Las ranas también se enamoran (26 page)

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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Romántico

BOOK: Las ranas también se enamoran
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—Qué fuerte, mamá —respondió la niña enfurruñada—. Precisamente por lo que te pasó a ti pensé que entenderías la postura de esa chica. Pobrecilla.

—Esa chica, por no decir otra cosa, no es ninguna pobrecilla como tú crees —le dijo, incrédula y dolida—. Mi caso nada tiene que ver con el caso de esa mujer. Nada. Y te voy a pedir un favor. No saques conclusiones antes de conocer lo que pasa en una pareja porque te vas a equivocar. ¿Me has entendido?

Pero Vanesa estaba reticente a creer a su madre. Aquel encorsetado no le gustaba y punto.

—Me da igual, mamá. Diana dice que Juliana era una chica encantadora y...

—Diana, como te he dicho, puede decir misa —sentenció Marta—. Yo he conocido a Juliana y me pareció cualquier cosa menos encantadora. Además, Diana y tú sois aún unas niñas para entender muchas cosas. Por lo tanto, esta conversación se ha acabado.

Molesta por como su madre le había respondido se levantó de la cama y se marchó, dejando a Marta aún de peor humor.

Aquella mañana en la oficina de Philip, su abogado entró en su despacho. Traía un sobre cerrado que dejó ante él.

—¿De qué se trata?

Thomas, su abogado, con gesto serio se sentó en la silla enfrente de él.

—Son las pruebas de paternidad. Los resultados.

Sin apenas inmutarse, Philip le miró. Le veía preocupado y eso le hizo sonreír. Abrió el sobre con decisión y tras leer lo que ya sabía, le dio una de las copias a Thomas para que lo leyera. En ese momento el abogado sonrió.

—Te lo dije, Thomas. El niño no era mío.

—Esto es fantástico —suspiró el abogado.

—Mándaselo por fax al abogado de Juliana.

Una vez se quedó solo, Philip sonrió. Siempre había sabido que los resultados saldrían así. Pero una vez confirmado se relajó. Aquello era, por fin, el fin de un problema. El teléfono sonó. Era su hermana Karen.

—Tengo un problema y necesito tu ayuda.

Rápidamente, Philip se acomodó en su asiento.

—¿Qué pasa?

—He discutido con Diana.

Aquello no le sorprendió. Lo difícil era no discutir con su sobrina.

—¿Qué ha pasado Karen?

—Ayer llamó su padre y le dijo que no podría verla en un par de semanas. Como imaginarás se lo tomó muy mal y esta mañana como señal de protesta se ha cortado su maravillosa melena a trasquilones. Oh, Dios, Philip si la vieras parece una enferma mental.

—¿Cómo? ¿Al cero? —susurró incrédulo.

—Lo que has oído —al escucharle muy callado, gruñó—. No se te ocurra reírte o te juro que voy dónde estás y te doy un derechazo.

—Tranquila Tyson, nada más lejos de mi intención. Desesperada, Karen continuó.

—El problema es que ahora se ha arrepentido de su impulsividad y lleva llorando más de cuatro horas encerrada en su habitación. Dice que no saldrá de allí hasta que le crezca el pelo. Necesito tu ayuda. Temo que haga una tontería. Tienes que venir, por favor. Ella siempre te ha escuchado a ti, aunque últimamente no escucha a nadie.

—Salgo para allá ahora mismo. — Y dicho esto, colgó.

Le indicó a su secretaria que estaría localizable en el móvil y bajó al garaje a por su Austin. Media hora después estaba en Chelsea, en casa de su hermana.

—Gracias por venir, Philip —le besó Karen.

—¿Dónde está?

—En su cuarto.

Con decisión, Philip subió las escaleras y se paró ante la puerta cerrada de su sobrina. Escuchó la música estridente que salía de su interior, leyó el cartel de no molestar y decidió llamar a la puerta.

—¡Mamá, déjame en paz! —gritó la muchacha.

—Soy tu tío. Ábreme.

