Las siete puertas del infierno (45 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Reconozco ese sonido —dijo Emmanuel a Casiopea—. La verdad es que nunca he podido olvidarlo. Habita mis noches desde que me desperté en el oasis de las Cenobitas. ¡Ese mugido es el de la muerte de mis hermanos y el de mi caída!

—Es el cuerno de Simón —añadió Casiopea tristemente.

—Maldito sea —murmuró Emmanuel.

Un puñado de soldados verdes se acercaron a ellos, cubiertos por ballesteros que habían permanecido en el lindero del bosque.

—¡No tendréis mi muerte! —gritó Emmanuel asegurando la presa en las enarmas de su escudo.

—Ni la mía —añadió Casiopea empuñando a
Crucífera
, cuya hoja se había puesto a brillar…

Volaron algunos virotes, mal dirigidos, que se perdieron por encima del mar. Sin duda no habían sido lanzados para matar, sino para intimidar. Rabiosamente, Emmanuel se abalanzó sobre el primer soldado verde, desvió su lanza con su escudo y le hundió la espada en el estómago. El soldado se derrumbó en el suelo gimiendo, mientras uno de sus hermanos se enfrentaba a Casiopea, que lo decapitó.

—¡Simón! —exclamó Emmanuel—. ¿Eres una hiena para enviar a estos niños a pelear en tu lugar?

—Son más viejos que yo cuando te combatí —respondió Simón saliendo del bosque con una osa imponente, con las fauces babeantes.

—Ah, ahí estás…

Simón se limitó a sonreír.

—¿Cuándo te decidirás a morir de una vez? —preguntó.

—¡Después de ti!

De nuevo los combatientes cruzaron sus armas, y Emmanuel y Casiopea hirieron o mataron a varios soldados verdes sin que los ballesteros pudieran hacer nada, por miedo a alcanzar a sus compañeros. Emmanuel se lanzó contra Simón, mientras Casiopea era atacada por la osa, a la que recordaba haber visto ya en Acre. La bestia se levantó sobre sus patas traseras gruñendo y avanzó hacia ella mostrando los colmillos. Se esquivaron y se pararon golpes, sin que ninguno llegara a alcanzar su objetivo; pero en el aire brumoso del final de la tarde, las espadas centellearon furiosas.

Peleando fieramente, Simón resistía a las acometidas de Emmanuel, a pesar de que este era un luchador más experimentado. Los soldados verdes observaban a los combatientes sin atreverse a penetrar en esa malla de zarpas y acero, pero finalmente Simón fue alcanzado en la mejilla izquierda.

—¡Por fin! —exclamó Emmanuel, feliz de poder tomarse la revancha sobre ese demonio de corazón perverso.

—No te alegres demasiado pronto —graznó entonces una voz desde la maleza.

El combate perdió intensidad. Emmanuel y Casiopea dieron dos pasos hacia la orilla, y entonces vieron venir hacia ellos a aquel a quien todos llamaban el Caballero Verde, acompañado de su misterioso acólito, el enano Billis, un domador de osos tocado con un gorro con campanillas. Era él quien había hablado. En su mano derecha llevaba la cabeza de Rufino. Y en la izquierda, un estilete con la punta tan afilada como la cólera de una mujer. Los ojos de Rufino brillaban de terror.

—¡¡¡Rendíos, por piedad!!! —balbució el antiguo obispo de Acre.

—Rufino —preguntó Casiopea—, ¿qué te ha ocurrido?

—¡No tenía eleccióoon!

—Siempre se tiene elección —dijo Emmanuel, que dejó caer su arma e invitó a Casiopea a que le imitara, mostrándole el estilete que el enano había empezado a hundir bajo el ojo derecho de Rufino.

Casiopea dudó. Miró a
Crucífera
, que brillaba más que nunca. Y luego se volvió hacia Simón.

—¿Ves esta arma? ¿Sabes qué significa su brillo?

—Sí. Que un demonio ronda por estos parajes.

