Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—Sin todas nuestras disensiones internas, tal vez aún tendríamos Jerusalén —señaló amargamente Emmanuel.
—Sin todas sus disensiones internas, los sarracenos nunca hubieran perdido Jerusalén —dijo Casiopea sonriendo.
Emmanuel le devolvió la sonrisa y se acercó a ella. Se encontraban, en compañía de Kunar Sell y de Gargano, en una pequeña carreta parada en la cima de una alta colina arbolada. El largo brazo perfumado del Bósforo se enrollaba en torno a ella, y en la otra orilla se distinguían las luces de los edificios y los centenares de iglesias de Constantinopla.
—Apuesto a que estas iglesias serán reemplazadas algún día por mezquitas —suspiró Emmanuel.
—Y puede que, a su vez, sean reemplazadas por otros edificios —añadió Casiopea, sonriendo más ampliamente aún—. La vida no es inmutable. Si queréis iglesias, debéis aceptar el cambio, porque antes de ellas no había nada.
—Es cierto.
—¡Lo sé!
Rieron, mientras el halcón planeaba en el alba naciente, lejos de sus risas y de los cerdos que gruñían en la parte posterior de la carreta.
—Me parece que no le gustan sus gritos —comentó Casiopea.
—O su olooor —mugió Rufino.
—Lamento las molestias —explicó Gargano—, pero son necesarias.
—Es nuestra tapadera —añadió Kunar Sell.
—Y es indispensable. En este momento la ciudad es un hormiguero de musulmanes. De modo que es mejor que no se nos acerquen demasiado.
El plan que habían ideado consistía en presentarse a la entrada de las cocinas de Colomán para ofrecer sus cerdos. La academia consumía una cantidad tan enorme de víveres de todo tipo que sin duda les autorizarían a descargar los animales. Entonces Casiopea aprovecharía la ocasión para colarse en el palacio.
—La zona que buscáis —le repitió Kunar Sell— está situada en el extremo nordeste del Ojo de la Tierra. En un lugar prohibido a los aprendices.
Casiopea asintió con la cabeza; recordaba aún perfectamente los treinta y tres latigazos que en otro tiempo había recibido por haberse acercado allí demasiado.
—Tendréis que pasar por los apartamentos privados de Colomán, llegar a los sótanos de su faro y luego atravesar sus jardines, cuidando de no dejaros ver por los draconoctes.
—¿Los draconoctes? —preguntó Emmanuel.
—Son cazadores de dragones —le explicó Casiopea—. En este caso se trata de la guardia personal de Colomán. Van montados en dragoncillos.
—¿De modo que los dragones existen de verdad? Morgennes, que conocía bien el tema, me dijo que no.
—Estos dragones son más pequeños que los de nuestras leyendas. Se dice que proceden de la India.
—De una isla llamada Komodo —precisó Kunar Sell—. Lo sé porque yo mismo formé y mandé algunas escuadras de draconoctes. Para resumir, os diré que el riesgo no está en que os oigan u os vean…
—Sino en que me huelan.
—Exacto. Estos dragoncillos tienen el olfato más desarrollado que los perros. Deberéis aseguraros constantemente de la dirección del viento antes de dar el menor paso. Y en caso de duda, echaos al suelo y quedaos quieta. Tienen muy mala vista, así que no os detectarán si permanecéis inmóvil. Deberéis adoptar, pues, como decía nuestro viejo maestro Imru'al-Qays, la ligereza del lobo, la presteza del zorrillo…
—Los flancos de la gacela y las patas del avestruz —terminó Casiopea.
—Muy bien. Veo que no habéis olvidado vuestras lecciones.
—¡Las llevo grabadas en mi carne!
—¿Podéis explicarme —preguntó Emmanuel— por qué no podemos ir simplemente a ver a Colomán y comprarle sus armaduras?
—Porque no nos las vendería —le respondió Casiopea—. Constantino Colomán apoya a Isaac Ange, que a su vez apoya a Saladino.
