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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (8 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Su único consuelo hubiera sido salvar la vida de aquella joven, pero ni siquiera eso estaba ya en su mano. Desengañado, apagó las llamas, dejó sólo tenues rescoldos para reducir la intensidad de su fulgor, y fue hasta un rincón de la sala. Allí rebuscó entre los cascotes que sepultaban el enlosado y extrajo su espada. La desenvainó con un rápido movimiento y el acero bruñido, en perfecto estado, refulgió bajo el rojizo resplandor de las brasas.


Kyrie eleison
musitó, grave, mientras la volteaba en el aire y trataba de recuperar el tono de sus músculos.

Un crujido le alertó y, tensando el cuerpo para el combate, se volvió. Había creído que tardarían en cruzar la planicie y en encontrarlos.

—De nada sirve un acero contra la inmensa ira del rey Cormac —dijo una voz.

Mantenía el arma en alto, al acecho, cuando una sombra silenciosa comenzó a acercarse. El temblor de la hoja reveló la inquietud del que la sostenía. El ambiente tétrico del refectorio durante la noche era un fabuloso aliado para la imaginación y los temores supersticiosos. Muchas vidas habían sido segadas entre aquellas paredes, y los muertos no siempre abandonan el lugar donde vivieron.

Dana gimió y el monje sintió un escalofrío en la espalda.

La sombra se detuvo y el débil resplandor de los rescoldos reveló su semblante.

Un anciano, ataviado con una túnica gris ceñida con un cinturón y con capa del mismo tono, miraba a Brian con gravedad. Llevaba una luenga barba y la cabeza afeitada por delante, de modo que la frente se prolongaba casi hasta la coronilla. Cuando Brian vio el enorme anillo de oscuro metal que lucía sobre el pecho supo que ya lo había visto dos veces: la noche en que llegó al monasterio y cuando apareció con Dana.

—Ahora sé que no sois una visión… —comentó Brian, totalmente desconcertado. Oía con claridad el trote de las monturas; calculó que debían de estar acercándose a la muralla. El anciano, sin embargo, permanecía impasible, como si el tiempo no importara.

—No lo soy.

—La túnica y la tonsura os delatan como un druida.

—Así es. —El anciano se acercó en silencio, apoyándose en una curiosa vara—. Para ser un extranjero que jamás había hollado Irlanda, conocéis bien nuestras costumbres y habláis gaélico con fluidez…

—Extraña hora para visitarme… —adujo el monje removiéndose nervioso. La mirada del anciano transmitía serenidad, pero su instinto le imprecaba que se preparara para defenderse—. ¿Acaso no oís el estruendo del desastre? Los hombres de Cormac ya están aquí.

El anciano sonrió.

—¿Qué estruendo?

Brian aguzó el oído y comprobó que el silencio había regresado. Sólo el relinchar nervioso de algún caballo rompía la tranquilidad nocturna. Inquieto, se preguntó si aquel druida tenía el poder de alterar sus sentidos. La faz del anciano era un rictus de gravedad, lo estudiaba sin disimulo, como un juez en pleno proceso de deliberación. Señaló su espada.

—Si no pensáis usarla, más vale que la dejéis en el suelo.

Brian dio un paso atrás.

—Os hemos observado desde que llegasteis —continuó el anciano—. He visto vuestros ojos henchidos de admiración por esta tierra. Todos los días recorréis estas ruinas y examináis cada recodo, cada grieta; golpeáis los muros, estudiáis el enlosado… Buscáis algo.

Brian bajó la espada, apoyó la punta en el suelo y le hizo un gesto para que continuara.

El druida señaló a la joven, envuelta en una manta, cerca del hogar.

—Habéis traído a Dana y os esforzáis por sanarla. La desconcertante noticia llegó hace apenas un instante desde Mothair. Empuñáis la espada como un guerrero pero os mueve la piedad de un religioso.

Brian lo miraba muy serio.

—¿Qué deseáis, druida?

El anciano levantó la palma de la mano.

—Mi nombre es Finn, hijo de Finn. Llevábamos años esperando el regreso de los monjes de Patrick. Así lo informaron los antiguos dioses de esta tierra, esos a los que ahora debemos olvidar o venerar como santos… Viendo lo que habéis hecho, sabemos que ha llegado el momento.

—Por desgracia, mis acciones, que tanto loáis, han acarreado el fracaso de la misión.

El druida levantó las manos.

—Esta noche vos y yo haremos un pacto. Vuestro Dios y mis dioses se tienden la mano. Alejaremos de este lugar los negros nubarrones de la amenaza y revelaremos antiguos secretos…

—Vuestras palabras son oscuras.

Finn sonrió ante el recelo que seguía mostrando el monje.

—Venid. —Con una agilidad inesperada en un anciano que había conocido más de ochenta primaveras, se dirigió hacia la puerta.

Brian, empuñando la espada y sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo, lo siguió.

