionó.

Comprobó que estaba en el último nivel de la torre circular, bajo el techo cónico. En Mothair decían que Patrick O’Brien la había mandado construir al estilo de Glendalough y otros conocidos cenobios de la isla. Veía parte de la fachada principal del viejo monasterio y, más allá, la oscura línea irregular de los acantilados y las rocas que brotaban de las aguas espumosas. Bandadas de alcatraces descendían sobre el mar en vuelo rasante y remontaban luego sobre la escarpadura vertical hasta detenerse en sus inaccesibles nidos con suaves aleteos.

Y entonces el sonido de la melodía la atrapó. Provenía de una ventana del área inferior del edificio grande, pero desde su ángulo sólo podía ver parte del hábito del monje junto a la jamba medio derruida y unas manos que sostenían un estrecho cilindro de madera oscura. Una flauta. Había visto tocar ese instrumento a algún bardo galo en las ferias que visitaba de niña. Los largos dedos del monje danzaban con habilidad sobre los agujeros y le arrancaban notas mágicas. No alcanzaba a verle el rostro.

El sol flotaba sobre la línea del horizonte y se reflejaba sobre las aguas con un brillo dorado que llegaba hasta el borde del acantilado. Una ligera bruma alteraba los tonos naturales de la hierba y las rocas, que adquirían un aspecto onírico, de profunda belleza. Suaves ráfagas de brisa cimbreaban los pastos multiplicando la gama de verdes. El alma de Dana le concedió una tregua y se emocionó ante la belleza del atardecer y aquella música de ecos antiguos.

Poco después, el ocaso derivó hacia tonalidades añiles y azuladas y los detalles del paisaje se difuminaron. La flauta enmudeció y Dana sintió de golpe un vacío abrumador. Secándose las lágrimas, se asomó sobre el alféizar para intentar verle.

El monje observaba el mar, sereno y pensativo. Recibía con una profunda inspiración cada ráfaga de brisa que ascendía por el risco, como si quisiera embeberse de la pureza que portaba el viento desde tierras remotas.

—Brian —susurró intrigada.

Conocía su nombre, lo había oído en el bosque y la noche de su rescate. Sabía que no era un simple religioso; sus habilidades de guerrero, el modo en que se había orientado en el tupido robledal y el hecho de que hubiera arriesgado la vida por ella la tenían desconcertada. El Sendero de las Brumas, un antiguo camino que cruzaba el intrincado bosque ahorrando horas de camino hasta el antiguo
sid
sobre el que se alzaba el monasterio, era para los habitantes de Mothair una vieja leyenda de pastores; sin embargo, Brian lo había localizado como si supiera leer las señales dejadas en la Antigüedad por los druidas. Un cúmulo de enigmas se arremolinaba en la mente de la muchacha.

Desde la protección que le brindaba la atalaya lo observó a sus anchas, intrigada. Su melena, sorprendentemente limpia, de la tonalidad de las castañas pero con algunos mechones rojizos, se agitaba con el viento. Una pequeña tonsura en la coronilla recordaba su condición clerical. Bajo la holgada túnica se adivinaba una constitución recia, atlética. Rostro agraciado y piel bronceada por un sol poderoso, ajeno a la brumosa Irlanda. Finas cejas oscuras sobre unos ojos grandes cuyo color, semejante al brillo esmeralda de los pastos, era lo único que ella recordaba de la noche que la había sacado de las mazmorras. Nariz recta, ligeramente torcida en la punta, recuerdo de algún encontronazo pasado. Una fina barba recorría su mandíbula enmarcando unos labios carnosos. Todo en él irradiaba una serenidad que ella envidiaba. Salvo en los ancianos druidas que la acogieron en el bosque, no recordaba haber visto dulzura en los ojos de un hombre.

De pronto, como si hubiera percibido su escrutinio, Brian se volvió hacia la aspillera y sus miradas se cruzaron durante un instante. El corazón de Dana saltó y se apresuró a retirarse de la tronera. Desconocía qué intenciones tenía ese hombre con ella, y eso la inquietaba.

Aturdida, volvió a examinar la cámara, ya en penumbra. En una esquina vio las ampollas y redomas cubiertas de runas y supo que su cuerpo sanaría pronto, si bien en su piel quedarían las marcas de la terrible experiencia. Se acercó al jergón, se arrodilló y pegó la nariz al heno, bajo la arrugada manta. Olía a aguardiente, signo de que el monje había tratado de eliminar las chinches y los piojos. Su propio pelo había recuperado el color dorado y desprendía tenues efluvios de vinagre. Aunque apelmazado por el sudor de la fiebre, estaba limpio de fango. Ayudado sin duda por los druidas, el monje había velado por ella. Una intensa pena la acometió de pronto y, llorando, se dejó caer en el lecho. Fuera, el sol declinaba.