—Lo que le convierte en nuestro enemigo —añadió Kunar Sell—. Algunos pretenden incluso que le ayudó a acceder al trono. De hecho, a menudo me pregunto si Colomán no estuvo siempre del lado equivocado. Isaac Ange nunca hubiera podido convertirse en emperador sin el apoyo del maestro de las milicias.
—¿Esas armaduras son realmente necesarias? —insistió Emmanuel.
—Sin ellas no sobreviviríais a los pantanos —dijo Gargano.
—Pero los pantanos…
—Nadie os obliga a acompañarme allí —dijo Casiopea.
Un centelleo furtivo brilló en los ojos de Emmanuel. La posibilidad de abandonar a Casiopea era inconcebible para él.
—¡Es mi deber! —declaró.
—Una sola armadura bastará —precisó Kunar Sell—. Porque, según Conrado de Montferrat, sus artesanos deberían ser capaces de hacer un duplicado.
—¿Sus judíos de Venecia? —preguntó Emmanuel.
—Me hicieron un gaaancho muy hermoooso —mugió Rufino bajando los ojos hacia su cuello.
Habían obstruido su base con una nueva placa de metal de la que sobresalía un gancho metálico. Así podían suspenderlo de un árbol, plantarlo en el suelo o sostenerlo en la mano sin arrancarle los cabellos.
Se hizo un breve silencio, y luego la brisa les llevó un olor a pino que supuso un agradable cambio en contraste con el hedor en medio del que viajaban desde hacía más de una semana.
—¿De verdad que no podéis venir con nosotros? —preguntó Emmanuel a Gargano.
Todas las miradas se dirigieron hacia el amable gigante que había ayudado a Casiopea a dar sus primeros pasos. Gargano parecía preocupado y casi a punto de cambiar de opinión.
—Ya he tardado demasiado en volver —explicó—. Echo de menos mi montaña, y ella se muere sin mí. Si no me presento enseguida, es muy probable que desaparezca y, con ella, toda su fauna y su flora. Además, con vos no estoy preocupado —dijo posando la mano sobre el hombro de Emmanuel—. Sé que velaréis por ella…
—Es hora de partir —le interrumpió Casiopea—. Constantinopla nos tiende los brazos.
Gargano se levantó, se desperezó y se masajeó las rodillas, doloridas de haber estado tanto tiempo dobladas.
—Toma —dijo dándole a Casiopea una de las manzanas de sombra del Árbol de Vida—. Es la última. Un pequeño regalo de despedida.
—Gracias —dijo Casiopea metiéndola en su bolsa—. Por cierto, ¿funcionaron con los muhalliq?
—Por desgracia, no. Los muertos siguieron muertos…
El gigante hundió la mano en los cabellos de Casiopea y le alborotó el pelo.
—¿Recuerdas que, cuando eras pequeña, no soportabas que te tocaran los cabellos?
Casiopea sonrió a su padrino, le tomó la mano y depositó un beso en ella.
—¡En ese aspecto no he cambiado!
—Adiós, amigos míos —dijo entonces Gargano dirigiéndose a Rufino, Emmanuel y Kunar Sell—. ¡Adiós, mi adorada ahijada!
—Adiós, padrino adorado —respondió Casiopea—. Abraza a tu montaña de nuestra parte.
—Lo haré.
Y como Guyana de Saint-Pierre unas semanas antes, Gargano desapareció. No de un salto, en los cielos, sino bajando hacia el oriente. Primero vieron cómo su imponente silueta ocultaba la de los troncos. Luego desapareció entre ellos. Finalmente, solo se escucharon crujidos de ramas.
Un animal lanzó un grito.
Y todo acabó. Gargano se había ido.
Flancos de gacela, patas de avestruz, ligereza de lobo, presteza de zorrillo.
