Las siete puertas del infierno (21 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
11.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Sohrawardi? Pero si está muerto —objetó Simón—. Vi cómo sucumbía, devorado por las llamas, en el combate bajo la Cúpula de la Roca.

—El que manda sobre el fuego no puede sucumbir por el fuego…

—Eso es muy cieeerto —hipó Rufino.

—Pero ¿qué quería de vos?

—¿De mí? Probablemente nada; si no, no estaría aquí hablando con vosotros. Suponemos que tenía algo contra ciertos miembros o invitados de mi tribu —añadió apretando la mano de Casiopea.

Las lágrimas velaron los ojos del viejo jeque, que amaba tanto las artes que siempre había puesto un gran empeño en atraer a su corte a artistas del mundo entero. Así, en el año de gracia de 1178, Chrétien de Troyes había sido invitado a residir entre los suyos en compañía de su protector y amigo el conde de Flandes.

—Como toda madre cuyo hijo se ha ausentado demasiado tiempo —prosiguió el viejo jeque—, Guyana de Saint-Pierre estaba preocupada por ti. Llegaba del Krak, donde esperaba que pudieran informarla de dónde te encontrabas. Pero Alexis de Beaujeu no había vuelto a verte desde que partiste de Tierra Santa…

—Lo sé, venimos de allí.

El viejo jeque inclinó la cabeza lentamente y acarició su taza de té, sin duda para calentarse la mano.

—Entonces ya debéis de saber que ha sido informada de la muerte de ese caballero Morgennes; vuestro padre, me dijo.

—Sí.

—Con razón o sin ella, estaba convencida de que os encontrabais en su compañía.

—¿En el infierno? —preguntó Simón.

—En el infierno, sí, por desgracia.

Casiopea giró la cabeza en dirección al desierto, donde había tantos muertos como semillas en un campo justo después de la siembra.

—¿Mi madre se cuenta entre las víctimas de los
djinns
?

—Afortunadamente no, Casiopea. En su infinita bondad, Alá no permitió que eso ocurriera. Por otra parte, Guyana es demasiado rápida. Cuando los fuegos del infierno se abatieron sobre nosotros, ella ya estaba lejos.

—¿Hacia dónde se fue?

Nâyif ibn Adid hizo un gesto con la mano para indicar una dirección.

—Mucho más al norte y al este. Ahí donde nosotros no vamos. A un lugar donde no va nadie desde que los ejércitos de Alejandro Magno amurallaron el acceso.

—Pero ¿dónde es eso?

—Lo llaman el valle tenebroso, Tenebroc, o también Tartaria. Se dice que allí reina una noche sin fin, que no es más que una sucesión de estepas sin barrancos ni montañas. Se dice también que Alejandro Magno lo rodeó por miedo a perder en él a su ejército. Y que prohibió a todos que hollaran su suelo, si no querían que su alma fuera devorada por los demonios.

—Sí —dijo Rufino—. Yo también he leído muuuchos textos sobre este tema. Se habla sobre todo de una pueeerta gigantesca que bloquea el acceso, para impedir que los demooonios saaalgan.

—Pero ¿por qué iba a ir mi madre a ese lugar?

—Porque pensaba que te encontraría allí —respondió Nâyif ibn Adid—. Junto a Morgennes… ¡Qué ironía que partiera tan rápido! A fuerza de correr tras de ti, te ha adelantado.

—En fin, lo importante es que está viva… Pero decidme, si no era a mi madre, ¿a quién apuntaba el señor de los
djinns
?

Nâyif ibn Adid abrió los brazos en señal de ignorancia.

—Solo Dios lo sabe. Mi tribu contaba antes con tres mil tiendas. Desde que los
djinns
se encarnizaron con nosotros solo cuenta con un millar. Pero lo que es seguro es que los fuegos del infierno se concentraron en una zona en particular.

—¿Cuál?

—La de los invitados.

Casiopea tuvo una intuición.

—¿Alojabais a un artista llamado Hassan Basras? —preguntó.

