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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (3 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Tiritando de frío, entraron en la cripta y ocuparon sus sitios. Si bien eran casi cincuenta los monjes no dispensados del primer oficio del día, sólo algunas toses y el roce de los ásperos hábitos rompían el silencio. El altar, iluminado con unas pocas velas, se hallaba extrañamente vacío. Sin embargo, ninguno de los monjes se atrevió a quebrar el voto de silencio: permanecieron inmóviles, con la vista fija en el suelo, esperando la llegada del abad que debía oficiar el rezo.

—Me temo que vuestro amado abad no podrá reunirse con vosotros.

La poderosa voz resonó en las paredes de la cripta. Los presentes, sobresaltados, miraron a su alrededor, buscando el origen de aquellas palabras, pronunciadas con un marcado acento extranjero. Y, de repente, como surgida de la nada, una figura ataviada con un largo hábito negro con capucha se materializó en el altar. Las velas no bastaban para vislumbrar las facciones del que hablaba.

—He venido en busca de Brian de Liébana.

Un murmullo de confusión se elevó entre los presentes y alguien, con voz firme, contestó:

—Aquí no habita ningún hermano con ese nombre.

La figura que ocupaba el altar iba a decir algo cuando uno de los monjes, el más anciano, abandonó su lugar y se acercó despacio hacia ella.

—¿Quién sois? —preguntó el viejo—. ¿Cómo osáis ocupar el lugar del abad?

La figura no respondió. Sin decir una palabra, se despojó de la capucha. Una cabeza rapada, blanca como la escarcha acumulada en el exterior, brilló trémula bajo las velas. Lentamente, con movimientos estudiados, alzó el rostro y abrió la boca. Tenía la tez extremadamente pálida, más propia de los muertos que de los vivos. En su rostro, de facciones duras y angulosas, apenas parecía haber carne.

El anciano monje se quedó paralizado ante aquella siniestra aparición, cuyos ojos parecían horadarle hasta el alma.

—¡Satanás! —musitó, antes de caer como si un rayo lo hubiera fulminado.

Y entonces todos escucharon su risa, gélida y cruel. Aquel rostro entornaba sus iris blancos y mostraba sus dientes puntiagudos, limados en forma de sierra.

El caos descendió sobre la iglesia abacial de Corvey. Los monjes, aterrorizados, huyeron gritando e implorando protección al Altísimo. Todos menos uno, que permaneció impasible y, cuando todos los demás hubieron salido de la cripta, avanzó lentamente hacia el altar.

—Esta profanación añade un pecado más a tu inabarcable lista,
strigoi
—le dijo, con desprecio.

—Entonces tú sí sabes quién soy…

—Te conozco. Eres el séptimo
strigoi
, aquel al que llaman Vlad Radú, corrompido por el Maligno, como todos vosotros —dijo el monje con voz serena—. ¿Qué le has hecho al abad, maldito demonio?

—Nada grave… de momento —respondió el otro con una sonrisa macabra—. Estará indispuesto durante unas horas.

Vlad señaló al anciano, que yacía a los pies del altar.

—¡Correrás su misma suerte si no me revelas el paradero de Brian, Abelardo de Bobbio!

El monje no pudo evitar dar un paso atrás al oír su nombre en boca de aquel ser diabólico.

—¿Te extraña que sepa tu nombre? En Aquisgrán, uno de los vuestros creyó en el último instante que salvaría su vida y me confesó que los supervivientes habían huido hacia aquí. —Hizo una pausa y gritó, mientras sacaba una espada reluciente de debajo de la cogulla—. ¿Dónde está Brian de Liébana?

Abelardo, que conocía bien a su adversario, no pudo evitar estremecerse. Luchó contra el terror que irradiaba aquella alma alejada de la luz divina y, de pronto, corrió hasta hacerse con un candelabro de bronce y atacó. Con una sonrisa, Vlad levantó el arma e interceptó la primera embestida. En el exterior, los monjes lanzaban cantos y lamentos para exorcizar la maldad que había acudido esa madrugada a Corvey.