Imru'al-Qays,
La Mu'allaqa
Casiopea se cubrió el rostro con el fino velo de lino blanco que se había llevado de Tiro para tener el aspecto de una esposa bizantina. Emmanuel, que se había disfrazado de comerciante, lucía unos anillos magníficos y se había colgado del cuello varias vueltas de collares. Una pieza de tela gruesa enrollada en torno a su estómago le proporcionaba una bonita panza, que daba testimonio del dinamismo de sus negocios. En cuanto a Kunar Sell, unos viejos calzones y una mala sobrecota le conferían el aspecto de un paje, papel que desempeñaba con brillantez. Sus armas estaban ocultas en un escondrijo situado bajo el carro.
En cuanto a Rufino, el antiguo obispo de Acre viajaría en la mochila de Emmanuel, donde habían practicado dos aberturas para que pudiera ver y asegurara la retaguardia del grupo.
—Nooo olvidéis hacerle también un agujeeero para que pueda respiraaar —dijo jadeando cuando cerraron la mochila.
—Tú no respiras —le recordó Casiopea.
—¡Ah, sí, es verdaaad!
—No olvides mantener los párpados bajos. Te los maquillaré de negro. Así nadie podrá ver nada. Pero evita abrir los ojos cuando estemos en medio de la gente; no me gustaría que empezaran a gritar: «¡Oh, Dios mío, una mochila con ojos!».
—Mantendréee los párpados baaajos —prometió Rufino—. Y me limitaré a miraaar entre las pestaaañas.
Una vez terminados todos los preparativos, el halcón fue enviado a sobrevolar los alrededores para comprobar que estaban libres de cualquier peligro. A su vuelta, la carreta descendió la pequeña colina y se dirigió hacia Constantinopla.
El problema no era entrar, sino circular por la ciudad. Una multitud densa, compacta, abarrotaba las calles a cualquier hora del día. Se formaban aglomeraciones para intercambiar ideas. Los grupos se mezclaban entre sí, hablando de filosofía o religión. A veces estallaba una pelea, y entonces los guardias intervenían; pero más que separar a los beligerantes utilizando la fuerza bruta, se esforzaban en convencerles de que dejaran de luchar o fueran a discutir a otra parte. Era una ciudad donde reinaban las ideas. Ni siquiera la noche interrumpía las conversaciones. Cuando llegaba la oscuridad, sacaban antorchas a las calles y los oradores debatían a su luz vacilante. Dos sillas bastaban para seis culos. Por ello, la carreta se veía obligada a avanzar a paso de tortuga por la principal arteria de la ciudad.
—¡Dejad paso, convoy de filósofos! —se desgañitaba Emmanuel.
Poco a poco, la gente se apartaba de su camino; pero, como el mar que vuelve a cerrarse tras el casco que lo hiende, otros los reemplazaban. Por todas partes había puestos de venta de panecillos, de golosinas o de vino, puestos móviles que no esperaban al cliente, sino que se adelantaban a él. Mejor aún: se encargaban de crearlo. Una mujer, célebre por el apetito de sus hijos, era perseguida por media docena de vendedores ambulantes. Uno quería venderle tenedores y cuchillos, indispensables para los grandes de la ciudad. Otro, trapos para secarse los dedos; y un tercero, ¡pintura de labios! La mujer no les prestaba la menor atención, y confiaba a sus lacayos la tarea de ahuyentarlos.
Casiopea y Emmanuel seguían avanzando, esforzándose en rechazar todo lo que les ofrecían.
Después de haber comprado un montón de fruslerías sin ninguna utilidad, por fin vieron dibujarse, al extremo de la avenida, uno de los pórticos que conducían al Ojo de la Tierra. Como era la hora de la comida, varios carros —algunos cargados de cabras y otros de pescado fresco— se amontonaban allí, apretados los unos contra los otros. Nadie estaba autorizado a avanzar sin haber sido registrado antes. Unos guardias hundían sus lanzas en los sacos de grano, abrían los barriles de vino y examinaban a los animales.
