Las siete puertas del infierno (19 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Háblame, o…

Pero el fuego seguía lamiendo el perímetro de la antorcha, crepitando suavemente. Era inútil amenazar a las llamas. Lo sabía. El fuego podía morir aquí, sobre este pedazo de madera, y seguir ardiendo en otra parte.

«Ya que los dioses quieren ofrendas, les entregaré una…»

Acercó las llamas a su pedazo de cruz truncada.

—Come —le dijo a la antorcha—. Regálate…

El pedacito de madera no se encendió inmediatamente. Empezó a calentarse, a chisporrotear y luego a ennegrecerse. Y después, como si hubieran nacido de sus entrañas, unas llamitas empezaron a roer su perímetro. Al verlas alimentándose de la madera, Simón pensó en el cadáver de Raimundo de Trípoli, al que los gusanos habían roído también.

—Condúceme al infierno —dijo al fuego—. Tómame en lugar de Morgennes. ¡Por Casiopea!

En su mirada brillaban dos llamas incandescentes.

El fuego estaba en él.

Tenebroc

Capítulo 23

Franquean los montes y las rocas escarpadas, los valles profundos, los desfiladeros, llenos de congoja.

El Cantar de Roldán

Casiopea se volvió varias veces en su silla para despedirse de Alexis de Beaujeu. El comendador, apostado en lo más alto de las más altas murallas del Krak, vigilaba a los cuervos. A pesar de la escolta que había proporcionado a Casiopea y Simón —durante el tiempo que necesitarían para bajar el Yebel Ansariya—, temía un ataque de esas malditas aves.

Hubiera sido un ataque suicida, pero los cuervos —como sus amos, los asesinos— tenían la costumbre de operar así. Poco importaba el número de antorchas, de lanzas o de espadas que se les opusieran. Un centenar o miles de ellos caerían; pero una decena conseguirían pasar y sembrarían la destrucción y el terror entre sus enemigos.

Murmuró una oración, sin estar muy seguro de que fuera escuchada. Qué importaba. No rezaba para eso.

En cuanto a Simón, un cúmulo de pensamientos contradictorios le atormentaban. Pensaba una y otra vez en su experiencia del cementerio. Su pedacito de cruz se había consumido por entero, y lo había abandonado en el polvo de las tumbas. Ahora que había cumplido con esos famosos ritos propiciatorios, tan caros a las divinidades antiguas, ¿le darían lo que deseaba tan ardientemente? ¿No solo salvar a Morgennes, sino hacer feliz a Casiopea?

«No —rectificó—. No tengo necesidad de su amor. No en un principio…»

Lo que quería por encima de todo en ese momento era poseerla, solo poseerla. Tenerla toda para él. Pegar sus labios a los de ella y meterle la lengua en la boca, sentir chascar contra sus dientes el esmalte de los dientes de Casiopea, pasarle una mano por los cabellos, apretar su seno con la otra y hundirle la rodilla entre las piernas…

«¿Por qué no tengo derecho a un simple beso cuando los asesinos hicieron lo que quisieron con ella cuando la capturaron?»

Se decía, sobre todo, que si conseguía hacer salir a Morgennes de los infiernos, tal vez Casiopea tuviera más tiempo para él. Y luego, ¿quién sabía? Tal vez a Morgennes le gustara la idea de que se casaran. ¿No formaban acaso una buena, una magnífica pareja?

—Simón —le dijo Casiopea—, para. Me das miedo. Tengo la impresión de que te oigo pensar… ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

El no respondió.

—¿Simón?

—Avancemos —replicó en tono seco—. Hablaremos más tarde.

Cuando llegaron al pie del Yebel Ansariya, la escolta se alejó para subir de nuevo hacia el Krak. Por encima de ella, una noche de pájaros se arremolinaba peligrosamente. Luego la escolta desapareció en un recodo del camino, y Casiopea miró alrededor tratando de orientarse.

Hacia el este: ese era su objetivo.

Se aseguró de que las rocas no ocultaran ningún peligro, como la noche anterior.

—Si lo que me contó Alexis es cierto —le dijo a Simón—, los asesinos no salen durante el día. Deberíamos poder cabalgar tranquilamente. Lo único que nos falta es encontrar a los muhalliq en alguna parte del desierto.

—El desierto es grande —dijo Simón.

—Lo sé. Pero basta con caminar de un punto de agua a otro. Los conozco todos, confía en mí. Si no están en el primero, estarán en el segundo. Y si no están en ese, tal vez estén en el siguiente. No te preocupes, no nos perderemos…

«De todos modos, ya estoy perdido…», pensó Simón.

Simón no creía en el Flegetonte, ese río de fuego que supuestamente corría por los infiernos. Para él no era más que una leyenda, propagada por gente como Chefalitione. Sin embargo, solo unas horas después de haber franqueado la línea que separaba el desierto de la llanura, juró haberlo visto. Más de una vez Simón lo oyó chisporrotear a su lado, mientras su yegua avanzaba con esfuerzo. Sentía en su pecho un soplo cálido, bajaba los ojos, creía ver toda una franja de desierto en ascuas, y luego… nada. Solo un polvo de oro orlado de azul y la aplastante luz del sol.

—¿Dónde está tu primera fuente? —dijo jadeando, al cabo de varias horas de cabalgada.

Casiopea tendió el brazo hacia delante.

—Por ahí.

—¿Estás segura?

—Completamente.

Entonces Simón detuvo a su caballo y desmontó. Después de enjugarse la frente, sacó su cantimplora y bebió un trago. Luego vertió un poco de agua en la palma de su mano para dar de beber a su yegua y a la de Casiopea.

—Hay que darles de beber —explicó—; si no, no aguantarán.

Casiopea le miró y bebió un poco también ella. El agua estaba caliente, muy caliente. Francamente desagradable. Sabía a cuero viejo.

—Del invierno pasamos al verano —dijo Simón—. Todo en apenas media jornada a caballo.

Volvió a montar y se alejó en dirección al sol. Un sol inmenso, que brillaba de un modo tan insoportable que Simón creyó que se trataba de otro sol, de un sol que existía solo para este desierto, un sol que dirigía todos sus fuegos contra él. La arena revoloteaba sobre el suelo, picoteando las patas de los caballos, aglutinándose contra su pecho, sembrando un velo turbio sobre toda la superficie del desierto.

—¡Qué lugar! —resopló Simón—. ¿Estás segura de que hay gente que vive aquí?

—¿Conoces alguna región del mundo donde no viva nadie?

Simón rebuscó en su memoria, pero no encontró ninguna. Incluso el Robat el-Khaliyeh, ese aterrador desierto al que los árabes llamaban el «Gran Vacío» y donde el poeta demente Abdul al-Haz-red había errado durante diez años, lo atravesaban las caravanas. En cuanto al Sinaí, más al sudoeste de su posición, ¿no era acaso la patria de los maraykhát y los ofitas, esas tribus de beduinos que se calificaban de «hijos de los escorpiones y las serpientes»?

—No —respondió Simón con una extraña entonación—. Realmente estamos por todas partes…

Casiopea levantó las cejas y soltó una risita.

—¡Oyéndote, casi se diría que somos una enfermedad!

—A veces me pregunto si a la tierra no le iría mejor sin la humanidad.

—¿No decías que la tierra había sido creada por Dios para nosotros?

—La tierra, tal vez. Pero ¿este desierto? ¿Crees realmente que ha sido Dios quien lo ha creado?

Esta vez fue Casiopea la que no respondió. