—Lo sé, cariño... lo sé —suspiró Marta—. Me encantaría que estuvieras aquí pero creo que a Vanesa...
. —No te preocupes por nada —murmuró cansado—. Tú dependes de alguien y aquí el que debe asumirlo soy yo.
Nunca había salido con una mujer que tuviera hijos y aquello, en cierto modo, le desconcertaba. A sus casi cuarenta años depender de las exigencias de una jovencita no era lo que más le agradaba, pero Marta le gustaba y lo haría por ella.
—¿Cuándo nos volveremos a ver?
—Pronto —respondió él.
—De acuerdo —susurró con decepción—. Entonces hasta pronto.
—Un beso,
honey
. Mañana te llamaré.
Dicho esto ambos colgaron el teléfono sumidos en sus pensamientos y anhelos.
Dos días después y cuando menos se lo esperaba, Philip apareció en la tienda con un precioso ramo de margaritas blancas. Al verle, Marta, sin recato alguno, se tiró a su cuello y le besó. Adrian y Patricia sonrieron. Querían ver a Marta feliz. Se lo merecía.
—Vaya, ¿cómo has adivinado que esta es mi flor favorita? —preguntó divertida.
Philip aún con ella en brazos y aspirando su aroma respondió:
—Tengo mis informadores. Por cierto, buenísimos y muy profesionales —sonrió este al pensar en su sobrino Nico. Ambos rieron.
Dispuesta a pasarlo bien con él el tiempo que estuviera en Madrid, se lo llevó en su moto a dar una vuelta, pero la necesidad de intimidad entre ellos era apremiante y finalmente acabaron en su casa de la Moraleja. Pidieron unas pizzas y cervezas y entre mordisco y mordisco encima de la cama, hicieron el amor en varias ocasiones.
Aquellos dos días en Londres habían sido insufribles para Philip. Recordar a Marta y no tenerla cerca le estaba volviendo loco. Por ello, a media mañana habló con el piloto de su avión. Debía viajar a China unos días, pero antes decidió pasar a visitarla por Madrid. Necesitaba verla.
—Por cierto, el próximo día tienes que venir a mi casa —dijo Marta—. La ducha que me regalaste es un pasote.
Con gesto divertido Philip la aprisionó sobre la cama y le susurró al oído:
—Me estás queriendo decir que ya la has estrenado.
Ella asintió divertida.
—Como poco habrás pensado en mí, ¿verdad? Para hacerle rabiar hizo como que pensaba, pero al verle el gesto ceñudo besándole se lo confirmó.
—Te lo aseguro. Solo y exclusivamente he pensado en ti.
—Mmmmm eso me gusta —rió mordisqueándole la oreja. Feliz por aquella intimidad preguntó:
—¿Hasta cuándo te quedas?
—Solo estaré unas horas contigo. Me voy para China hoy mismo. Tengo que resolver ciertos asuntos que requieren mi presencia allí.
Al ver que ella suspiraba y echaba la cabeza hacia atrás él susurró mordisqueándole el cuello:
—Lo sé... cariño... lo sé. Pero es mi trabajo. Prometo que cuando regrese intentaré estar unos días en Madrid contigo, ¿qué te parece?
—¿Tú nunca coges vacaciones?
—¿Vacaciones? ¿Qué es eso? —se mofó él.
—Vacaciones es sinónimo de diversión, de no trabajar, de levantarse tarde, de olvidar compromisos y comer sin importar la hora y las calorías.
—Ah... vale... ahora te entiendo.
—¿Y? —apremió ella.
—No lo sé. No lo había pensado. Creo que llevo sin irme de vacaciones cerca de tres años.
—No me lo puedo creer. Eres el jefe de tu empresa ¿y no tienes vacaciones?
—Créetelo porque es así —rió él.
Realmente los últimos años había tenido mucho trabajo y con Juliana y sus continuos problemas lo que menos le apetecía era dejar de trabajar.