La muchacha no contestó pero tampoco abrió, Philip volvió a la carga.

—Diana. Sabes que mi paciencia no es infinita. Tienes dos opciones: o abres, o tiro la puerta abajo.

—No quiero que me veas. Estoy horrible. ¡No quiero ver a nadie!

Karen se retorció las manos, nerviosa. Philip tras dar un beso a su hermana en la mejilla, contestó a su sobrina con tranquilidad.

—Cariño. Tú eres preciosa. Es imposible que estés horrible.

—¡¿Te ha dicho mamá lo que he hecho?!—gritó llorando.

—Sí, Diana. Por eso estoy aquí. Para intentar buscar soluciones.

—Para esto no hay solución. La única solución es encerrarme en este cuarto hasta que mi pelo vuelva a crecer. Seré el hazmerreír de todo mi colegio. Odio a mi padre. Le odio por todo lo que me hace sufrir.

—Diana abre la puerta —exigió aquel—. Quiero hablar contigo.

—No. No quiero hablar contigo. Quiero que me dejes sola ¿lo entiendes? Quiero que todos me dejéis sola. Y esta vez soy yo la que lo pido.

—Vamos, cariño. Abre la puerta —susurró Karen desesperada.

—He dicho que no, mamá. ¿Por qué has tenido que llamar al tío? Le odio.

—Me ha llamado porque sabe que te quiero. Ahora abre.

—No digas mentiras. Tú me odias. Lo veo por cómo me miras cada vez que hago algo inapropiado. Nunca hago nada que te guste. Lo sé... lo sé.

Aquella acusación le llegó al corazón a Philip y apoyándose en la puerta susurró:

—Estás equivocada, Diana. Yo te quiero, y te quiero muchísimo. Siempre has sido mi niña y lo serás mientras viva —su hermana al escucharle se emocionó—. El que yo me enfade contigo cuando te veo hacer algo inapropiado es lo normal. Soy un adulto y he de enseñarte a vivir, cielo. Yo te adoro y sé que lo sabes aunque te empeñes en decir que no, y odio ver como desperdicias en ocasiones tu vida con algunas malas acciones. Sé que ahora no lo entiendes, pero con el tiempo lo entenderás. Ya lo verás.

Como respuesta la muchacha subió el volumen de su equipo de música. Karen, desesperada, miró a su hermano y este quitándose la chaqueta, se la dio.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Karen incrédula.

Philip, con gesto de enfado, dio un paso atrás y soltando una patada a la altura de la cerradura la puerta cedió. Con gesto de sorpresa Diana miró a su tío entrar y este, sin dejarla hablar, dijo:

—Nunca más vuelvas a dudar que te quiero, ¡¿oído?! O te juro que la próxima vez te daré tal azotaina que entonces sí que me vas a odiar.

Una vez dijo eso la niña se lanzó a sus brazos y durante un par de horas lloró. Karen, más tranquila y a petición de su hermano, les dejó a solas. Ellos debían hablar de sus cosas y su hermano Philip era especialista en solucionar momentos de crisis.

Una vez la calmó, consiguió comunicarse con ella. Algo que llevaba más de un año sin hacer. De pronto, la complicada Diana volvía a ser aquella niña encantadora que corría junto a su tío para hablar y jugar con él. Philip se enteró de la rabia que ella albergaba por como su padre les trataba. Rabia que volcaba contra su madre y el resto del mundo. Y tras sacar fuera todo lo que durante meses había callado finalmente Diana se desahogó.

—Por cierto —dijo Philip—. Ahora que nos estamos sincerando, quiero que veas una cosa.

—¿El qué?

—Dame un segundo que voy al salón a por mi maletín.

Con gesto sonriente, Philip cogió su maleta y regresó a la habitación. Lo abrió. Cogió unos papeles y se los dio a su sobrina.

—Lee lo que pone.

Ella los tomó y tras leer le miró con cara de asombro.

—Vaya... entonces decías la verdad. El bebé de Juliana no es hijo tuyo.