Abelardo luchaba con fiereza, pero Vlad poseía un arma de verdad. Con un chasquido seco, el candelabro rodó por las losas y Abelardo retrocedió, jadeando y sangrando por numerosos cortes.

—Es el momento de hablar —dijo Vlad.

Entonces Abelardo abrió las manos y rió. No había en él el menor asomo de temor.

—Deberías apartarte de Brian y de su tesoro. Por tu propio bien… —añadió, con una sonrisa irónica.

—¡Maldito seas, Abelardo!

La punta de la espada rozaba el pecho del benedictino, que seguía esgrimiendo una sonrisa cargada de sorna.

—Un monje se prepara toda la vida para la muerte, ansiándola. Mi promesa de preservar el Espíritu de Casiodoro me ha permitido tener una vida dichosa al servicio de Dios y del conocimiento. Dime, ¿de verdad crees que temo a la muerte?

Los ojos de Vlad brillaron con intensa malignidad.

—Si callas, serán muchos los monjes que morirán aquí esta noche. ¿Quieres llevar sus cadáveres sobre tu conciencia cuando llegues al otro mundo?

Aquella amenaza quebró el aplomo de Abelardo.

—Hace semanas que el hermano Brian de Liébana abandonó secretamente el monasterio de Bobbio para emprender una misión sagrada; la mayoría de los hermanos ignoramos cuál era su destino. Nuestra tarea era hacerte creer que viajaba entre nosotros, y nos instalamos en una apartada ermita, a las afueras de Aquisgrán mientras él se alejaba por otra ruta. —Abelardo percibió con agrado el desconcierto del
strigoi
—. Antes de tu ataque, un pequeño grupo de monjes se separó de nosotros y escapó de tus garras en pos de Brian. Nosotros, mientras, teníamos que resistir en la vieja ermita durante el máximo tiempo posible, empeñando en ello nuestra vida.

—¡Fue una artimaña! —rugió Vlad temblando de ira. La punta de su espada subió hasta la garganta y la sangre comenzó a manar.

—Ése era nuestro cometido,
strigoi
, un sacrificio que aceptamos con humildad y valor. Muchos de mis hermanos cayeron en Aquisgrán, pero Brian y los monjes que formarán su pequeña comunidad viajan ya a su destino. Yo fui herido y escapé a este monasterio. —Sonrió—. Cada día de los pasados en Corvey he rezado para que mi rastro fuera el que siguieras. Ahora ellos gozan de la ventaja suficiente.

—¡Dime dónde se oculta Brian!

Abelardo recordó el juramento que había hecho mucho tiempo atrás. En ese instante el éxito de la misión dependía de su valor. La espada apuntaba ahora la boca de su estómago; el ansia cruel de la mano que la empuñaba hacía vibrar la hoja. Todo estaba perdido para él, pero no sintió miedo.

—Sólo sé que ha regresado al lugar donde todo empezó —concluyó con voz firme.

—¿Te refieres al monasterio de Liébana, en el ducado de Cantabria, en Hispania?

Abelardo se encogió de hombros.

—Eso es lo único que oí en su despedida —mintió y volvió a sonreír—. Donde quiera que esté, alabará a Dios y protegerá la esencia del Espíritu de Casiodoro, la mayor de nuestras bibliotecas y el libro que tanto ansías poseer.

De pronto dio un paso al frente con decisión y se quedó inmóvil. La sonrisa se fue borrando de su rostro mientras trataba de contener el dolor con la dignidad de un guerrero. La hoja de la espada había penetrado profundamente en su carne; el bajo del hábito se teñía de un rojo oscuro.

—¡Que tu alma se pudra! —espetó Vlad, furioso, al tiempo que clavaba con más fuerza aún el acero.

—¡Desciende pronto al infierno donde habita tu señor,
strigoi
!

