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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (9 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Brian estaba maravillado de haber hallado un erudito en aquel remoto paraje, pero le exasperaba que Finn callara sus intenciones.

—No negaré que siento una viva admiración por todos los pensadores que cultivaron tantas materias en la Antigüedad, pero hablar de ellos no es, a buen seguro, la razón de nuestro paseo nocturno —aseguró el monje en tono ácido; el agotamiento hacía mella en su carácter.

El anciano asintió con la cabeza y, sin decir palabra, aceleró el paso. Brian sentía que su resistencia era llevada al límite pero trató de no quedarse rezagado.

Al llegar al círculo de piedras cerca de la vieja muralla, se detuvieron. Finn contempló los menhires caídos, algunos casi ocultos por la maleza; sólo tres de ellos permanecían en pie, inclinados peligrosamente. Con un gesto invitó al monje a acercarse. Brian clavó la antorcha en el suelo y, siguiendo las indicaciones del druida, puso las manos sobre una de las losas. Permanecieron mucho tiempo así, sin cruzar palabra; el anciano tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente. De pronto Brian se estremeció y a punto estuvo de apartar las manos de la fría piedra. Finn abrió los ojos y lo miró.

—Lo sentís, ¿verdad?

El silencio era absoluto, incluso el rumor del aire parecía inaudible a pesar de que la antorcha se agitaba con violencia.

—Es la fuerza del pasado. Cuenta la leyenda que nuestros dioses arribaron precisamente a esta costa occidental… Por eso esta región de Irlanda es especial.

Las facciones de Brian revelaban el frío y la desazón que le transmitía la rugosa piedra; al notar la mano firme del druida en su brazo, se sobresaltó.

—¿Deseáis marcharos? —preguntó Finn con una sonrisa triunfal—. Lleváis mucho tiempo en silencio, absorto.

Brian balbució, no encontraba las palabras, y entonces Finn señaló las ruinas del cenobio; desde allí se apreciaba la forma regular del promontorio sobre el que se alzaba.

—Éste era ya un lugar sagrado mucho antes de que fuera una fortaleza y luego se consagrara al Dios cristiano. —El druida recorrió con el dedo las espirales y los tréboles de triple hoja grabados en las piedras—. Estos formidables menhires de granito y cuarzo se hallan junto a un
sid
, un túmulo sagrado.

—¿Queréis decir que el monasterio se alza sobre un santuario celta? —Algunos de los misterios que Brian sabía que se ocultaban en esas ruinas comenzaron a tener sentido.

—Los orígenes de nuestro pueblo son tan fértiles como la tierra que pisamos. Tras el gran diluvio, la isla fue habitada por los gigantes
fomoré
y el pueblo de la reina maga Cessair, que acabaron siendo expulsados. Posteriormente llegaron Partholan y sus ochenta parejas desde una misteriosa tierra más allá del océano; les siguieron los
nemeds
, desde las arcanas regiones de los muertos, y más tarde los
filborg
, probablemente del continente. Pero a una época de esplendor sucedía siempre una invasión que le ponía fin. Tiempo después arribaron los Tuatha Dé Danann, criaturas que dominaban la magia, conocían los secretos de la naturaleza y nos legaron sus mitos. Pero también ellos vieron el ocaso. Desde las costas hispanas arribaron los hijos de Mil, del que nació el pueblo de Eriu, nuestros antepasados. Los Tuatha Dé Danann decidieron que era momento de trascender a otro plano, de residir en su magnificencia bajo tierra, en suntuosos palacios donde aún hoy celebran grandes fiestas y reviven la perdida Edad de Oro que conoció Irlanda durante su reinado. Cada
sid
es una puerta a su mundo, y los grandes monolitos que se erigieron en sus proximidades retienen la energía atávica de aquellos seres.