—Lola todos los años cierra en agosto la tienda. En menos de un mes pienso irme de vacaciones a Huelva y disfrutar.
—¿Conmigo? ¿Vendrás conmigo? —dijo él.
Ella le miró sorprendida.
—Vamos a ver, precioso —él rio al escucharla—. Acabas de decir que tú no tienes vacaciones ni planes.
Dispuesto a ir donde ella quisiera murmuró.
—Pero ahora sí tengo planes —murmuró haciéndola sonreír—. Con una preciosa española, algo gruñona en ocasiones, pero que me encanta.
Dicho esto Marta sonrió y de nuevo y apasionadamente hicieron el amor.
Acalorada y aburrida, Vanesa salió del instituto y se fue directamente a casa. Últimamente nada le salía bien. Javier, tras lo del coche de Philip, la dejó y comenzó a salir con una niña mona de otro barrio, y si a eso se le unían el rollo de las clases de recuperación y las miradas de su madre, su vida era un auténtico aburrimiento. Tras sacar a pasear a
Feo
, decidió hacer un trabajo de química que le habían mandado. Para ello encendió el ordenador. Necesitaba buscar información. Dos minutos después sonó el timbre del portero automático. Era Javier. Con aire desenfadado y su mirada chulesca.
—Hola, guapísima. ¿Estás sola? —preguntó con voz dulzona mirando hacia el video portero.
La muchacha al ver que el objeto de sus anhelos estaba en su puerta sonrió encantada.
—Sí.
Javier, impaciente, se movió ante la cámara.
—¿Puedo subir? —preguntó.
Vanesa se lo pensó. Si su madre se enteraba de aquello la volvería a castigar y el horno no estaba para bollos. Pero ella estaba trabajando y no tenía porqué enterarse. Además, le apetecía mucho estar con él y no quería desaprovechar los momentos en que él la buscaba.
—Sí. Te abro.
Apretó el botón y vio como entraba en el portal. Enseguida cogió el teléfono. Llamó al móvil de su madre y le preguntó si quería que comprara algo en el súper. Cuando se cercioró que esta no llegaría hasta pasadas como mínimo cinco horas colgó encantada.
Sonó el timbre de la puerta. Vanesa, mirándose en los espejos de la entrada comprobó que su aspecto era el deseado y abrió la puerta. Cinco minutos después estaban sobre el sofá revolcándose. Tenían unas excitantes horas por delante.
Aquel mismo día por la tarde, tras unas horas con Philip en su casa de la Moraleja, este se marchó para China. Estaría tres semanas sin verle, y eso se le haría largo. Pero Marta era fuerte y soportaría eso y más.
En la tienda, ella y Adrian atendían a una de sus mejores dientas. Una mujer adinerada de Aravaca bastante esnob, pero que se dejaba bastante pasta al año en sus vestidos.
—Le queda estupendo el vestido, Josefina. Está espectacular —asintió Marta.
La mujer se miró en el espejo. Acababa de hacerse una lipoescultura y sonrió encantada al ver como aquel bonito vestido se ajustaba a sus curvas resaltándolas.
—Estoy contentísima —dijo aquella—. Creo que el vestido que me habéis confeccionado es maravilloso. ¡Divino!
Marta y Adrian se miraron. Aquella presuntuosa lo que quería era hablar de su magnífico cuerpo. Consciente de ello Adrian sonrió y añadió.
—Tu lipoescultor también hizo un buen trabajo —y pasándole la mano por su fina cintura susurró—. Te ha dejado con el cuerpecito de una muchacha de veinte.
Aquel comentario, a la dienta, le gustó y sonrió.
—Sí. Estoy de acuerdo contigo. El doctor Vascongrelos, una eminencia en estos temas, me ha dejado estupenda. Ahora utilizo una talla treinta y ocho.
—¡Qué maravilla! —suspiró Marta—. Ya me gustaría a mí utilizar una talla así. Pero yo soy curvilínea y utilizo una cuarenta y dos, cuarenta y cuatro.