En la puerta, el corazón comenzó a latirle con rapidez: a unos cien pasos de distancia, frente a la muralla que circundaba el monasterio, un círculo de antorchas rodeaba a seis jinetes que se las veían y se las deseaban para contener a sus monturas. Los soldados imprecaban airados pero no osaban agredir a los hombres que, con túnica gris o blanca, y con la característica tonsura druida, sostenían las antorchas y se mantenían en su posición con firmeza.

Finn y Brian se acercaron, pero apenas habían recorrido la mitad de la distancia cuando el druida le agarró del brazo.

—Vuestra presencia podría interpretarse como una provocación. Limitémonos a escuchar desde aquí.

Desde aquella posición, Brian pudo advertir que en el interior del círculo uno de los soldados hablaba con una anciana encorvada que se apoyaba en un cayado. La mujer se movía entre las poderosas monturas sin temor a ser arrollada.

—Sabéis tan bien como yo, anciana, que la ira de Cormac no es fácil de aplacar —dijo uno de los soldados.

—Tampoco lo es la de los druidas, así que regresad e informad al rey que los druidas han tomado al monje extranjero bajo su protección. Dana ha permanecido con nosotros casi dos años y ya es una de los nuestros. Si consideramos que ha faltado a las Leyes Brehon, será juzgada por ello, pero ninguna vida puede depender de la caprichosa voluntad de un solo hombre.

—¡Ese monje extranjero ha ofendido a mi señor abusando de su condición de invitado!

—Sin duda ésa es una falta grave que merece una generosa compensación por la ofensa, un
derbfine
; nos encargaremos de que lo cumpla. Uno de los míos está con él; os doy mi palabra de druidesa que cumplirá o nosotros mismos lo expulsaremos de Clare.

Brian miró incrédulo a Finn, que se encogió de hombros y sonrió.

—Eithne es así —indicó, divertido.

La anciana dio un paso al frente, apoyó su mano sobre la testuz de un caballo y éste retrocedió asustado. La reacción del animal llenó de terror a los soldados.

—Si alguno de vosotros cruza este círculo de antorchas para dirigirse al monasterio, toda nuestra cólera se abatirá sobre el rey y sobre vosotros. —La druidesa cerró un ojo, levantó un pie y comenzó a señalarlos uno a uno en aquella inquietante postura—. ¡El
glam dicinn
[3]
caerá sobre ti, Col, hijo de Sencha; sobre ti, Gilwaethy, hijo de Math; también sobre ti, Brendán de Cork…!

Nombró a cada soldado por su nombre, la ascendencia de su clan o su lugar de origen. Los hombres retrocedieron horrorizados y persignándose convulsamente. Esa amenaza superaba el miedo que les inspiraba el rey. La anciana había sido contundente.

—El poder de los nombres —musitó Brian, impresionado—. Antiguos autores romanos hablaban ya de la influencia que puede ejercerse sobre otro si se conoce su nombre.

—Esto es Clare, somos una comunidad pequeña y muy antigua. Las costumbres persisten…

Ninguno de los soldados quiso escuchar la maldición unida a su nombre. Se miraron con expresión elocuente y negaron con la cabeza. Ni siquiera el rey podía exigirles el alma. El cabecilla se volvió hacia Eithne, que permanecía desafiante, con un pie levantado, en medio de las monturas.

—Deberéis hablar personalmente con el rey y hacer que se cumplan las Leyes Brehon.

Ella efectuó una leve reverencia y asintió.

Con una orden seca, los caballos dieron media vuelta y los druidas se apartaron para dejarlos pasar. El bosque engulló pronto su trote y el silencio regresó al monasterio. Eithne se volvió hacia Finn y ambos se miraron fijamente durante un breve instante, como si pudieran comunicarse con la mirada. Al momento, los druidas apagaron las antorchas y desaparecieron por la linde del bosque.

—De momento el peligro ha pasado, pero deberéis enfrentaros al rey y compensarle por la ofensa que le habéis infligido.

Brian reflexionó un instante. Su pecho ardía de emoción: había recuperado la esperanza.

—Vine decidido a levantar este monasterio. Poco antes de arribar, un viejo me advirtió que, para poder permanecer aquí, debía respetar vuestras costumbres y leyes, como si hubiera intuido lo que iba a suceder… Esta noche Dios me ha concedido valiosos regalos; es lícito que yo también sea condescendiente.

El anciano druida lo observaba con orgullo.

—Atenderemos a Dana, su cuerpo necesita la ayuda de mis hierbas para eliminar los malos humores y un lugar aislado donde descansar.

—La torre —sugirió Brian.

El druida asintió y clavó su profunda mirada en el monje.

—La llevaremos allí ahora mismo. Luego llegará el momento de que compartamos nuestros secretos…

Brian tuvo la sensación de que ya no estaba solo en Irlanda: había encontrado grandes aliados y poderosos enemigos. Todo iba a cambiar a partir de esa noche.

