Boquiabierta preguntó:
—Pero, bueno ¿Y tú qué sabes de Philip?
—¡¿Philip?! Vaya nombre más ridículo que tiene el gachí — se mofó—. Según me ha dicho la Vane, es un estirado y almidonado hombre de negocios. ¿Crees que a ese le pega una mujer como tú? Tú eres una chica de barrio, una don nadie. ¿Crees que un ricachón se enamorará de ti?
—¡Serás gilipollas! —Finalmente había conseguido enfadarla.
—Mamá, ¿qué pasa? —dijo Vanesa acercándose a ellos.
Marta no habló. No quería discutir. Pero el Musaraña volviéndose hacia la niña dijo:
—No pasa nada, Vane. Solo le estoy recordando a tu madre, que ella es una
mindundi
como yo, y que ese tipo, ese ricachón, con seguridad simplemente se esté riendo de ella.
—O te callas —gruñó Marta muy enfadada—. O te juro que me convertiré en la niña del exorcista y comenzaré a vomitar tacos.
—Pero Marta, por favor —rió aquel—. ¿Quién va a querer cargar contigo y con todo tu pasado? Tú solo puedes ser una vergüenza para él.
Aquel terrible comentario molestó a Vanesa y encarándose a aquel dijo sorprendiendo a su madre.
—Mira, imbécil. Mi madre tiene toda la clase que tú nunca tendrás.
El Musaraña mirando a la niña sonrió con descaro.
—Sí, la misma clase que tú. Solo hay que conoceros a las dos, para saber de qué clase estamos hablando.
Sin poder remediarlo Marta le empujó. Pero qué se había creído aquel.
—Cierra el pico, o te juro que te las verás conmigo.
—¿Sabes, Musaraña? —espetó con rabia Vanesa—. Estoy segura de que Philip ha visto en mi madre lo que tú nunca has llegado a ver. Ella es demasiado buena para un desgraciado como tú. Mi madre se merece alguien que la cuide y que la quiera como se merece y Philip lo hace —una vez acabó se volvió hacia su madre y dijo—: Mamá vámonos. Este estúpido me saca de mis casillas.
Dicho esto, y tras despedirse de los amigos, se montaron en la moto y se marcharon. Mientras Marta conducía su moto con su hija de paquete, pensó en lo que el Musaraña le había dicho. Pero no. Ese idiota no le haría dudar de Philip. Aquel que le había robado el sueño era un hombre íntegro y no jugaría con ella. Philip no era de esa clase de hombres.
El lunes Marta, tras dejar a su hija en el instituto, se marchó para la tienda. El mal cuerpo había vuelto a ella tras lo ocurrido en El Picotazo. Aunque había sacado algo bueno de ello. Su hija parecía haber aceptado su relación con Philip.
Estaba feliz por aquello, aunque le extrañó no haber recibido el domingo una llamada suya. Una vez puso la cadena en su moto, entró en la tienda. Adrian y Patricia la esperaban. Por sus caras no había pasado nada bueno.
—A ver... no me asustéis que no tengo yo hoy el cuerpo muy centrado. ¿Qué ha pasado? —preguntó al verles.
—Ay, Virgencita. ¿Estás bien? —preguntó Adrian cogiéndola del brazo.
—Pues sí, ¿por qué no iba a estar bien? —al ver el gesto contrariado de Patricia volvió a preguntar—. Pero, ¿qué pasa?
—Ven. Siéntate —dijo aquella.
—¿Le ha pasado algo a Vanesa? —preguntó notando que el estómago se le revolvía aún más.
—No, cielo. Ella estará divinamente —respondió Adrian—. Pero siéntate, temo que te de un tabardillo
Dejándose llevar se sentó en una de las sillas de la trastienda. No entendía qué pasaba, pero la estaban asustando. Finalmente y sentada ante aquellos dos, Patricia le tendió una revista del corazón.
—¿Queréis que me ponga a leer una revista ahora?