—Pues claro que no, cielo. Cuando yo te decía que no era hijo mío era porque lo sabía. Si hubiera habido la más mínima posibilidad de que ese bebé hubiera sido mío, nunca le habría abandonado. Eso, jovencita, quiero aclarártelo. Me dolió mucho que pusieras en duda mi honor como hombre.

—Lo siento, tío —susurró mimosa.

Tras darle un cariñoso abrazo y un beso en la cabeza, le sonrió.

—¿Qué te parece si te llevo a la peluquería donde van las actrices como Juliana y vemos cómo podemos arreglar esto?

—¡Genial!

Quince minutos después, Philip iba con su sobrina en su Austin, feliz.

El miércoles Lola y Antonio organizaron una cena en el restaurante de un amigo. A ese evento solo invitaron a la familia directa y a los veinticinco trabajadores que componían la empresa de Antonio, EyE. La cena en sí transcurrió con alegría. Brindaron por los futuros novios y todos se divirtieron.

Philip y Marta, sentados cada uno en una esquina opuesta de la mesa, se miraban. Pero no se hablaron. Marc se percató de todo pero no dijo nada. Philip era muy suyo para sus cosas. Una vez acabada la cena, Lola y Antonio y los más mayores se marcharon para sus casas. Philip pensaba hacer lo mismo pero al ver que Marta, su hermana y Patricia, junto a otros jóvenes de la cena, se iban a tomar una copa al Stretch, decidió ir también arrastrando a Marc, que no opuso ninguna resistencia. Es más, parecía encantado.

Al llegar al bar, Marta, consciente de cómo la miraba el lado masculino de la empresa EyE, estaba encantada. Pero más le gustó ver el gesto ofuscado de Philip.

«Te vas a enterar, guapito de cara, de quién soy yo» pensó sacando a bailar a uno de ellos.

Durante un buen rato, Marta, Karen y otros, bailaron salsa. Philip intentó mantener el tipo. Su enfado crecía por momentos cada vez que alguno la tocaba o se acercaba a ella, pero, dispuesto a no dejar ver su enfado, comenzó a hablar con la chica de la barra. Una muchacha muy mona.

Marta, al ver la rapidez con la que aquel había encontrado con quién entretenerse, decidió contraatacar cuando la música lenta empezó a sonar, y plantándose ante Philip dijo:

—¿Puedo invitarte a bailar?

Sorprendido por aquello, la miró, y asiéndola por la cintura la llevó hasta la pista, donde la abrazó bajo los focos oscuros.

—¿Por qué nunca bailas? ¿No te gusta? —preguntó Marta. —No. No me gusta. Me parece ridículo. Aquello hizo que Marta se carcajeara. —¿Crees entonces que soy ridícula cuando bailo? Oír su risa cristalina y tenerla cerca le relajó, y la abrazó aún con más fuerza.

—No,
honey
. Tú precisamente lo haces muy bien.

—Graciasssssssssss —respondió de buen humor. Durante unos minutos ambos bailaron en silencio y Marta aprovechó para colocar su cabeza sobre su hombro. Le encantaba su olor.

—¿Lo estás pasando bien, Philip?

—Me lo pasaría mejor si estuvieras conmigo y a solas en mi casa —dijo entrecerrando los ojos.

Escuchar aquello hizo que a ella el estómago le diera un vuelco. No había nada en el mundo que le apeteciera más. Pero no. Debía darle a probar su propia medicina. Por ello y dispuesta a no dejarse manipular por aquel le susurró al oído.

—Mmmmm... la verdad es que me tientas. —Él le sonrió complacido. Le gustaba sentir que lo deseaba. Pero tras mirarle con adoración añadió—: Pero no, cielo. Esta noche me apetece probar algo diferente.

Boquiabierto por aquel descaro, Philip la miró. Aquello era darle un mazazo en su orgullo de hombre.

—¿Con quién crees tú que debo montármelo hoy? —prosiguió haciendo que se tensara—. Dos de ellos me han propuesto ir al hotel Soff. Un motel que por lo visto está cerca de aquí.