—Ese demonio —dijo fríamente Casiopea— eres tú.

Simón disimuló con dificultad un escalofrío.

—Eso está por demostrar —repuso.

Pero sabía que ella tenía razón.

—Está totalmente demostrado —continuó Casiopea acercando la fría hoja azul al rostro de Simón.

La hoja resplandeció con más fuerza aún, arrancando reflejos azulados a los ojos de Simón, que parecía fascinado, como la cobra frente a la mangosta.

—¡Suelta tu arma! —exclamó tras rehacerse—. O Billis matará a Rufino y yo mataré a Emmanuel.

Y acto seguido se acercó al hospitalario que acababa de desfigurarle, preguntándose qué suerte iba a reservarle. ¡Oh, cómo había esperado este instante! ¡Cómo lo había esperado! Y qué caro lo había pagado… Pero el Caballero Verde levantó la mano.

—¡Quietos! —exclamó el enano.

Media docena de ballestas y de lanzas apuntaron en dirección a Casiopea.

—¿Qué pensáis hacer? ¿Matar a Simón y luego morir?

—No —respondió Casiopea, clavando su mirada en la de Simón—. Solo devolverle a la razón…

En sus ojos podía leer toda la rabia, toda la locura que habitaba en su interior, todas las esperanzas que había fundado en su imposible amor por ella.

—Eras mi amigo —le dijo Casiopea.

—Yo te amaba. Hubieras podido seguir siendo libre de amar a quien quisieras.

—Entonces puedes estar contento, porque soy libre y amo. Pero no a ti.

—Sé quién es, y voy a…

Se dispuso a golpear a Emmanuel, pero este rodó sobre la arena y recuperó su espada. Las hojas entrechocaron, metal contra metal, escupiendo chispas.

—¡Detente! —gritó Billis—. ¡Tu ama te lo ordena!

Simón levantó los ojos y vio cómo el Caballero Verde se acercaba a él, con la capa flotando al viento. Con un gesto brusco, el Caballero Verde le asestó una bofetada que hubiera hecho perder el sentido a un hombre más débil que él; pero Simón, aunque medio aturdido, no se desvaneció.

—Imploro vuestro perdón… —murmuró Simón apretando los dientes.

—Y pensar que tú hablabas de libertad —susurró Casiopea.

—Dale tu arma —dijo Emmanuel a Casiopea.

Ella dudó. La mano del Caballero Verde estaba extendida ahora bajo sus ojos, reclamando una ofrenda de la que muchos santos eran indignos. Porque esa espada era la espada de los reyes de Jerusalén, a los que era preciso que un día volviera; pero, para Casiopea, era sobre todo la única cosa que le había dado Morgennes. Todo lo que le quedaba de su padre. Eso y algunos raros y preciosos recuerdos, como el cuadrito de su abuelo y la draconita, que le había confiado su madre. Esa piedra, lo sabía, era su único medio para tener hijos. Si Emmanuel no veía inconveniente…

Pero Casiopea seguía dudando. ¿Dónde estaban la piedra y el cuadro? En su alforja. ¿Dónde estaba
Crucífera
? En su mano derecha. ¿Dónde estaba, pues, su interés?

Al cruzar de nuevo la mirada con la de Emmanuel, decidió remitirse a la elección que este había hecho. Entregó a
Crucífera
al misterioso Caballero Verde y se desplomó como muerta en brazos de Emmanuel. Al mismo tiempo que la espada, acababa de perder por segunda vez a su padre.

La noche había caído.

Emmanuel y Casiopea, sin armas ni armaduras, estaban metidos en una fosa en compañía de tres marineros.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Casiopea al mayor de ellos, un marino con una espesa barba.

—Por desgracia —respondió el hombre—, están muertos…

Casiopea le miró, con una expresión de horror en los ojos.