Capítulo 12

Cuando la noche se cernió sobre el promontorio, Dana supo que había llegado el momento de partir. Cruzó la habitación en sombras y se acercó a la trampilla de acceso. Estaba abierta, y junto a ella había un plato de madera con una hogaza de pan y un caldo espeso de nabos, ya frío. Comió con fruición, pues necesitaba cada ápice de energía que pudiera conseguir; luego observó el agujero a través de la trampilla que comunicaba con la planta inferior de la torre. Temía el encuentro con el monje, pero debía salir de allí. Su hijo la esperaba en algún lugar.

Las piernas le temblaban mientras descendía por la escalera de madera. Las tres plantas inferiores estaban sembradas de excrementos de las aves que anidaban ahí, algunas de las cuales salieron espantadas. Dana no se detuvo hasta que alcanzó la portezuela que daba al exterior, en la primera planta. Con alivio, vio que ahí estaba la escalera de mano que le permitiría el descenso hacia la libertad. Mientras bajaba, las piernas le temblaban, estaba más débil de lo que creía, pero su arrojo la impulsó a seguir. Cuando sus sandalias pisaron la hierba mojada, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Con el corazón latiéndole con fuerza, avanzó sigilosa entre las antiguas celdas derrumbadas y otras construcciones que sólo eran montículos de escombros. El cielo estrellado irradiaba una tenue claridad, la suficiente para que pudiera orientarse. En la base del cerro distinguió el contorno de la muralla y, más allá, la negrura del robledal.

Huiría. No volvería a cometer el error de enfrentarse al rey Cormac. Los druidas no sabían nada de su hijo, pero en su refugio del bosque podría terminar de recuperarse; no quería verse en la obligación de confiar en aquel desconocido.

—Has escogido una mala noche para marcharte, Dana; los soldados vigilan desde el bosque.

La muchacha se detuvo al instante, petrificada, y el pánico ascendió a su garganta como espuma de hiel. Bajo el dintel del edificio principal, Brian la miraba con gesto sombrío.

—Han pasado seis días desde que te traje —prosiguió el monje—. Los druidas lograron contener la ira del rey Cormac, pero me advirtieron que debía permanecer en el monasterio hasta que se decidiera cuándo ofrecería mis disculpas y el
derbfine
. Hace dos días vino en persona el obispo Morann y cerramos el acuerdo. Mañana debo presentarme en la fortaleza del rey y proponer el pago conforme a vuestras Leyes Brehon. Los soldados vigilan el monasterio, dudo que te permitan escapar.

Brian trató de sonreír. El aspecto de la joven había mejorado en pocos días gracias a los remedios de los ancianos del bosque. Bajo la tenue claridad que regalaban las estrellas admiró su belleza.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó ella entonces—. ¿Por qué os arriesgasteis? Vuestra acción os puede acarrear muchos males en este lugar. —El aplomo de aquel hombre la desconcertaba; recordaba el enfrentamiento con los verdugos y el soldado…, ¿qué clase de monje era? Una idea cruzó por su mente y el miedo regresó con virulencia—. Si pagáis por mi vida, estaré en deuda con vos —le espetó con acritud.

—Eres libre, Dana, ésa es la ley que rige en San Columbano. —Sin añadir nada más ni aguardar respuesta, Brian se retiró al interior del refectorio.

Dana miró hacia el robledal. Sólo el ulular de alguna lechuza que sentía la amenaza apostada en las sombras quebraba el silencio de la noche. Ella conocía aquel paraje. Si era sigilosa y escapaba por el borde del acantilado, lograría burlar a la guardia. Sin embargo, permaneció inmóvil, sin saber qué la retenía. Tal vez la desconcertante generosidad de aquel extranjero, su silencio y reserva. No estaba acostumbrada a ese trato…; además, le debía la vida. Por otro lado, estaba claro que el monje no era consciente del peligro en que se hallaba: salvándola no sólo había abusado de la confianza del rey sino que había hurgado en viejas heridas. La situación era más delicada de lo que el monje parecía comprender. Se dijo que lo menos que podía hacer por Brian era advertirle…, y con un suspiro se volvió hacia la puerta del viejo edificio.

El monje estaba sentado en el suelo, ante el fuego del hogar, con la barbilla apoyada en las manos. Sus ojos observaban ensimismados la danza de las llamas; los trémulos reflejos anaranjados bailaban sobre los muros desconchados. Dana se detuvo a unos pasos de la espalda del hombre.

—Cormac os matará en cuanto crucéis las puertas de su castillo —dijo por fin—. ¡Jamás os perdonará! Deberíais marcharos esta misma noche y, si aún os lo permiten, abandonar Irlanda.

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