—Ay, qué fatiguita, por Dios —susurró Adrian.
—No Marta. Solo mira la página dieciocho —pidió Patricia con gesto serio.
Cada vez más confundida cogió la publicación y tras resoplar busco la página que ellos indicaban. De pronto el corazón se le paró. Allí había una foto de Philip tan guapo como siempre acompañado de una morena. El titular decía: «El soltero de oro inglés de juerga en la noche madrileña». Sin dar crédito a lo que veía, leyó lo que ponía bajo la foto.
El empresario Philip Martínez, pasó la noche del sábado acompañado por la actriz de la serie Los sorprendidos. El pasado sábado 26 cenaron en el restaurante Horcher muy acaramelados y después estuvieron hasta altas horas de la madrugada en el Buda. ¿Romance a la vista?
Con el corazón acelerado Marta volvió a leer aquello. ¿Pero cómo era posible? Philip estaba en China. Finalmente sin saber qué decir cerró la revista y la tiró contra la pared. Después cogió la papelera y sin poder evitarlo vomitó.
—Respira, Marta... respira que te estás poniendo azul — dijo Patricia a su lado.
Con mil cosas en la cabeza no podía ni respirar. ¿Sábado? Pero si el veintiséis había sido hacía dos días. ¿Cómo iba a estar él en Madrid sin llamarla? Con el corazón en un puño se levantó y fue al baño. Una vez salió y ante la mirada de sus dos amigos susurró.
—Tiene que haber algún error. Él no es esa clase de hombre. Me hubiera llamado. Lo sé. Philip no es así.
—Eso mismo he pensado yo —asintió Adrian.
—Lo sé, cielo... pero aquí dice el sábado 26 y eso fue anteayer. ¡Será cabrón! —espetó Patricia indignada.
Ver a su amiga con aquella cara de desconcierto no le gustó. No se merecía aquello, y menos por parte de Philip. Rápidamente Marta sacó su móvil y marcó el teléfono de Philip pero este no se lo cogió. Furiosa, llamó a Lola. Necesitaba confirmar que él estaba en Madrid.
Para su desgracia Lola, sin saber lo que ocurría, se lo confirmó. Philip había cerrado sus negocios en China y había adelantado su regreso. Estaría en Madrid hasta el miércoles en su casa de la Moraleja. Lola le confirmó que aquella misma mañana Antonio, su marido, le había dicho que Philip tenía una reunión en la Torre Picasso. No muy lejos de donde estaban. Tras despedirse de ella con la mejor de sus sonrisas y sin decir nada, Marta cerró el móvil y se levantó.
—¿Dónde vas? —preguntó Patricia asiéndole del brazo.
—Voy a verle. Necesito que me explique esto —dijo cogiendo la revista.
Adrian y Patricia se miraron. Se iba a armar la marimorena.
—Ay, Virgencita de ¡os desamparados. No vayas. Déjalo estar. Ya hablarás con él cuando estés más sosegada —pidió Adrian preocupado.
Pero Marta cogiendo el casco de su moto y un sobre dijo decidida:
—No. No quiero estar sosegada, ni calmada. Lo que quiero es que me explique qué ha pasado. De mí no se ríe nadie y menos él.
—Te acompaño —se ofreció Patricia al verla blanca como un fantasma.
—No. Quiero ir yo sola.
—Pero Marta creo que... —comenzó a decir Patricia pero su amiga la cortó.
—No. No creas nada. Espera a que vuelva y yo te lo explique —le indicó antes de salir por la puerta.
Dicho esto salió de la tienda como un vendaval, dejando a Adrian y Patricia preocupados y angustiados. Marta no se merecía aquello. No se merecía sufrir.
Durante el trayecto hasta la Torre Picasso, la cabeza de Marta bullía de preguntas. ¿Por qué? ¿Por qué no la había llamado? Pero por más que intentaba entenderlo, no lo comprendía.