—Nos cogieron por sorpresa —prosiguió el marino—. La tormenta parecía estar de parte del enemigo, hasta el punto de que estoy casi seguro de que no era una tormenta natural. Sobre nuestras defensas cayeron unos rayos que hicieron saltar la empalizada en pedazos, matando a la mayoría de nosotros. Acabábamos apenas de retroceder al bosque, para vendar nuestras heridas, cuando el enemigo nos rodeó. ¿Dónde habían desembarcado? Probablemente en los dos extremos de la playa. Algunos surgieron incluso de los árboles. Unos locos furiosos.

—¿Soldados verdes cayendo de los árboles?

Un segundo marino, un atractivo joven de cabellos rizados, sacudió la cabeza.

—No, no eran soldados verdes. Ellos marchaban hacia nosotros con la espada y el escudo en la mano. Los que se dejaron caer de los árboles parecían un cruce de demonios y monos. Eran unos locos, hombres vestidos de modo que se confundían con la jungla. Lanzaban gritos espantosos y surgían de todas partes a la vez, babeando. No es que fueran numerosos, debían de ser media docena. Sin embargo, fueron ellos los que hicieron más víctimas en nuestras filas.

—Asesinos —comentó Emmanuel—. Ya tuve que habérmelas con ellos en otro tiempo. Son bestias salvajes sin fe ni ley, que no se detienen ante nada…

—Por desgracia —dijo Casiopea—, me temo que tienen, al contrario, demasiada fe y demasiadas leyes, y que es eso precisamente lo que les impulsa a actuar de ese modo.

—Cuando llegaron los soldados verdes —prosiguió el marino—, ya estábamos fuera de combate, y Kunar Sell había huido.

—¿Huido?

—Sí. Abandonando su pesada hacha tras él.

—Nunca le hubiera creído capaz de una cosa así —murmuró Casiopea.

Un silencio siguió a ese siniestro descubrimiento.

—¿Y Rufino? ¿Por qué no está aquí, con nosotros? —preguntó de nuevo Casiopea.

El joven se agarró la cabeza entre las manos.

—Lo ignoro —masculló.

Pero el tercer marino, un hombre con el cuerpo cubierto de heridas sanguinolentas que estaba tendido contra la pared de la fosa, se levantó sobre un codo.

—¡Nos traicionó! —exclamó.

—Calla —ordenó Casiopea—. Conozco a Rufino. Tal vez sea un cobarde, pero no es un traidor…

En el mismo momento en que decía esas palabras, recordó lo que había ocurrido en el Krak de los Caballeros tres años atrás, cuando Rufino y ella habían sido manipulados por los asesinos. Contra su voluntad, se habían visto forzados a asesinar a una de las almas más bellas que hubiera dado nunca Tierra Santa: el conde Raimundo de Trípoli. ¿Qué sortilegio, qué amenaza, había podido llevar a Rufino a cometer traición, si es que ese era realmente el caso? ¿Qué había podido llevarle a pasarse al bando de Simón, que había tratado de matarle? ¿Quién? ¿Y qué?

En ese instante una escalera bajó hasta el fondo de la fosa, entre un ruido de cascabeles.

—¡Que suba Casiopea, solo ella! —chilló una voz.

Levantaron los ojos y vieron a Billis, con una antorcha en la mano, que miraba en su dirección. El sirviente del Caballero Verde se pasó una lengua verdosa entre sus gruesos labios.

—¡Vamos, no tengo tiempo que perder! —añadió.

Capítulo 61

El enano, que era pérfido y de maligna naturaleza, estaba plantado en medio del camino.

Chrétien de Troyes,

Erec y Enide

—¿Puedes explicarme para qué sirven estas armaduras? —preguntó Simón a Casiopea, mientras le mostraba las pesadas cajas en las que las armaduras de los cráneos habían sido cuidadosamente embaladas.

Casiopea se encontraba en la tienda de Simón, con la cabeza agachada. La joven miró furtivamente a derecha e izquierda, buscando un arma, algo que pudiera coger para dejarle sin sentido o matarle. Pero ¿de qué serviría? Tenía las manos atadas a la espalda, y en el otro lado de la tienda dos soldados verdes intercambiaban palabras a media voz.