—Sí. ¿Por qué?

—¿Está…?

—Todos los cráneos son más o menos parecidos, es difícil decir a quién pertenece este o aquel. Pero no hemos vuelto a ver a Hassan Basras. Y él no abandonó el campamento.

—Una noticia muy triste —soltó Simón levantándose, y después de masajearse en las rodillas como si se preparara para partir de nuevo, añadió—: Bien. No queremos abusar por más tiempo de vuestra hospitalidad, tenemos un largo camino ante nosotros.

Casiopea le miró estupefacta, y Rufino se quedó con la boca abierta. Un invitado nunca se despedía de un jeque. Siempre esperaba a que fuera él quien le despidiera, aunque para eso tuviese que esperar varias horas —o varias lunas, si su hospitalidad se volvía insistente—. Simón no podía haber sido más grosero.

—Se hace tarde —dijo suavemente Nâyif ibn Adid—. Y estoy cansado…

Cargando en su haber la falta de delicadeza de Simón, el jeque de los muhalliq invitaba a sus huéspedes a que le dejaran. Pero Casiopea, que no había agotado ni de lejos su lista de preguntas, quería seguir interrogando al jeque sobre Hassan Basras.

—¿Fue Hassan quien pintó esto? —quiso saber.

Mostró al viejo jeque el cuadrito que le había dado Conrado de Montferrat, el retrato del que el misterioso caballero que se parecía a Taqi se había evaporado.

—Sí, es una de sus obras.

—¡Qué lástima que no sea posible conversar con él! ¿No tiene familia? ¿Alguien con quien pueda hablar?

—Por desgracia, o por suerte, no tenía a nadie. Como muchos artistas, era un solitario. Todo lo que queda es una parte de su material. Lo había dejado bajo mi tienda, donde estaba realizando mi retrato…

Casiopea miró en la dirección que le indicaba Nâyif ibn Adid y vio algunos potecitos de barro colocados junto a una plancha de madera.

—Son sus pinturas. Algunas son muy raras y difíciles de obtener. Las creó él mismo a partir de pigmentos extraídos de unas setas que solo crecen en un lugar del mundo. Estos pigmentos, una vez triturados, se aglutinan con aceite de linaza al que se asocian diversas esencias… Es un método totalmente original y sumamente innovador. Si no entendí mal, lo aprendió de un monje llamado Pixel, un almero.

—¿Qué es un almero? —preguntó Casiopea.

—Alguien que se comunica con los muertos.

De todas las tribus de beduinos, supersticiosos por naturaleza, la de los muhalliq era probablemente la más inclinada a creer en el poder de los pentáculos y otras inscripciones cabalísticas. Ellos habían trazado sobre la piel de Casiopea, poco antes de la batalla de Hattin, ciertos versículos del Corán y símbolos alquímicos destinados a protegerla, y ellos también le habían ofrecido el más célebre de los amuletos de la buena suerte del islam, la mano de Fátima, asegurándole que estos encantamientos la ayudarían a cumplir su destino.

Al ver que Simón golpeaba el suelo con el pie, impaciente, a la entrada de la tienda, Casiopea no se extendió y se limitó a hacer una última pregunta:

—Estas setas, ¿de dónde provienen exactamente?

—De los pantanos del Lago Negro, en Etiopía. Según Hassan Basras, ese es el lugar en que estas setas, las
Vita verna
, proliferan. Lo que no impide que valgan una fortuna. Porque, por alguna razón que no me explicó, son extremadamente difíciles de obtener. Por otra parte, no creo que fuera a recogerlas él mismo…

Viendo que Simón ya había salido, Casiopea se apresuró a preguntar al viejo jeque:

—¿Puedo llevarme prestado uno de estos potes?

—Llévatelos todos. No creo que nadie venga a reclamármelos. De todas formas, casi había acabado mi retrato.

Nâyif ibn Adid se acercó al cuadro en que trabajaba el artista y lo observó con aire grave. El jeque estaba representado de pie, tan pálido como una sombra, sobre un fondo rojo y negro.

