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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (7 page)

BOOK: Las horas oscuras
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—¡Los demonios os lleven, extranjero! —gimió.

Brian abrió la reja con un sonoro chirrido y la muchacha, balanceándose con mirada enajenada, gritó; su mente no lograba hilvanar el giro de los acontecimientos.

Una pequeña daga hallada entre los instrumentos de tortura bastó para cortar las ligaduras que la sujetaban a las argollas: Dana se desplomó sin fuerzas junto al inconsciente verdugo, y Brian le refrescó el rostro con el agua turbia y maloliente de una jofaina. Cuando la muchacha volvió en sí, la expresión de horror regresó y trató en vano de alejarse del extraño visitante.

—¡Vamos a salir de aquí! —le anunció Brian mientras intentaba contenerla. Se retiró la capucha para que las sombras de su cara no alimentaran la angustia de la joven y preguntó—: ¿Puedes caminar?

Por toda respuesta, Dana se limitó a cubrirse los pechos con las manos y a encoger las piernas. Brian pensó que aquel gesto pudoroso era el primer indicio de cordura y la cubrió con una manta que halló sobre un jergón. Luego la instó a salir de ahí. Arrastró al otro verdugo hasta la celda y los dejó encerrados para retrasar en lo posible la voz de alarma.

—Es hora de marcharse.

Dana temblaba espasmódicamente. El miedo y la desconfianza seguían atenazándola, pero al menos fue capaz de comprender las intenciones de Brian.

—No podréis salir del castillo conmigo.

Su voz era un susurro, el aire aprovechado de un suspiro. Parecía haberse serenado y trataba de evaluar la incomprensible y arriesgada acción del monje. Brian sonrió y tomó la cruz de madera que colgaba sobre su pecho.

Ella inclinó la cabeza como si fuera incapaz de mantenerse erguida por más tiempo. Brian la sostuvo por la cintura; la liviandad de aquel cuerpo le impresionó. No debía demorarse. Se encontraban en el corazón de una fortaleza en la que todos sus habitantes habían pasado a ser sus enemigos. O quizá no…

Sosteniendo a la joven, ascendieron la estrecha escalera para enfrentarse a un destino incierto.

Capítulo 8

Una fina lluvia se derramaba sobre el silencioso patio de armas. Amparadas en la oscuridad, dos sombras se deslizaban sigilosamente, pegadas a la pared y resguardadas bajo el alero del tejado.

Dana sentía el fuerte brazo en torno a su cintura obligándola a avanzar. Cada peldaño había sido un suplicio, pero en cuanto sus pies desnudos sintieron el agua gélida de los charcos perdió el escaso calor que la manta le proporcionaba y su mente se aclaró: había estado a punto de morir y de nuevo el momento había sido aplazado. Su vida ya estaba perdida, y si, como decían los viejos maestros del bosque, «el alma al abandonar el cuerpo corre hacia una nueva existencia en el mundo de los vivos», sólo quedaba lugar para esa esperanza. Sólo ansiaba sumirse en la oscuridad y el olvido.

Lograron alcanzar la puerta de las cocinas sin haber oído la temida voz de alarma.

—¡Dios mío, hermano Brian! —exclamó Deirdre al verlos entrar.

—¡Ayúdanos! —le suplicó Brian arrastrando a la aturdida Dana—. No me has delatado y no te pediré más. Sólo dime si hay alguna forma de salir discretamente de la fortaleza.

La mujer abrió mucho los ojos al tiempo que miraba por encima del hombro del monje. Brian supo entonces que no estaban solos; soltó a la joven y se dispuso a enfrentarse al soldado que los había seguido hasta la cocina. Con el cuerpo tenso y las piernas flexionadas aguardó al atacante, que rugía blandiendo una espada mellada. El monje esquivó la estocada con agilidad, atrapó el brazo enemigo y lo impulsó con fuerza hacia delante. El soldado se estrelló contra el muro y se desplomó inconsciente.

Dana trataba de enfocar la mirada en la penumbra, pero había visto lo suficiente para sobrecogerse: la habilidad de Brian no era propia de un religioso. Imaginó con pavor qué inconfesable anhelo le movía a llevársela, pero su objetivo, cualquiera que fuese, no tardaría en frustrarse. El monje sólo había ganado algo de tiempo: Cormac descargaría toda su ira sobre ambos y pronto compartirían el mismo destino. No quedaba esperanza en su pecho. Pensó en su hijo Calhan y comenzó a llorar.

Deirdre, que también miraba atónita al monje, recordó las palabras de Morann. Se acercó lentamente, lo contempló como si fuera la primera vez que lo veía y de pronto una expresión de suma sorpresa se adueñó de su rostro.

—¡No puede ser! —gritó, pasmada—. Sois, sois…

Brian levantó la mano para pedirle prudencia y observó al inerte soldado.

—¡Nos han descubierto!

Ella asintió, pero algo en su actitud había cambiado. Señaló hacia el fondo de la oscura cocina.

—Tenemos un sumidero por el que lanzamos los desperdicios a un barranco —dijo con voz segura al tiempo que extraía de su cinto una gruesa llave cubierta de óxido—. Venid.