—¿Qué temen? —preguntó Emmanuel.
—Hace varios años, unos asesinos consiguieron penetrar en el palacio del emperador ocultándose en la estatua de un elefante.
—Curiosa idea.
—Afortunadamente —explicó Kunar Sell—, Colomán estaba ahí. El desenmascaró a los intrusos y los pasó por el filo de la espada.
—Supongo que así se ganó su título de maestro de las milicias —aventuró Emmanuel.
—No —dijo Kunar Sell—. Por entonces ya lo era.
En ese momento, un guardia les indicó con un gesto que se acercaran.
—¿Qué vendéis?
—Buenos cerdos bien rollizos.
—¿Cuántos?
—Solo una decena.
—¿Cuánto queréis por ellos?
—Dos besantes.
El guardia inspeccionó la carreta, pero el hedor era tan fuerte que rápidamente renunció.
—Entrad, entrad —les dijo—, id a ver al pagador general.
Después de indicarles que franquearan la entrada del palacio, se dirigió hacia otro carro.
—Ya veis que no era tan difícil —dijo Casiopea.
—No. Es ahora cuando se complica.
Según el cargamento que transportaban, los carros debían dirigirse hacia los edificios «calientes» o hacia los «fríos». En los edificios «calientes», los animales pasaban a manos de los descuartizadores, y en los «fríos», las mercancías quedaban depositadas a la espera de una próxima comida.
—El lugar que nos interesa está al nordeste —explicó Kunar Sell.
Desde que estaban en Constantinopla, Emmanuel se sentía cada vez más inquieto.
—¿Estáis de verdad segura de que no queréis que os acompañe? —le preguntó a Casiopea.
—Me pondríais en peligro, es demasiado arriesgado.
—Silencio —les dijo Kunar Sell—. No es el momento de hablar de esto. Nos acercamos…
Mientras entraban en un espacioso almacén, Casiopea aprovechó una sacudida del carro para dejarse caer al suelo y deslizarse bajo las ruedas del tiro vecino. Pasando entre las patas de un buey, y luego de un asno, llegó a un largo corredor en tinieblas. Si sus recuerdos eran exactos, la terraza donde se invitaba a los nuevos reclutas a festejar la noche de su llegada se encontraba situada justo al otro lado. Solo tenía que llegar al jardincito, del que ya percibía el aroma a hierba y rosas recién cortadas, y luego pasar a lo largo de un muro decorado con magníficos frescos…
La dificultad estribaba en evitar a los numerosos guardias y aprendices de la milicia que se encontraban en esos parajes. Incluso los sirvientes eran militares. No había ni un solo civil. Casiopea dio la vuelta al velo de lino blanco que le cubría el rostro y desveló el forro. De color negro. Se dirigió al extremo del corredor y echó una ojeada al cielo para asegurarse de que su halcón volaba en las alturas. Efectivamente, el ave estaba allí, trazando giros pausados en el aire.
«Todo va bien», se dijo Casiopea. Se deslizó detrás de un seto de cipreses y se acercó a una pequeña puerta. Cerrada con llave. No sería eso lo que la detuviera. Revolvió en su limosnera y sacó unos cuantos ganchos y ganzúas. Muy pronto un «clic» le indicó que la cerradura había cedido, y empujó la puerta. Un soplo de aire fresco, cargado de un olor agridulce, le dio en la cara. Vino. El de las bodegas de la academia, una sala de grandes dimensiones donde estaban almacenados centenares de ánforas y toneles.
Allí esperó a que anocheciera, conforme a lo planeado, oculta entre dos barriles.
Cuando se hizo de noche, prosiguió su avance. Pero como el suelo de la bodega estaba cubierto de arena, se veía obligada a borrar sus huellas, y por tanto a progresar despacio. Además, estaba todo muy oscuro, lo que complicaba su labor.