El valeroso hermano del Espíritu, Abelardo de Bobbio, exhaló su último aliento susurrando el nombre de Cristo.

Vlad salió de la cripta y se alejó del monasterio sin mirar atrás. Los monjes se apartaron de su camino persignándose; nadie le impidió el paso.

Ya en el bosque, se deshizo del hábito con desprecio y continuó hasta una pequeña arboleda donde aguardaba su corcel, negro como la noche. Sus manos de largas uñas se cerraron y elevó el puño a la luna, mortecina como su propia tez. Faltaba poco para el amanecer: el triunfo de la luz sobre las tinieblas.

—¡Te seguiré hasta el último confín del orbe y te encontraré, Brian de Liébana! Cuando las esperanzas del Espíritu sean cenizas, escupiré sobre tus lágrimas, mis dientes rasgarán ese libro maldito y tu alma se colmará de oscuridad.

Capítulo 3

Al amanecer, Brian salió de la pequeña iglesia y se acercó al borde del acantilado. Las nubes se disipaban y un tímido sol luchaba contra la espesa bruma condensada sobre el mar. Sería un día luminoso, y dio gracias por ello en sus oraciones.

Con el gesto sereno, aguardó hasta que el primer rayo tibio acarició su rostro. Cerró los ojos y respiró hondo. El aire era fresco, limpio, cargado de un intenso aroma a tierra mojada. A su alrededor, cada gota de rocío se había convertido en una minúscula gema y la ladera cubierta de hierba refulgía brillante. Sonrió admirado ante la belleza del paisaje. Sólo los restos del monasterio permanecían envueltos en un ambiente sombrío y misterioso.

Su mirada se posó en el antiguo círculo de piedra, más allá de la muralla: grandes losas inclinadas o caídas, medio ocultas en la hierba. No necesitaba acercarse para saber que había en ellas grabados extraños y símbolos incomprensibles para él. A lo largo del trayecto desde Dyflin había visto menhires, dólmenes y círculos líticos. Los antiguos moradores de Irlanda honraron así a sus dioses y dejaron su impronta indeleble, el testimonio de un pasado cuyos relatos seguían estremeciendo a los habitantes de la isla.

Abrió el pequeño códice que sostenía en las manos y, bajo la emergente claridad, rezó laudes. Cuando acabó, su mirada recorrió de nuevo los acantilados. Hacía cuatro días que Roiberard había emprendido el camino de regreso, con una bolsa repleta de peniques de plata y la mente llena de preguntas sin respuesta. A pesar de la lluvia, Brian había cerrado las goteras de la pequeña iglesia recolocando las losas de pizarra; por fin el suelo estaba seco. Había llegado el momento, se dijo. El templo debía recuperar su sagrada función. Brian se encaminó hacia la iglesia y entró.

Se sentía a gusto en el interior de aquel edificio austero, rectangular, de apenas diez pasos de longitud, hecho de lascas de piedra gris y mortero.

Con solemnidad, depositó sobre el altar —una simple repisa de piedra adosada al muro de poniente— un pequeño cáliz de madera y una cesta con un mendrugo de pan ácimo reseco. Recitó una oración de exorcismo y roció con agua bendita las paredes. Con voz susurrante, celebró la Eucaristía y comulgó. Luego se acercó a un pequeño fardo y lo desenvolvió con delicadeza mientras entonaba un cántico de suaves cadencias. Debajo de la tela apareció una imagen. La luz que penetraba desde la entrada se reflejó en la policromía y en las vetas de oro del manto y la corona de la Virgen con su hijo en brazos. Era una talla de madera de peral envejecida por el tiempo. El rostro de la Virgen tenía una curiosa tonalidad oscura. El niño levantaba una mano con dos dedos extendidos; su mirada era adusta, casi colérica. Sin dejar de cantar, Brian regresó al altar y depositó la figura en una oquedad que hacía la función de hornacina.