En la base del muro había un nicho de apenas cuatro palmos. El cerrojo chasqueó y la madera que protegía el acceso se abrió con un lamento. El olor a podredumbre los aturdió.

—En el otro extremo hay una reja para evitar que entren las alimañas, pero está en muy mal estado y no será un obstáculo —explicó Deirdre—. Donde correréis verdadero peligro será en Mothair: los soldados registrarán hasta el último rincón.

Brian la miró con agradecimiento.

—Escóndete, buena mujer, que crean que te he amenazado, incluso golpeado. Sólo así salvarás la vida.

Desde el patio se oyeron voces de alerta. Deirdre se acercó a Brian y tomó su rostro entre las manos.

—No tengo miedo, ya no. La Providencia me ha dado este regalo; ha llegado el momento de enfrentarnos al destino.

Brian la miró con intensidad y un anhelo brotó desde lo más hondo de su pecho.

—¡Necesito saber lo que ocurrió en realidad! —exclamó.

—Vuestro secreto aguarda en los aposentos de Cormac —indicó la mujer con los ojos llenos de lágrimas—. Hay pergaminos, pero yo no sé leer.

La puerta de las cocinas se abrió de golpe y Brian arrastró a Dana por el infecto agujero dejando demasiadas preguntas sin respuesta. Se deslizaron por la piedra resbaladiza hasta un hoyo lleno de pútridos despojos y, conteniendo las náuseas, treparon hasta el borde del muro. Brian no tardó en ubicarse: estaban detrás de la fortaleza; al frente la planicie parecía desierta. Dana no pudo evitar las arcadas.

—¿Vienes? —preguntó él tendiéndole la mano.

Ella no hizo el menor movimiento, pero no deseaba quedarse allí. Tras un seco silbido, la primera flecha se clavó en la tierra mojada, a sólo unos pasos de ellos. Dana esbozó una sonrisa: una muerte rápida sería lo mejor. Pero al momento buscó fuerzas en el recuerdo de su hijo, dio unos pasos y se alejó tanto de la fortaleza como del monje; poco después, se desplomó exhausta. Nuevas lágrimas de desesperación afloraron en su rostro.

El tiempo se había agotado. Brian la cargó sobre sus hombros y, tratando de que los altos muros los protegieran, corrió veloz por la suave pendiente que rodeaba la fortaleza. La oscuridad era su aliada, pero, al no poder distinguir los accidentes del terreno, Brian resbaló en el fango y ambos rodaron por el suelo. Oyeron con angustia el chapotear de las botas de sus perseguidores, que circundaban la fortaleza en su busca. Pero la obstinación del monje era de acero: se levantó y siguió adelante, hasta adentrarse en las oscuras y embarradas calles de Mothair.

Allí, Brian demostró poseer otra pericia impropia de su condición: se movía con el sigilo de un cazador, escogía refugios sombríos, retrocedía largos trechos… Los soldados que rastreaban las calles seguían, confusos, direcciones contradictorias. Incapaces de identificar las huellas de los perseguidos, gritaban y maldecían frustrados.

Mothair despertó alarmada por el griterío de la soldadesca; creyendo que los estaban atacando, muchos hombres salieron armados a las calles y el alboroto general permitió a los dos fugitivos alcanzar el frondoso bosque, a sólo un centenar de pasos de las casas.

—Nos cazarán en el camino —susurró Dana—. No conseguiréis escapar.

—Supongo que eso es lo que ellos creen.

Brian no la soltó y ella no hizo nada por resistirse. Su conciencia volvía a nublarse mientras él la guiaba entre la arboleda y la maleza, cada vez más espesa, pero se dio cuenta de que el avance del monje no era errático, más bien parecía que estuviera buscando algo.

Mucho tiempo después, Brian se detuvo.

—Los dos robles inclinados, éste debe de ser… —susurró.

Dana abrió los ojos y parpadeó sorprendida. ¿Cómo podía aquel extranjero conocer el Sendero de las Brumas? Sólo los hombres y las mujeres que poseían el «conocimiento del roble» sabían de esa vereda…, pero Brian se internó con paso seguro por el sinuoso sendero, apenas visible entre altos matojos de espinos. Cuando llegaron a un angosto barranco, descendieron con tiento por el accidentado terreno: el camino discurría por una tortuosa cornisa sobre el vacío, resbaladiza por la incesante lluvia.

Dana pensó en zafarse de los brazos de Brian y arrojarse al lóbrego fondo, qué mejor manera de morir que en el corazón de su amado bosque…; pero él, como si intuyera su propósito, la asió con más fuerza mientras seguía avanzando con cautela por el traicionero risco. Ella lo estudiaba intrigada. Su avezado andar por aquel tortuoso paraje, el modo en que lograba asirse a cualquier raíz o grieta cuando su pie resbalaba… Sus movimientos denotaban una larga experiencia transitando por inhóspitos lugares; una habilidad difícil de adquirir en un apacible cenobio. Pero lo más sorprendente era que hubiera hallado la senda de los druidas.