Brian observaba emocionado las ruinas bajo la tenue claridad lunar. Pensó que la vieja muralla señalaba el comienzo del promontorio y que la regularidad con la que se elevaba no podía ser obra de la naturaleza. La mayoría de los túmulos que había visto en su viaje desde Dyflin eran cónicos; en cambio, éste sólo dibujaba un medio círculo y la cúspide se hallaba en el borde del acantilado.

El druida alzó su bastón y trazó una curva que abarcaba el oscuro paisaje.

—Hace siglos habríais admirado una suave pendiente cubierta de grandes bloques de cuarzo blanco perfectamente encajados y pulidos. Al amanecer, el sol incidía aquí como en un gigantesco espejo y su potente brillo dorado se reflejaba a enorme distancia. Así agradecían nuestros ancestros el milagro de la luz, de la vida que puebla el orbe. —Sus ojos se habían empañado por las lágrimas, su voz sonaba temblorosa y emocionada—. No pasa un solo día en que no evoque ese grandioso espectáculo, la ofrenda al sol recreando su propio fulgor.

Brian notaba que tenía la piel erizada: la fuerza magnética del círculo, las viejas leyendas y la mirada acuosa del viejo druida lo mantenían cautivo.

—¡Llega el ocaso! ¡Las nuevas creencias son como una séptima extinción! —exclamó Finn, incapaz de ocultar la tristeza que sentía. Hasta entonces habían hablado en susurros, y el eco de aquella sentencia recorrió la planicie como el estallido de un trueno. El druida buscó la verde mirada del monje y explicó—: En estos bosques apenas quedamos un puñado de druidas, y muchos ni siquiera son dignos de llamarse así. Para memorizar las sagas y las artes de nuestro oficio es preciso invertir veinte años, y hay muy pocos dispuestos a eso; la mayoría sólo desea ganarse el respeto de reyes y obispos, ser sus consejeros y confidentes, rozar el poder terrenal.

—Pero la Iglesia celta de Irlanda ha acogido a druidas en su seno —protestó Brian, queriendo exculparse—, viven como eremitas o en monasterios…

—Así es, por eso no desprecio vuestra religión, pero sabéis que no todos los ministros de Cristo son tan permeables y respetuosos.

Brian agachó la cabeza; sombríos recuerdos parecían haber acudido a su mente.

—Desde luego —convino al fin—. Pero Dios Todopoderoso permitió que las creencias paganas arraigaran durante milenios entre los hombres. Hay un saber ancestral que debemos preservar. Las trayectorias de los astros, el clima, los solsticios, las estaciones… Todo eso nos permite plantar y cosechar en el tiempo oportuno. Las propiedades de las plantas que sanan nuestros humores, el secreto de las corrientes marinas y los vientos para navegar a tierras lejanas, la forja de los metales, la aritmética y la geometría para erigir templos… —Su voz aumentaba con cada afirmación—. Era necesario que la humanidad adquiriera todos esos conocimientos para que la misión del Redentor pudiera extenderse a todos sus hijos y que los más bellos edificios se alzaran en su nombre, para su culto. ¡La ciencia debe convivir con la Verdad, y su cultivo también llevará a la salvación cuando llegue el fin del mundo! —Brian, desconcertado por la vehemencia de sus propias palabras, respiró profundamente. Ese antiguo círculo de piedras parecía exaltarle de un modo incomprensible.

—Para eso estáis aquí, ¿verdad, hermano Brian? —afirmó Finn con una astuta sonrisa—. San Columbano no es un simple lugar de retiro y oración. —El rostro del monje se había tornado pálido y el druida se animó a proseguir—: El desaparecido Patrick comulgaba con vuestras ideas. —Al ver la reacción de extrañeza de Brian, hizo una pausa, pero finalmente concluyó—: Al igual que él antes de la tragedia, vos preservaréis aquí el saber que el tiempo y la intransigencia humana están destruyendo en el continente. Parte de ese tesoro es lo que guardáis con tanto celo en el arcón de la vieja iglesia…

Brian se volvió hacia el druida con semblante preocupado: parecía saber demasiadas cosas…

—Estáis aquí para alabar a Dios —dijo entonces Finn levantando los brazos para enfatizar sus palabras— y para culminar el proyecto interrumpido del abad Patrick O’Brien: ¡fundar una gran biblioteca! Él la llamaba el Espíritu de Casiodoro.