La mujer mirando a Marta le hizo una señal. Luego caminó hasta su bolso y tras sacar su carísima cartera de Gucci, le entregó una tarjeta y dijo:
—Llama aquí. Pregunta por el doctor Vascongrelos y dile que vas de mi parte. Seguro que te hace un buen precio, además de un buen trabajo.
Divertida, Marta cogió la tarjetita. No pensaba utilizarla. Ella no gastaba el dinero en esas nimiedades. Pero con una sonrisa se lo agradeció. En ese momento se abrió la puerta del taller y entró Patricia, quien al ver a la dienta silbó y dijo:
—Madre mía, Josefina ¡estás espectacular con ese vestido!
—luego fijándose en ella preguntó—¿Has hecho régimen? Te noto más estilizada que la última vez que te vi. La mujer volvió a sonreír para su regocijo y dijo: —Gracias, bonita. Les contaba a tus compañeros que he pasado por el quirófano y me hice una lipoescultura. Me han quitado partes de mí que sobraban, y estoy encantada. Por cierto, le he dado a Marta una tarjeta del doctor, si quieres puedes ir tú también. Te dejará monísima. Ya lo verás.
Al escuchar aquello Patricia la miró. Qué la estaba llamando... ¿gorda?
—Patricia... nena —llamó Adrian antes de que aquella soltara alguna fresca—. Ve y dile a nuestra costurera Alicia que venga un segundito.
Una hora después, tras dorarle la píldora a la dienta un buen rato más, esta se marchó y les dejó solos en la tienda.
—¡Será pedorra la tía! —protestó Patricia abriendo un paquete de donuts bombón.
—¿Por qué? —preguntó Marta divertida.
—Nos ha llamado ceporras. O si no a qué venía eso de que te de una tarjeta y luego me diga a mí que yo puedo ir también y que me dejarán monísima.
—No pienses así mujer —se carcajeó Marta—, Ella me ha dado la tarjeta sin más.
—¡Ja! Me río yo de ese sin más —protestó Patricia.
—Quien se pica... donuts come —añadió Adrian ganándose una mirada reprochadora de aquella—. Y no... no me mires así y menos con un donut bombón en la mano. A ver desembucha ¿Qué ha pasado con tu poli? Estoy seguro de que estás de ese pésimo humor por él.
Cogiendo un nuevo donut y atacándole con ganas, Patricia confesó.
—No pasa nada. Solo que odio estar continuamente pendiente del teléfono.
—
Uis
, nena —gritó Adrian—. ¿Se te ha descongelado el
corasao
? ¿Te has pillado por el
calvo
?
—Tanto como tú por el Timoteo —respondió furiosa.
Adrian al escucharla se carcajeó y dijo:
—La has cagado querida... adiós a tu vida de perraca y lobezna.
Marta sonrió. Llevaba años sin ver a su amiga tan interesada en un tipo. Y eso le gustó.
—¿Tú estás chalado o qué? —gritó la ofendida—. ¿Cómo me voy a pillar de ese poli...
calvo
?
—Cosas más raras se han visto —se mofó Marta encendiéndose un cigarrillo.
Patricia al escuchar aquello refunfuñó y tras darle un bocado al donut se sentó y aclaró:
—Vamos a ver... lo confieso. El poli tiene un
morbete
colosal, me lo paso pipa con él en la cama, pero vamos, no me he pillado de él.
Marta y Adrian se miraron y con guasa este último respondió:
—Mejor... no es tu tipo para nada.
Patricia asintió. A ella le gustaban los hombres de pelo largo y recio en la cabeza, y a ser posibles terriblemente metrosexuales. Algo que el poli no cumplía. Era un machote a la antigua usanza.
—Es más —continuó Adrian—. Me fijé en él y vi que no se depila el pecho, ni nada de nada. ¿Verdad?
Patricia asintió. Incrédula Marta miró a su amigo y preguntó:
—Pero bueno, ¿cómo has podido ver eso?