Capítulo 10

Brian, luchando contra el cansancio, observaba admirado la espalda inclinada de Finn, que caminaba a buen ritmo a pesar de su avanzada edad. Aunque llevaban una antorcha, el anciano no parecía necesitar ninguna luz para moverse con soltura por aquel terreno. No habían cruzado palabra desde que dejaron a Dana en la torre, el lugar más seguro del monasterio; su función tradicional era de vigilancia y refugio contra los ataques vikingos, por eso la estrecha entrada estaba situada en la primera planta y sólo podía alcanzarse con una escalera de mano que habían retirado y ocultado.

El anciano había aplicado una espesa mixtura de color pardusco en cada una de las heridas y, aunque la joven estaba inconsciente, la había obligado a beber el líquido oleaginoso de un pequeño frasco de arcilla decorado con runas. Su rostro reflejaba la preocupación que sentía por ella, y Brian se preguntó qué vínculo los unía.

La fiebre alta era un signo de que su cuerpo deseaba luchar, pero estaba muy débil, tal vez no pasara de esa noche. Ahora su destino estaba en manos de Dios, se consoló el monje. Resguardada en la torre, sólo quedaba esperar que los remedios hicieran efecto.

—Sé que teméis alejaros del monasterio, y no sólo por la joven Dana —comenzó Finn—. Es estos días sólo os habéis apartado del arcón para acudir al banquete del rey. Supongo que guardáis en él un tesoro muy valioso… —No esperó respuesta y prosiguió—: Sosegaos, no vamos lejos, y os aseguro que el rey Cormac no osará quebrantar la demanda de la vieja Eithne; su cólera es grande, pero lo es más aún el temor supersticioso que siente hacia los druidas. En eso es un genuino rey irlandés.

—Está bien, anciano, os debo la vida y por ello os estaré eternamente agradecido. Puedo entender que desearais proteger la vida de esa joven, pero me intriga qué os interesa de este humilde monje extranjero.

Finn se detuvo y se volvió hacia Brian con una sonrisa. Había estado esperando ese momento.

—Quiero que conozcáis el alma de Irlanda y saber si en verdad sois un digno sucesor del antiguo abad de San Columbano, Patrick O’Brien.

Ambos se estudiaron un instante. El corazón de Brian comenzó a latir con fuerza.

—¿Desde cuándo los asuntos monásticos interesan a los druidas? —le espetó en tono cortante—. ¡Ni siquiera adoráis al verdadero Dios!

—Durante generaciones, druidas, vanes y bardos hemos resistido al proselitismo de los cristianos. Nos aferramos a los viejos rituales y exigimos lealtad a los jefes de los clanes, a los reyes de las cuatro provincias y al supremo rey de Tara. A los aprendices del «conocimiento del roble» se los obligaba a memorizar los viejos cantos y poemas hasta la extenuación. Todo para impedir que los vientos cambiantes arrasaran lo que fuimos.

—Muchos de vosotros no acogisteis la esperanza de salvación que trajo san Patricio a Irlanda —repuso Brian—; han pasado los siglos y los bosques siguen llenos de antiguos altares en los que gotea la sangre de los sacrificios. —El druida asintió, reflexivo; su ajado rostro reflejaba cierta nostalgia. El monje prosiguió—: No sois el único pueblo que ha ido dejando atrás la vieja tradición. Al leer a autores paganos como Cicerón o Séneca, o incluso al cristiano Lactancio, uno tiene la sensación de que Cristo vino al mundo cuando los hombres ya habían abandonado la fe en sus dioses ancestrales y mantenían tradiciones que para la mayoría no tenían ningún sentido. Cuando la corrupción y la codicia sumieron el Imperio romano en el caos, la figura redentora se hizo necesaria. Su mensaje de amor fue más fuerte que los engreídos dioses paganos, ávidos de ofrendas y de culto. ¿No es lícito que el hombre mantenga la esperanza?

El druida no respondió enseguida, parecía paladear aquellas palabras como si masticara un agrio limón.

—Vuestras explicaciones no me resultan desconocidas —dijo despacio, con la solemnidad propia de quien está dando un discurso—. Sabios druidas de la Antigüedad quisieron ampliar sus conocimientos y abandonaron los espesos robledales para viajar al continente.

Brian sonrió.

—Hay muchos testimonios sobre druidas en los textos clásicos —arguyó—, empezando por la
Historia
de Posidonio de Apamea o por
De Bello Gallio
de Julio César; de hecho, no deja de causar perplejidad la coincidencia de algunas de vuestras creencias con las del sabio Pitágoras de Samos, según aseguraban Diodoro Sículo y Estrabón.

Finn abrió las manos sin disimular su admiración.

—Cuenta un antiguo relato que un druida llamado Abaris viajó a Grecia, donde conversó con el filósofo que has mencionado, Pitágoras, y ambos encontraron semejanza en sus creencias acerca de la inmortalidad del alma. Otros sabios celtas llegaron al confín del orbe para descubrir con sorpresa el parecido de nuestras gestas con el Avesta de los parsis y con los Vedas hindúes, en la remota India…

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