El monje se agitó contrariado; aquel anciano había leído en su alma y, bajo el influjo de su intensa mirada, Brian se decidió a abrirle su corazón.

—Hay muchas bibliotecas dispersas en el orbe, en la vecina Britania e incluso aquí. La mayoría de ellas apenas contienen un puñado de códices, un pequeño armario en el que guardan algunas copias de los Evangelios, textos patrísticos, obras de san Agustín, Isidoro de Sevilla y de otros santos, venerables y agudos intelectuales todos ellos; textos teológicos para la oración y la contemplación diaria de los monjes. En cuanto a escritos paganos, en unos pocos monasterios se custodian con celo obras de Platón y Aristóteles, apreciados pensadores de la Antigüedad que, insuflados precozmente por la inspiración divina, intuyeron la potencia de nuestro Dios Unigénito. Sin embargo, hace cuatro siglos un noble político romano llamado Casiodoro comprendió que, mientras la luz de Roma se extinguía, los conflictos religiosos estaban provocando la rápida desaparición de valiosos textos de las más variadas materias, la destrucción sistemática de miles de obras de infinidad de ciencias y artes que aportaron sabiduría y prosperidad al hombre antiguo, lo elevaron por encima de todo ser creado y lo acercaron a la semejanza con Dios, pues de esa naturaleza fuimos hechos. La consecuencia de tales pérdidas es la ignorancia y la bestialidad, en cuyo fango se han arrastrado los seres humanos del continente durante los últimos siglos.

»Tras su exilio en Constantinopla, el visionario Casiodoro, movido por el aliento divino, fundó en la región italiana de Calabria un monasterio al que llamó Vivarium. Sus monjes añadían un nuevo Espíritu a la regla benedictina —Brian sonrió exultante—: además de a la oración y a la labor en los huertos, se dedicaban a recuperar y transcribir aquellas viejas obras. Incluso los monjes menos instruidos debían aprender a leer y a escribir para copiar los pútridos pergaminos en nuevas vitelas… ¡Lo que logró salvar de las hogueras o del simple olvido tendrá para la posteridad un valor incalculable!

—Loable intención.

—Pero la ignorancia y el fanatismo se abatieron sobre el monasterio, y, pocos años después de la muerte de Casiodoro, fue arrasado. Sin embargo, ese Espíritu perduró en los que sobrevivieron al ataque, quienes transmitieron a nuevas generaciones de religiosos la necesidad de conservar el conocimiento… Así fue como siglos más tarde el Espíritu germinó de nuevo. —Los ojos de Brian refulgían de entusiasmo—. Ahora formamos una hermandad dispersa por el orbe que busca recuperar ese respeto hacia el saber, aunque no sea cristiano, pues todo es parte de la Creación.

—El Espíritu de Casiodoro —concluyó el druida, visiblemente impresionado—. Patrick hablaba con ese mismo ardor en la mirada…

—No lo dudo. El tiempo pasa, pero la misión sigue adelante. Con la luz vino también la oscuridad, y generaciones de hermanos se han entrenado para preservar el legado incluso con las armas… —Brian se volvió hacia las ruinas, cuyo contorno se perfilaba en las tinieblas—. El Espíritu de Casiodoro ha elegido este lugar, lejos de la inestabilidad que reina en el continente, para custodiar obras que ya serían polvo en otros monasterios o que corren serio riesgo de serlo debido a la violencia o intransigencia de incluso sus monjes. Aquí hallarán refugio textos científicos, filosóficos, tragedias, poemas, biografías, obras geográficas, históricas, mitología…, así como obras denostadas por la propia Iglesia: evangelios apócrifos que circulaban entre las primeras comunidades de cristianos, cantos y elegías a dioses cuyos templos ya son ruinas, oráculos, profecías sobre el fin de los tiempos… Incluso tratados heréticos o que flirtean con las oscuras artes de Satán. —Su voz estaba cargada de emoción—. Hay escritos que es recomendable guardar en la sombra, pues están reservados a mentes lúcidas y de firme fe; son peligrosos, pero nunca deben ser destruidos por miedo o ignorancia.