—Como la tempestad que se abatió sobre nosotros —señaló amargamente.

Capítulo 26

Y así empezó su búsqueda y atravesó muchas regiones sin recoger la menor noticia.

Chrétien de Troyes,

El Caballero del León

—Por culpa tuya —dijo Casiopea a Simón— no hemos podido hablar de la desaparición de Taqi.

—No tenía nada que contarnos.

—Pues yo creo, al contrario, que nos hemos enterado de muchas cosas.

—Pamplinas. Lo único que sabemos es que tu madre le visitó y que él le habló de las llanuras de Tartaria.

—Ya es mucho.

—¡No lo suficiente para mi gusto! Por mi parte, todo lo que he podido sacar de este encuentro es que tu jeque está entusiasmado con la pintura al óleo de setas…

Casiopea tiró de las riendas de su yegua, forzándola a detenerse, y después dejó que Simón —que no redujo la marcha— se distanciara.

—¿Sabes que a veces eres insoportable? ¡Ves el mal en todas partes! —le gritó.

—Tal vez sea porque yo veo las cosas con claridad.

—¿Y eso qué significa?

—Que es Dios quien ha permitido que perdiéramos la Vera Cruz. Que es Dios quien ha permitido que tu padre se encuentre en el infierno. Que es Dios quien ha permitido que Saladino reconquistara Jerusalén.

—Bueno, muy bien. Dios es nuestro enemigo. ¿Y? ¿Justifica eso tu comportamiento?

Simón no le respondió, pero sintió deseos de abofetearla. Una idea realmente extraña. Pero tan seductora… Tuvo que esforzarse para contener ese impulso y continuar su camino como si no hubiera ocurrido nada. Conrado de Montferrat, Alexis de Beaujeu, e incluso el jeque de los muhalliq… Todos le eran antipáticos. Pero si tenía que ir al infierno para salvar a Morgennes, ¡como hay Dios que lo haría!

—Ay, Casiopea, Casiopea, no creas que soy insensible a tu pena —acabó por decir con voz melosa, obligándose a mentir—. Al contrario. Mi única preocupación es servirte. Soy tu esclavo. Ordena y obedeceré.

—Limítate a ser tú mismo y vuelve a convertirte en el noble y buen Simón con el que cabalgaba este mismo otoño bajo estos mismos cielos.

—Ese Simón ya no existe, mi muy querida Casiopea. Murió al mismo tiempo que Morgennes.

—Entonces mi pena es doble —murmuró ella sin que Simón le oyera.

Y después de arrear a su montura volvió a colocarse a su lado, manteniéndose alerta, desconfiando de ese extraño muchacho cuya mirada se inflamaba cada vez que hablaba con ella.

—Vamos hacia oriente —dijo—. Tartaria se encuentra al nordeste de Persia. Preparémonos para un viaje largo, muy largo…

Capítulo 27

Gusanos y tinieblas, suplicio, frío y ardores.

Mirada del demonio, remordimiento y dolores.

Jacobo de la Vorágine,

La leyenda dorada

Los meses que siguieron representaron para Casiopea un largo y duro calvario. Forzada a cabalgar con un compañero del que no le hubiera importado prescindir —pero muy útil para alejar a los bandidos—, se parapetó en el silencio.

«Y pensar que era mi madre la que deseaba entrar en un convento…»

A veces dejaba escapar un suspiro. O intercambiaba unas palabras con Rufino, que se expresaba cada vez mejor y de manera menos exasperante a medida que las semanas sucedían a las semanas.

Pero lo que la iba minando, sobre todo, era el paisaje que atravesaban. Se hubiera dicho que el cielo —de un color gris plomo— se había derramado sobre la tierra, aplastando las montañas y tapando los valles. Nivelándolo todo. Cielo y tierra se confundían hasta formar una única región uniformemente gris y llana. Podían cabalgar por ella durante días, pero siempre acompañados por la misma llovizna impalpable, la misma niebla, el mismo silencio.