—El día que le conocimos, llevaba la camisa arremanga. Su brazo estaba cubierto de vello oscuro —dijo Adrian—, y si no se depila los brazos, no se depila el pechito. Por cierto tu
guiri
, tampoco se depila. Eso sí, lo tiene rubio clarito.
Marta sonrió y dijo:
—Y espero que no lo haga. A mí me gustan los hombres con pelo en pecho. Varoniles y...
—¡Pero si ese descolorido no es tu tipo! —atacó Patricia cogiendo un tercer donut.
—Ni el tuyo el
calvo
—contraatacó Marta—. Pero mira, aquí estás dándote un atracón de dulce. Algo que haces por norma cuando estás desconcertada.
—Por lo menos no me paso el día suspirando como una lela ¿verdaderamente se habrá ido a China o te la está pegando con pipas?
Al escuchar aquello Marta se enfadó. ¿Por qué su amiga era tan negativa en referencia a su relación? Pero sin querer gritar dijo:
—No tengo porqué desconfiar.
—Qué pringadilla eres, jamía.
—Y tú qué envidiosa —respondió Marta.
Una vez dicho aquello ambas se sumergieron en una absurda discusión de gustos, hombres y donuts. Finalmente Adrian cansado de esa situación se plantó ante ellas y gritó:
—Virgen del camino seco. Qué voy a hacer con vosotras ¿habéis perdido el norte en el amor?
—Porque lo llamas amor cuando lo deberías llamar sexo —gruñó Patricia.
—Vamos a ver, Patri —se molestó Marta—. El que tú tengas tu corazoncito blindado y acorazado a prueba de todo personaje que aparezca en tu vida, no quiere decir que los demás lo tengamos que tener. Philip me atrae —Patricia puso los ojos en blanco—. Me encanta a pesar de que como bien sabes es rubio y descolorido. Pues bien. Ese rubio, me gusta, me enloquece. Me produce morbo y quiero seguir conociéndole. Y por muchos mohines y gestos raros que pongas lo voy a hacer, ¿me has entendido?
—Claro y conciso —asintió aquella mirando a Adrian.
Aún molesta por la guasa que veía en los ojos de su amiga, le arrancó el paquete de donuts de la mano y gritó cogiendo el último que quedaba.
—Si sigues comiendo donuts además de culona y envidiosa, serás oronda.
Los tres comenzaron a reír.
Habían pasados dieciséis días desde que vio por última vez a Philip. Era sábado y Marta se encontraba cansada y agotada. Había tenidos unos días muy tontos, su cuerpo se empeñó en darle la lata, y todo le sentaba mal. Los días habían sido de duro trabajo y el estrés, su hija y la añoranza de Philip consiguieron que no descansara y apenas probara bocado.
Aquel día, después de comer, Vanesa se marchó con sus amigos. La chantajeó con un vale y Marta le levantó el castigo. No quería ser un sargento con ella. Desde lo ocurrido con el coche de Philip parecía que las cosas se habían tranquilizado un poco, y aunque la comunicación no era entre ellas como antaño, por lo menos cuando la oía hablar con él por teléfono no huía del salón dando portazos como antes. Ahora se quedaba mirando la tele y cuando colgaba su madre no comentaba nada.
Una vez se quedó sola a pesar del sueño que le entró, decidió liarse con la casa. Necesitaba una buena limpieza y llenar la nevera. Aquel era un momento estupendo para ello. Total, las opciones eran tirarse en el salón a tragarse películas infumables y con seguridad a dormir, o hacer algo que no la hiciera pensar en exceso. Decidió no pensar. Con decisión fue a comprar al supermercado. Cuando regresó se puso unos piratas azules, una camiseta vieja y se recogió el pelo. Media hora después ya había puesto una lavadora, había movido todos los muebles del salón y cocinaba en la olla exprés carne guisada para el domingo. Sonó el teléfono. Era Patricia.