—¿Por qué esconderlos?

—Porque atraen a poderosos enemigos; es necesario guardarlos en un lugar alejado y de difícil acceso.

Finn, un tanto preocupado por la última advertencia, asintió en silencio. Aquella loable misión tenía su lado oscuro. San Columbano debería ofrecer refugio no sólo para preservar los libros, sino también para defenderlos.

—Dicen que el milenio desde el nacimiento de Cristo está a punto de concluir y que se avecina el advenimiento del juicio final —apuntó el druida.

—Cuatro años solamente, así lo creen muchos.

—¿Y vos qué pensáis?

—Creo que algún día la humanidad despertará como de un profundo sueño y se preguntará por la naturaleza de las cosas, ansiará saber cómo fue el mundo ordenado por Dios, si la Tierra es una esfera, como afirmó y llegó a medir el sabio Eratóstenes, o un disco plano suspendido en el piélago infinito; deseará conocer cómo eran adorados los antiguos dioses y dónde estaban sus templos, sus mitos, sus tesoros; buscará con ahínco lo que los antiguos sabían acerca de las plantas, los minerales, los hábitos de las bestias; ansiará entender los misteriosos fenómenos de la naturaleza; se preguntará cómo se construyó el Coliseo de Roma, el legendario Faro de Alejandría, incluso las misteriosas pirámides de Egipto. Si, tras el Armagedón, el mundo sigue y nada conservamos del pasado, será como empezar de nuevo: ignorantes de que una vez la humanidad ya recorrió esa sinuosa senda, cometeremos los mismos errores. Estaremos expuestos a los ardides del Maligno, a merced de su confusión. ¡Despreciar el don de la razón y del conocimiento es rechazar la benevolencia de Dios! —De los labios de Brian habían brotado como un torrente sus más íntimas convicciones.

Finn lo estudiaba con una leve sonrisa en los labios.

—Habríais sido un valioso druida, hermano Brian —afirmó.

—Me conformo con ser un fiel servidor de Dios, Nuestro Señor —replicó el otro con humildad.

—Para nosotros es suficiente.

—¿A qué os referís?

—Os necesitamos —dijo entonces el druida, y su voz sonó como la del reo que ha perdido toda esperanza; su antes afable semblante parecía casi tan duro como las losas que los rodeaban—. Ya me habéis oído antes: nuestro saber se extingue. Durante siglos fuimos luz y guía de las tribus celtas, pero nuestro vigor se marchita como las fuerzas de un anciano. Los oráculos y las runas advertían del cambio, por eso, para su preservación, nuestras tradiciones fueron plasmadas por escrito.

—La escritura Ogham —indicó Brian, vivamente interesado.

—Así es. En cortezas de abedul se plasmaron los primeros poemas, el
Leabhar Gabhala
, la
Batalla de Mag Tured
, los ciclos del Ulster y de Ossián, las jurisprudencias de los
Senchus Mor
y muchos otros. Sobre varas de Filí, de madera de avellano, se formaron las
Tech Screpta
, bibliotecas que reunían todo el saber que se conservaba de tiempos inmemoriales. Desde entonces, acceder al «conocimiento del roble» no requiere años de esfuerzo mnemotécnico; nuestra mente es débil y flácida en comparación con la de los antiguos druidas que repetían miles de versos y plegarias sin tartamudear ni una sola vez. Pero no ha sido suficiente y el riesgo de que todo quede relegado al ominoso olvido es ahora más cierto que nunca.

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