Llegaron al fondo de la cañada, donde las tinieblas eran aún más espesas, y remontaron el arroyo hasta encontrar dos gigantescos troncos atravesados que les permitieron cruzar al otro lado. Durante el ascenso de la pendiente, Brian tuvo que detenerse varias veces para recuperar el aliento. Dos horas más tarde salieron del bosque. La lluvia había cesado y las nubes se desplazaban fragmentadas. La tenue claridad lunar perfilaba el contorno de las ruinas en el promontorio sobre el mar.

El monje se detuvo, exhausto, y sólo entonces se dio cuenta de que Dana estaba inconsciente. Su cuerpo, bajo la húmeda manta, estaba demasiado frío e inmóvil, y Brian temió que no hubiera resistido la travesía.

Con el corazón encogido, se obligó a seguir adelante cuando un escalofrío en la base de la nuca lo detuvo de nuevo. Receloso, escrutó el linde del bosque y a unos cincuenta pasos divisó, entre los árboles, la silueta de un anciano que, cual espectro, observaba sus movimientos en silencio. Su temor fue en aumento, se sentía demasiado exhausto para ofrecer resistencia…, pero entonces la figura desapareció, pasó a confundirse con los matices sombríos de la vegetación, y él siguió caminando hacia el monasterio, agradeciendo a Dios su protección y rogándole que le concediera las fuerzas necesarias para alcanzar las ruinas. Los hombres de Cormac no tardarían en aparecer exigiendo venganza. Era consciente de que su acción podía frustrar el proyecto de restaurar el viejo monasterio, pero había actuado movido por la piedad. Además, por alguna extraña razón, intuía que en los retazos de la vida que había podido conocer de Dana se ocultaban claves que podían dar respuesta a las preguntas que anidaban en su corazón y a las que Deirdre no había podido contestar.

Capítulo 9

Con el corazón desbocado y los miembros entumecidos, Brian penetró en el refectorio del edificio principal con la joven en brazos y la dejó en el suelo. Dana estaba pálida como la cera, tenía los labios amoratados y profundas ojeras. Su piel, además de húmeda, estaba demasiado fría. Se inclinó sobre ella, consternado, pero no logró saber si aún respiraba. Zafándose del agotamiento, avanzó entre los cascotes dispersos hacia el gigantesco hogar de sillares donde aparecía esculpido el emblema, con una hoja de muérdago, de los O’Brien. Nutrió los rescoldos, aún calientes, con dos gruesos troncos y luego acostó a la muchacha en el borde de la chimenea, sobre un montón de cortinas y tapices polvorientos y hechos jirones, pero secos. Tras calentar agua en un pequeño caldero, la usó para frotar con brío el cuerpo inerte hasta que, aliviado, vio que el color de la sangre regresaba a sus amoratados miembros. Fue entonces cuando se fijó en los cardenales y las laceraciones que tenía en la espalda —fruto del inmisericorde látigo de los verdugos—, superpuestos a antiguas cicatrices. Le desalentó ver el maltrecho estado de una mujer que sin duda había sido tan hermosa como las reinas irlandesas que elogiaban los bardos. Mientras le limpiaba con cuidado el rostro, la imaginó bajo un sol de verano, sin haber sufrido los efectos de terribles penurias, y estuvo seguro de que irradiaría una belleza turbadora. Su cuerpo, famélico y mancillado, había perdido las atractivas formas que sin duda una vez tuvo.

Esa joven había sido maltratada durante años, todo estaba escrito en su macilenta dermis. Brian alejó de sí las imágenes que despertaba en él la belleza escondida de Dana y se aferró a los sentimientos de tristeza y compasión que correspondían a un cenobita. La frente de la muchacha comenzaba a arder por el azote de la fiebre. Vencer el frío sólo había sido la primera de las críticas batallas a las que Dana iba a tener que enfrentarse para vivir o morir.

Brian sabía que debía encontrar un refugio seco y aislado donde ocultarla de la ira de Cormac, que no tardaría en presentarse en el monasterio. Sin apartar la mano de la cabeza de la joven, cerró los ojos y rezó entre susurros. De nada servirían sus cuidados si no hallaban el perdón y la misericordia del Redentor.

El relincho de un caballo en la lejanía sacó a Brian de su duermevela.

Dana, tumbada entre una amalgama de mantas, gemía presa de febriles delirios. Le tocó la frente con dulzura. Su cuerpo había reaccionado al calor, Brian la había arrebatado de la muerte en el último instante, pero una amenaza letal se cernía sobre el monasterio: el rey Cormac no había esperado al amanecer para su venganza.

Se pasó la mano por el rostro y tomó conciencia de su propio agotamiento. Había previsto ocultarse en alguna de las plantas superiores de la torre circular y tratar de negociar, pero ya no quedaba tiempo. Debería haberlo previsto. Al oír el galope de los caballos sobre la hierba, elevó una plegaria al Altísimo por su alma y la de Dana. No quería pensar en las consecuencias que tendría para los hermanos del Espíritu de Casiodoro su muerte, la pérdida del contenido del arcón y la imposibilidad de descubrir el secreto que guardaba el antiguo cenobio.

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