Cabalgar por esas llanuras era remontarse al inicio del mundo, cuando el tiempo no existía, antes de que Dios creara la tierra y la vegetación. El aire era pesado, agobiante. A menudo se sumergían en una especie de letargo o se dormían sin siquiera darse cuenta. El espacio no era más que una línea enmarcada por sus pestañas; no había ni una montaña, ni una colina, ni un bosquecillo. En el cielo, solo el halcón rompía la monotonía de los grises melancólicos que el sol se esforzaba vanamente en disipar.

A veces les resultaba difícil creer que existían. En otros momentos, jirones del pasado les volvían bruscamente a la mente, como burbujas de gas escapando del lodo. Y de nuevo se veían en tal o cual momento de su vida en que habían sido más felices. Luego volvían a abrir los ojos. Ahí estaban, siempre a caballo. Y nada había cambiado. Era siempre el mismo paisaje, la misma calma, que no tenía nada que ver con la paz de espíritu.

«Dios no ha acabado este país —se dijo Casiopea—. Por una razón indeterminada, fue a descansar cuando debiera haberlo terminado. Es el país del Séptimo Día.»

—Es peor que estar en el maaar —dijo una noche Rufino a Casiopea—. En el maaar al menos está la espuma y las salpicaduras de las olas. A veces el oleaje fooorma volúmenes. Un pájaro lanza un griiito. O la aleta de un delfíiin deja una estela en el aaagua. Pero aquí todo es siempre lo mismo. ¿Estamos siquiera seguros de avanzaaar?

—Realmente no podría asegurarlo —respondió Casiopea—. Tal vez sea esto el infierno. Hagas lo que hagas, nada cambia nunca.

—Entooonces, si puedo expresarme así, tanto da quedarse de brazos cruzaaados.

—Es justamente lo contrario. Hay que pelear.

—¿Peleaaar? Pero ¿cooontra qué?

—No contra qué, sino para qué. Para dar testimonio de aquello en lo que se cree. La esperanza. El movimiento. El cambio. Pelear, justamente, porque tal vez todo esté perdido de antemano. Pelear por existir, sin odio ni cólera. Simplemente para estar vivo. Debes tener confianza y seguir avanzando. Al final aparecerá algún signo.

—Antes del finaaal, espero… —rezongó Rufino.

Cuando se detenían para acampar, Casiopea le encontraba a la comida un sabor a polvo, y al vino una acidez de vinagre. Ya no tenía apetito, pero se esforzaba en proporcionar a su cuerpo aquello que necesitaba para proseguir su búsqueda. En el curso de esos demasiado escasos momentos de distracción, Casiopea disfrutaba de una orgía de imágenes. Camellos, algunos cargados con un pesado equipaje, y otros liberados de sus fardos, entraban o volvían a partir del khan. Generalmente iban cargados de muebles y de tiendas dobladas, de armas y de odres medio deshinchados, que había llegado el momento de llenar. Pero a veces uno de ellos llevaba un cargamento tan enorme de utensilios de cocina, platos y barreños de cobre, que tintineaba sonoramente, con un ruido de nave amarrada.

De un palanquín montado sobre un gran camello blanco, con el pecho adornado de joyas, descendieron cuatro mujeres. Su velo no estaba tan cerrado como el de las muhalliq y dejaba ver sus ojos enmarcados de khol y una cadenita de oro que pasaba por sus fosas nasales. Con sus muñecas y sus tobillos cubiertos de ornamentos, y charlaban entre ellas tapándose la boca con una mano decorada con henna para ahogar sus risas. Cuando vieron a Simón, desaparecieron rápidamente.

Other books

The Theory of Games by Ezra Sidran
Dance with Death by Barbara Nadel
In Springdale Town by Robert Freeman Wexler
Scene Stealer by Elise Warner
Tourmaline by Randolph Stow
Bloodlines by Susan Conant
Just Plain Weird by Tom Upton
Curse of the Second Date by Marlow, J.A.
Hard Time by Shaun Attwood, Anne Mini, Anthony Papa