Una vez llegó a la Torre, vio varios periodistas apostados en la puerta. Con disimulo entró y preguntó a la señorita de recepción por la reunión del señor Martínez. Traía un sobre para él y era necesario entregárselo en mano. Esta, tras mirarla de arriba abajo, llamó por teléfono y le indicó que la reunión ya había comenzado. Alguien recogería el sobre y se lo llevaría. Pero esta se negó. Ella misma se lo entregaría cuando saliera de la reunión. Con toda la paciencia del mundo se sentó en la recepción a esperar.
Una hora después con los nervios atacados, vio que el ascensor se abría. Ante ella apareció un impoluto y trajeado
Philip junto a dos hombres y una mujer. Por su tosco gesto no se le veía precisamente feliz, es más, parecía discutir con aquellos ejecutivos. Él estaba tan sumergido en la conversación que no la vio acercarse, hasta que ella le tocó el brazo y él se volvió.
—Podemos hablar un momento —le pidió ante su cara de alucine.
Philip boquiabierto por verla allí con el casco en la mano, se disculpó de los otros y apartándose un poco de ellos preguntó con gesto contrariado:
—¿Qué haces aquí?
Intentando no perder la calma, Marta le miró y dijo:
—No, perdona. ¡¿Qué haces tú aquí?!
—Acabo de salir de una reunión. ¿Qué ocurre? —respondió incómodo al ver como los otros aún en la distancia estaban pendientes de su conversación.
—Tenemos que hablar, Philip —susurró bajando la voz.
Al escuchar aquello él la miró taciturno y cambiando el peso de pie dijo:
—¿Hablar? Yo no tengo nada que hablar contigo.
Incrédula y pasmada por aquella frialdad Marta le miró y gritó:
—¡¿Ah, no?!
—No y no levantes la voz —respondió ceñudo mirando alrededor.
Abriendo el sobre que llevaba en las manos, sacó la revista y plantándosela ante aquel le preguntó:
—¿Y esto tampoco me lo vas a explicar?
Philip miró la publicación y tras poner una sonrisa que sacó de sus casillas a Marta respondió con serenidad.
—Es Ana. Una buena y encantadora amiga.
—Oh... Ana ¡Qué bien! ¿Cuándo pensabas contarme lo de tu encantadora amiguita? —gruñó celosa perdida.
Philip, escudriñándola con la mirada, con gesto duro le aclaró:
—No tengo que explicarte absolutamente nada de mí vida, porque no te interesa —boquiabierta le miró. Él sin cambiar su gesto implacable continuó—. Creo que ya quedó todo lo suficientemente claro el sábado.
—¿El sábado? —susurró Marta.
—Sí, cuando te llamé y me dijiste que preferías ir con tus amigos de fiesta a estar conmigo. ¿Lo has olvidado?
Aquella respuesta dejó a Marta sin palabras. ¿Cómo sabía lo del cumpleaños del Pistones? Ella no había hablado con él. Pero rápidamente su mente cuadró piezas y pensó Vanesa. Su hija se la había jugado. Ahora lo entendía todo. Sus ganas por sacarla de casa y su fingida amabilidad.
—Escucha, Philip, esto tiene una explicación. Si me dejas que...
Con un humor pésimo la miró y con una actitud que destrozó el corazón de Marta dijo con voz áspera y contundente:
—No quiero tus explicaciones. Me sobran.
—Pero...
—He visto la clase de mujer que eres y no me gusta —Marta se encogió—. ¿Sabes, preciosa? Tenías razón en algo. Tú y yo no tenemos nada que ver. Estoy aburrido de tu agobiada vida y de los problemas de tu encantadora hija, que a pesar de no ser una niña pequeña es aún peor. Por los menos cuando tienes un bebé sabes que lloran, te quitan tiempo, desgastan tu paciencia y acaban con tu concentración. Pero tu hija es peor que todo eso, y no, no quiero responsabilidades y menos con una niña así. Vivo muy bien sin complicaciones, y continuar contigo solo me depararía problemas en un futuro —y mirándola con desprecio añadió—: Eso sin contar que tarde o temprano me acusarías ante la prensa de ser el padre de algún hijo fingido para sacar un sobresueldo. No, preciosa, no. Definitivamente esto se acabó aquí y ahora, ¿entendido?