—No —replicó Casiopea en un tono inapelable.

—Lástima. Aunque ya conozco la respuesta. Alguien me la ha dado.

—¿Quién?

—Lo sabrás muy pronto… Solo te he hecho esta pregunta para darte la posibilidad de ser amable conmigo; pero ya que no me respondes, yo tampoco seré amable contigo.

—Hablas como un niño.

—Un niño que ha tenido el valor, te lo recuerdo, de acompañarte a los infiernos para ir a buscar a tu padre.

—Es una lástima que, en lugar de eso, no trataras de conducirme al paraíso, como Emmanuel.

Este comentario atizó la cólera de Simón, que se contuvo para no mostrarla.

—De todos modos irá al infierno, créeme —la amenazó—. Casiopea, te lo suplico, ¡concédeme una oportunidad de ayudarte, en memoria de tu padre!

—Entonces ¡libéranos! Quiero ir a los pantanos.

—Es lo que haremos, pero nosotros dos. Recuérdalo: «A donde tú vayas, yo iré». Continuaremos nuestro viaje donde lo dejamos. Tú te colocarás la armadura más pequeña y yo me pondré la otra. He visto que hay una de mi talla. Probablemente la de Emmanuel… En todo caso, no será él quien te acompañe a los pantanos a buscar a tu tía.

—¿Quién te ha hablado de ella?

—Tengo mis fuentes.

—Estás loco.

—¿Por qué? ¿Porque te amo y quiero ayudarte a salvar a tu padre? Tal vez. Pero entonces tu Emmanuel también lo está.

—¿De modo que admites que él también quiere ayudarme?

—Poco importa lo que admita. ¡Yo solo quiero ayudarte!

—¡De ningún modo, eso no es todo lo que quieres! Tú te preocupas, antes que nada y sobre todo, de tu persona y de tu insignificante nombre. En tu locura, has decidido casarte conmigo. Pero ¿quién te dice que yo deseo hacerlo? ¿Te has planteado siquiera esta pregunta?

Simón no respondió.

—Admitamos que mi tía nos ayude a ponernos en contacto con el fantasma de mi padre —prosiguió Casiopea—. ¿Crees realmente que si le hablamos, te concederá mi mano, a
Crucífera
o qué sé yo qué? Te engañas. Porque si tiene algo que decirnos será: «Gracias, os quiero, sed libres». Aunque dudo que te diga a ti todo eso. Tú no has comprendido nada sobre Morgennes.

—Me divierte oírte hablar así de él —replicó Simón sonriendo—. Vamos, tú no le conociste más que yo.

—Es mi padre.

—Y eso ¿qué importa? No lo supiste hasta mucho después de que hubiera muerto.

—Lo supe en cuanto le vi.

—¡Tonterías! Eso lo dices ahora, pero estás reescribiendo la historia. No está bien mentir, y aún menos mentirse a uno mismo.

Casiopea no respondió. No valía la pena. Pero pensó de nuevo en Morgennes, en el hombre al que había salvado de los maraykhát y al que había arrancado el pañuelo tras el que se ocultaba. Pero en cuanto distinguió su rostro, su cuerpo experimentó una violenta conmoción. Le había reconocido: él era su padre. Tal vez no se lo hubiera confesado a sí misma en ese momento y hubiera preferido creer que había visto a un fantasma, pero su carne se lo había dicho: «¡Este hombre es tu padre, el que has buscado toda tu vida!».

Recordó cómo había batallado para salvarlo de los maraykhát, llegando incluso a reventar un ojo a uno de esos bandidos —algo que había pagado muy caro—. Tenía ganas de llorar. Pero jamás daría ese placer a Simón. Lanzó una mirada en su dirección y vio que se dirigía hacia una mesa baja donde había una jarra con dos copas al lado. Simón tomó la jarra y se volvió hacia ella.

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