Salve! Regina, Mater Misericordiae…

Cuando terminó de rezar, con la punta de una daga gravó en la losa del altar:

ANNO DOMINI CMXCVI

Henchido de emoción, cogió una pequeña caja de madera y la jaula de las palomas y salió al exterior. Bajo los tímidos rayos del sol, se encaminó hacia una roca plana que había frente a la muralla, comprobó que su superficie estaba casi seca y se sentó. Extrajo una ampolla de arcilla y una pluma de ganso y garrapateó unas pocas frases sobre una diminuta tira de pergamino. Cuando la tinta se secó, enrolló la tira y la anudó a la pata de una de las palomas.

—¡Hoy comienza la nueva historia del monasterio de San Columbano! —exclamó mientras abría las manos para que el ave volara libre. Sus ojos se habían humedecido—. La memoria de la humanidad ha encontrado un nuevo refugio… ¡Que Dios bendiga el Espíritu de Casiodoro!

La paloma ascendió aleteando con fuerza y rodeó la alta torre circular. Voló sobre el mar, pero cuando alcanzó una altura considerable viró hacia el sur, sobre el bosque, y Brian la perdió de vista. Su orientación la guiaría hacia su estratégico palomar, muy lejos de allí. Pero el mensaje viajaría aún más lejos: otras palomas completarían el periplo hasta su destino.

El monje recorrió con la mirada las ruinas y, consciente de la tarea a la que se enfrentaba, suspiró. Observó con disgusto el edificio principal. Antaño tal vez era una construcción soberbia, pero en aquel momento su aspecto era penoso, con buena parte del techo hundido. Brian sólo había podido acceder a la planta baja, dividida en dos partes aisladas. La orientada hacia la iglesia albergaba el refectorio, una estancia de grandes dimensiones, milagrosamente bien conservada y con un hogar de los tiempos en que había sido fortaleza de los O’Brien; por una estrecha puerta, al fondo, se accedía a otras cámaras de pequeño tamaño, todas ellas derruidas, a excepción del muro exterior. Era difícil saber con certeza qué utilidad se les había dado en el pasado, tal vez eran las cocinas, la enfermería y habitaciones para almacenar víveres. La otra parte del edificio, cerca de la torre de vigilancia, había tenido la función de
scriptorium
, de planta rectangular y de allí se accedía a algunas salas menores entonces derruidas.

Brian había examinado con interés esa parte. Los grandes ventanales orientados al este, que en su día dejaban entrar la luz necesaria para los copistas, eran un gigantesco boquete abierto a la intemperie, como las fauces desdentadas de un gigante enterrado. En el interior del
scriptorium
, los escombros y los restos de madera carcomida llegaban hasta la cintura. Medía treinta pasos de largo por quince de ancho, y había sido la estancia más importante del antiguo monasterio, así lo revelaban los relieves de los capiteles de las pilastras y los pilares, aunque el hollín, el musgo y las telarañas apenas permitían apreciar los detalles. Las vigas del techo que habían resistido el fuego estaban podridas y amenazaban con derrumbarse en cualquier momento. En un extremo de la sala había descubierto una pequeña estancia en la que se hallaba la escalera circular que llevaba a las plantas superiores —la biblioteca—, pero era imposible subir.

El monje alejó de sí el desánimo. Había hecho un largo viaje impulsado por una fuerza y una convicción que vibraban con ímpetu en su alma. Podía imaginar el edificio en pie y el valor de lo que allí se guardó. Cada relieve grabado en las piedras del
scriptorium
era una muda señal que susurraba secretos aún sin descifrar. Se negaba a creer que todo había sido destruido treinta años atrás. Patrick era un hermano del Espíritu y conocía los peligros que acechaban a la misión. Si quedaba algún cubículo intacto, lo encontraría. Pero de momento lo más importante era la valiosa carga que transportaba, y ésta se hallaba a buen recaudo, a salvo de sus siniestros perseguidores.

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