Todo aquello la pilló tan de sorpresa que Marta no supo ni qué decir. Se limitó a escucharle y asumir las burradas que decía mientras hacía unos terribles esfuerzos por no llorar mientras sentía que las piernas se le doblaban. Él estaba enfadado. Muy enfadado. Nadie le había hecho un desplante así en su vida. Verla ante él le dolía y le partía el corazón porque la amaba. Pero la olvidaría. Finalmente su fachada de pura frialdad le permitió reaccionar con cabeza. Por ello tras soltar una sonrisa tan fría como un témpano de hielo la miró con desagrado.
—Mira, Marta, tengo prisa. Me esperan. Si quieres algo llama a mi secretaria. Ella intentará hacerte un hueco en mi agenda.
Aquella contestación le cayó como un jarrón de agua fría. Sabía lo que quería decir aquello de llamar a su secretaria. Dicho aquello se dio la vuelta y acercándose a los dos hombres y a la mujer que le esperaban, sin volver a mirarla se marchó. La dejó allí en el hall de la Torre Picasso confundida y terriblemente humillada.
Como pudo llegó hasta su moto. ¿Cómo su hija podía haberle hecho aquello? Tras quitarse las lágrimas de los ojos, se puso el casco, arrancó la moto y como una kamikaze condujo hasta la tienda. Una vez allí y al ver a sus amigos se echó en sus brazos y segundos después se desmayó.
Dos horas después Marta estaba en urgencias del hospital Madrid, en una camilla y con suero pinchado. Al abrir los ojos miró el techo y pensó «¿Qué hago aquí?» De pronto un hombre de mediana edad con bata blanca, se acercó a ella y con una sonrisa dijo:
—Señorita Rodríguez, ¿está mejor?
Marta asintió. Pero su gesto de desconcierto era tal que el doctor abriendo una carpetilla que llevaba en la mano se sentó a su lado en un taburete y dijo:
—No se preocupe está usted bien.
—Pero... pero qué me ha pasado.
—Según me han comentado los jóvenes que están fuera esperándola, ha sufrido un desmayo.
De pronto lo recordó todo. Su hija. Philip. El artículo de la revista y el gesto de él indicándole que no le molestara.
—Por suerte, no le pilló en la moto —dijo el médico—. Sus amigos, muy preocupados me han contado que usted acababa de aparcar su moto cuando perdió el conocimiento.
—Sí —asintió Marta.
—También me han dicho que lleva usted pachucha una temporada, vómitos y cansancio, ¿es así? —ella asintió—. Le hemos hecho una analítica.
Incorporándose de la cama Marta asintió y dijo: —Mi vida últimamente ha estado plagada de problemas y nervios, y creo que todo eso ha propiciado mi malestar. El médico al escucharla sonrió y tras un suspiro dijo: —Es algo más que eso, señorita Rodríguez. Está usted embarazada.
Como si hubiera oído caer una bomba Marta se hundió en la cama y susurró:
—¿Cómo ha dicho?
—La analítica nos indica que está usted algo anémica y embarazada, ¿no lo sabía?
«Ay, Dios... Ay, que me va a dar un
jamacuco
. No... no... no... no puedo estar embarazada. Otra vez no» pensó al notar que el corazón le latía a mil por hora.
El médico, al notar la respiración agitada de ella, le lomo de la mano.
—Relájese. En su estado no le conviene alterarse.
Ella asintió y tras retirarse el pelo de la cara pensó ¡embarazada! ¡Estoy embarazada!
—Debe pedir cita con su médico para que le haga las pruebas oportunas. Aquí le dejo el informe y cuando se encuentre mejor puede irse a casa, ¿de acuerdo?