Con gesto sorprendido, Marta miró a aquella mujer y preguntó:
—¿Philip? ¿Por qué se va a enterar Philip? ¿Él qué tiene que ver en esto?
Sus amigos la miraron extrañados y Lola sin dejarse engañar dijo:
—Mira, cariño. No disimules. Ese bebé es de Phil.
—Pues no, Lola. Te equivocas —mintió Marta—. Es del Musaraña. Hemos vuelto a darnos una oportunidad y hemos creído que un hijo nos podría unir más.
—¡Yuna mierda! —gritó la mujer dejándoles descolocados.
—Lola de mi
corasao
, que tú no dices palabrotas —se quejó Adrian.
Incapaz de continuar un segundo más sentada, la mujer se levantó y encarándose a ellos dijo muy seriamente.
—No me vais a engañar. Ese
siquillo
no es del poca sangre del Musaraña, ni de ningún otro. Ese niño es de Phil y todos lo sabemos.
—¿Quizás sea hijo del champán? —se guaseó Patricia, pero al ver el gesto con que le miraron los demás cerró la boca.
—Vamos a ver, Lola —continuó Marta enfadada—. Punto uno. Este es mi hijo, y si yo te digo que Philip no tiene nada que ver, créeme por favor. No comiences a levantar falsos bulos ni molestes a tu hijastro con esto porque te aseguro que tiene todas las de perder. Y punto dos. Respeta lo que te digo porque esto es algo mío. Particularmente mío. Y nadie mejor que tú sabe lo que eso significa. Durante años he conocido tu romance con Antonio Martínez y he callado sin que tú me lo tuvieras que pedir. Era tu decisión y yo la respeté. Solo espero que ahora tú me respetes a mí.
Lola con los ojos llenos de lágrimas y sin querer decir nada más, cogió el vaso de agua y se metió en su despacho. En todos los años que llevaba junto a Marta era la primera vez que tenía una discusión de aquella índole con ella. Todos callados la siguieron con la mirada. Finalmente Patricia fue quien habló.
—Desde luego cuando te pones borde, ¡eres la más!
Con el corazón encogido Marta miró la puerta cerrada de aquella mujer a la que adoraba y sin poder remediarlo blasfemó.
—Joder, ¿por qué no me habéis cerrado el pico?
—Uis
, nena cualquiera se acerca a ti cuando te pones en plan tigresa bengalesa —susurró Adrian.
—¿En serio sabías lo de la jefa y Antonio? —preguntó Patricia.
Marta asintió.
—Sí. Pero yo no era nadie para contar algo que a mí no me atañía.
—Ole, mi Marta. Qué grande eres,
jodia
—sonrió Adrian.
Dos segundos después, la puerta del despacho de Lola se abrió. Para sorpresa de los tres esta se plantó ante Marta y con voz segura dijo:
—Siempre he valido más por lo que he callado que por lo que he contado y esta vez en referencia a tu bebé será igual. No te preocupes cariño, no diré nada, ni quiero que tú me confirmes nada. Pero déjame decirte,
miarma
, que sé que el Musaraña no es el padre, ¿y sabes por qué? Pues porque tú eres demasiado lista como para hacer una tontería así con ese mequetrefe —Marta sonrió—. Y ahora dame un beso y un abrazo y recuerda, sigo estando aquí para ese
siquillo
, también, ¿me has oído cabezota?
Emocionada, Marta la abrazó. Aquella maravillosa mujer era su madre y eso la emocionó.
—Ay, Dios mío. ¡Qué momentazos me dais puñeteras! —gimió Adrian abrazándose a Patricia que sonrió.
Septiembre pasó. Llegó octubre y el buen tiempo continuaba en Madrid. Una tarde, cuando Marta llegó a su casa tenía un calor horroroso. Se duchó y poniéndose unos piratas y una camiseta de manga larga decidió salir a dar un paseo con
Feo
. En su camino se cruzó con varios conocidos y todos la miraron incrédulos al notar su incipiente embarazo, pero nadie dijo nada. Ni la más mínima mención.
«Vaya, los rumores crecen en el barrio y yo estoy llena de fertilizante» pensó divertida.
Cuando llegó a casa se encontró a Vanesa estudiando. La muchacha se había propuesto no dar ni un disgusto a su madre y lo estaba cumpliendo. Tras preparar la cena, ambas se tiraron en el sillón a la espera de relajarse y ver una película.
—Mami ¿Cuándo tenemos que ir al hospital para la ecografía?
—Pasado mañana a las cinco y media.
Vanesa agachándose hacia la tripa de su madre susurró:
—Eh... tú. Espero que seas bueno y nos dejes ver qué eres.
Con una sonrisa Marta miró a su hija, pero de pronto al ver el anuncio de la película que iban a poner quiso levantarse e irse.
—Qué bien —aplaudió Vanesa ajena a su dolor—. La peli que tanto nos gusta, mamá.
Disimulando su malestar Marta sonrió. La última vez que vio El día de la boda estaba con Philip en su casa. Los recuerdos la atormentaron pero continuó sentada. Siempre les había gustado aquella película y quería que siguiera siendo así. Pero lo que en otros momentos ocasionó carcajadas placenteras a Marta, en aquella ocasión solo le ocasionaba llantos e hipos.