Philip no respondió. Solo la miraba con gesto grave. Aquella descarada le estaba pagando con la misma moneda y no se lo podía reprochar. Optó por callar y ella continuó hablando con su habitual desparpajo.

—Por cierto, ¿sabes si tiene jacuzzi el hotel? —él blasfemó—. Oh, Dios me encantaría que tuviera un jacuzzi grande y redondo de esos que uff... tú ya me entiendes, ¿verdad? Eres un hombre experimentado y...

No pudo decir más. Philip la besó. Le devoró los labios con tal sensualidad que Marta sintió que se desmayaba. Ella le correspondió, sin poder evitarlo. Finalmente Philip se separó y, con gesto tosco, dijo antes de soltarla:

—Te recomiendo que vayas al Garden. Es un buen hotel y podrás disfrutar de un maravilloso jacuzzi.

Dicho esto, se dio la vuelta y se marchó. No estaba dispuesto a seguir aquel juego. Marta le miró y deseó correr tras él. Pero su orgullo se lo impidió.

Capítulo 26

Había pasado un día y Marta no había vuelto a saber nada más de Philip. Eso la inquietó y la molestó, ¿se había vuelto paranoica?

El jueves por la mañana decidieron todos salir de compras por el centro de Londres. Una vez allí, se movieron por las callejuelas típicas del lugar y se hicieron divertidas fotos en las originales cabinas rojas de teléfono. Por la tarde, Karen y sus hijos, cuando salieron del colegio, se reunieron con el grupo para continuar las compras. Y todos se sorprendieron al ver el nuevo look de Diana. Estaba muy guapa con aquel moderno corte de pelo. Nico, el pequeño, rápidamente hizo migas con Marta, quien le seguía en sus bromas. A Marta le encantaban los niños y Nico era un crío adorable y como su hija pasó de ella en cuanto llegó Diana, salvo para pedirle dinero, se pudo centrar en el niño.

—Esta librería me encanta —dijo Lola en una tienda que por su apariencia debía llevar toda la vida allí—. Siempre que vengo a Londres me encanta pasarme por aquí. Vamos a entrar. Veréis qué sitio más precioso han construido en su interior para los niños.

—Aquí vengo con el tío Phil y me lo paso bomba con él —rió Nico con su sonrisa mellada.

Aquello sorprendió a Marta. Conocía poco a Philip, pero no le veía confraternizando con un niño, aunque fuera su sobrino.

—Nosotras iremos a aquella tienda —señaló Diana del brazo de Vanesa—. Os esperamos allí.

—Un momento, jovencitas —las frenó Karen—. Os acompañaré. No me apetece tirarme al suelo. Yo ya me he revolcado lo suficiente en esta librería.


Uis
nena qué sala eres para ser inglesa. ¿Cómo te vas a revolcar en una librería? —dijo Adrian.

Lola y Karen se miraron divertidas, y fue esta última quien habló:

—Os espero con estas jovencitas. Pasadlo bien.

Con gesto de aburrimiento las niñas asintieron. No les quedó más remedio que dejarse acompañar por Karen.

Una vez entraron en la librería enseguida todos entendieron porque a Lola le gustaba aquel lugar. Estaba decorada con mimo y con gusto. Sus estanterías eran de madera envejecida y los libros estaban cuidadosamente colocados. Incluso había unos bancos para poder sentarte y hojear los textos. Con alegría, Nico tiró de la mano de Marta para que le acompañara. Quería llevarla a la zona de los niños. Con una sonrisa, mientras los otros hojeaban libros para adultos, ella siguió al crío, y se quedó boquiabierta al descubrir la zona que le quería enseñar. En aquella sala enorme habían creado un mundo mágico lleno de mariposas colgantes y duendes sonrientes que sujetaban las librerías. Las estanterías eran en colores pastel y el suelo de color hierba fresca. Alrededor de aquel bonito sitio habían puesto unos bancos para niños y unas pequeñas tiendas de campaña con luz en su interior.

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