Vanesa, sorprendida por ello, se levantó a por la caja de
kleenex
.
—Gracias, cariño —susurró Marta—. Esto de tener las hormonas descontroladas es una autentica lata.
—Ni que lo digas, mamá. Ni que lo digas.
Y así estuvieron durante la hora y media que duró la película. Aquella vez Marta no disfrutó de Dermot Mulroney, ni de sus increíbles frases. Al revés, solo pudo llorar como una tonta ante la mirada alucinada de su hija.
Una vez que la película acabó, Marta agotada y con la nariz como un tomate se levantó, besó a su hija y se fue a dormir. Vanesa se quedó sentada en el sillón dispuesta a estudiar, pero no podía dejar de pensar en su madre y en la tristeza que continuamente veía en sus ojos. Sabía que la había perdonado. Pero ella no. Su comportamiento a lo largo del año 2010 había sido deplorable, lo sabía y eso le martirizaba. Se levantó y fue a la cocina donde se preparó una taza de Cola Cao fresquito. Al cerrar la nevera y dejar la leche vio en el imán la primera ecografía de su futuro hermano o hermana y cogiéndola dijo con determinación:
—Creo que ha llegado el momento. Tú y yo vamos a hacer algo por mamá. Se lo merece, ¿verdad?
Una vez dejó la ecografía de nuevo en el imán de la nevera, fue hasta la habitación de su madre y se asomó. Estaba completamente dormida. Lo sabía por su forma de respirar. Con cuidado entró, cogió el móvil y salió. Una vez en el comedor cerró la puerta y después de marcar el número PIN de su madre, lo metió debajo de un cojín para que no sonara la musiquita que tenía a su encendido. Segundos después buscó en la agenda un teléfono pero no lo encontró. Miró en mensajes, pero tampoco. Su madre había borrado toda pista de Philip. Finalmente apagó el móvil y lo dejó donde estaba.
De nuevo en el comedor, encendió el ordenador y con rapidez escribió a su amiga Diana, la sobrina de Philip.
Diana, necesito un favor pero debe quedar entre tú y yo. Dime cuándo viene tu tío Philip a su casa de Madrid.
Aún no te puedo decir nada pero prometo en breve contártelo Un beso. Vanesa
Pdata.: Please guárdame el secreto. Es importante.
Una vez envió el mensaje, cerró su correo y apagó el ordenador. Tenía que estudiar para un examen.
La consulta de ginecología del Hospital Montepríncipe estaba como siempre; a rebosar. Marta y Vanesa sentadas en las butacas azules miraban a todas las embarazadas que ante ellas pasaban.
—Qué rayada, mamá. ¿Has visto qué tripa tiene esa?
Marta sonrió.
—Es que debe de estar a punto de echarlo, hija. Ya verás... ya, qué tripa se me va a poner a mí.
—Tú estarás guapísima. Seguro.
En ese momento se abrió la puerta de la consulta diez y se oyó:
—Marta Rodríguez, por favor, pase.
Vanesa agarró la mano nerviosa de su madre. Por nada del mundo se perdería ese momento con ella. Juntas entraron en la consulta donde el doctor le dijo a Marta que se quitase el pantalón y se tumbase en la camilla.
—Doctor —dijo Vanesa sorprendiendo a su madre—. Me he informado y sé que usted me puede hacer un vídeo y dar unas fotos de este momento, ¿verdad?
—Sí, señorita. Pero ese vídeo no entra en la consulta. Debe pagarlo aparte.
—Pues hágalo. Yo se lo pagaré.
Marta, incrédula porque su hija se hubiera informado de aquello preguntó:
—Vanesa, no hace falta, cariño. Con saber que está bien, me sobra y me vale.
—De eso nada, mamá. Yo quiero tener el recuerdo de la primera vez que le vi la jeta al muñeco. Y he leído que por ciento cincuenta euros te puedes llevar un DVD y fotos, además de un informe.
—¿Ciento cincuenta euros? Pero, cariño eso es mucho dinero y...
—Mamá —interrumpió Vanesa—. Es mi dinero y lo voy a utilizar en esto, te guste o no. Es un regalo que quiero para ti.
Con una tonta sonrisa en la boca el médico las miró y comenzó su reconocimiento. Boquiabiertas miraron la pantalla y cuando el ecógrafo se paró en el rostro del bebé Marta susurró:
—Dios mío, Vanesa el muñeco es precioso, y creo que va a tener tu misma nariz.
—¿Tú crees? —susurró la niña sin pestañear.
—Y mira qué morritos —murmuró Marta emocionada.
—Está bostezando —dijo el médico.
Vanesa sonrió. Estaba viendo al muñeco mover las manos y bostezar. Eso la dejó sin palabras. El ecografista, al ver los gestos de aquellas dos entre risas y llantos, preguntó:
—¿Quieren saber el sexo del bebé?
Ambas se miraron y asintieron y el hombre tras mover el aparato dijo:
—Es una niña, o como dicen ustedes, ¡una muñeca!, y por sus medidas va a ser grandota.
«Como su padre» pensó Marta con un extraño dolor en el corazón, pero sonrió.
Media hora después, con la felicidad en sus rostros, las fotos y el DVD bajo el brazo salían del hospital. La pequeña Noa estaba bien y tanto su madre como su hermana estaban pletóricas de alegría.
Una semana después, en el hotel Mirasierra Suites de Madrid, Philip tenía una reunión y posteriormente una comida de negocios. Desde su ruptura con Marta procuraba no ir a Madrid. Se escabullía siempre que podía y prefería enviar su avión para que sus clientes viajaran a Londres, a tener que desplazarse él. Pero aquella reunión era importante y tras mucho demorarla finalmente asistió.
Durante aquellos meses su humor no había mejorado. Prefería estar inmerso en el trabajo y en sus viajes al extranjero a estar ocioso en su casa. Un lugar donde todo, por extraño que pareciese, le recordaba a ella. De pronto, su vida había dejado de tener aliciente. Las mujeres, esas con las que durante años se lo pasó bien, le parecían sosas y aburridas. Ir a casa de su padre era un martirio. Ver allí a Lola y saber que ella tenía contacto con Marta solo le hacía querer verla, y apenas soportaba ver juntos a Karen y Marc. Dos personas que no hacían más que mirarse a los ojos y darse besos continuamente.
Una vez finalizada la reunión, donde todo salió a las mil maravillas, los ejecutivos pasaron a uno de los salones. Mientras comían hablaban de trabajo. Sobre las cinco pudo coger su coche y marcharse a su casa de la Moraleja. Su personal de servicio, Simona y José, al verle, le saludaron con una sonrisa y rápidamente se desvivieron por atenderle. Tras subir a su habitación y quitarse el traje, se puso ropa de deporte. Bajó a la sala destinada a gimnasio y durante un buen rato corrió sobre la cinta andadora. En ese tiempo se había dado cuenta que lo mejor para caer agotado en la cama era el deporte. Algo que ocupaba últimamente su poco tiempo libre. La puerta del gimnasio se abrió y José le anunció:
—Señor, una señorita en la puerta pregunta por usted.
Sudando como un cosaco Philip paró la cinta y tras agacharse para tomar fuerzas preguntó:
—¿Una señorita?
—Sí, me dijo que su nombre era Vanesa Rodríguez.
Al oír aquello a Philip se le tensaron los músculos de todo el cuerpo. Solo conocía una Vanesa Rodríguez y precisamente era la penúltima persona que deseaba ver. Cogiendo una toalla se limpió el sudor de la frente y el cuello y tras pensar en la muchacha dijo a José:
—Pásala a mi despacho. Enseguida iré.
Una vez se quedó solo en el gimnasio Philip maldijo. ¿Qué hacía esa maldita muchacha allí? Pero atraído por la curiosidad, finalmente y sin ducharse fue hasta su despacho donde al entrar se encontró a la muchacha mirando por la ventana.
Cuando Vanesa oyó cerrar la puerta del despacho se giró y se encontró con Philip. Aquel hombre de mirada impenetrable y con el que apenas había cruzado más de dos palabras. No por él, sino por ella y su horrible comportamiento. Se asombró al verle vestido de aquella manera tan deportiva. Se fijó en sus fuertes hombros y le pareció más grande y alto que nunca. Eso la intimidó.
Con gesto duro Philip se puso frente a ella y preguntó:
—¿Qué quieres, Vanesa?
La muchacha intentó hablar, pero de pronto su boca se quedó paralizada. Durante días había planeado aquel instante. Lo que le diría y lo que necesitaba que él supiera. Pero llegado el momento se asustó y apenas podía respirar.
Philip al ver como aquella se retorcía las manos intuyó que estaba nerviosa. ¿Debería él sentir piedad por ella cuando aquella mocosa nunca la tuvo con él? No. Definitivamente no, pensó con resignación. Pero al ver que la muchacha tragaba saliva con intención de hablar la miró y escuchó.
—Primero de todo, quiero pedirle a usted disculpas por aparecer así de pronto en su casa, pero creo que se lo debo a mi madre.
—¿Tu madre? ¿Ella sabe que estás aquí? —preguntó sorprendido.
—Uf, no... no. Si lo supiera estoy segura de que me castigaría para el resto de mis días. De hecho, cuando se lo cuente creo que lo hará, si antes no me mata.
Al escucharla hablar con aquella franqueza Philip quiso sonreír. Cuánto había añorado esa frescura al hablar. Era la primera vez que escuchaba a la muchacha bromear. Hasta el momento, de ella solo había obtenido malas contestaciones y en especial malas miradas. Y aquello, inexplicablemente, le gustó.
Desconcertado por aquella inesperada visita Philip le indicó a la cría que se sentara en uno de los butacones. Él, aún con la toalla alrededor del cuello, se apoyó en su mesa de caoba y tras clavar sus azulados ojos en ella habló.
—Muy bien Vanesa. Una vez roto el hielo te pido que me llames de tú. Y, por favor, aclárame qué te ha traído a mi casa.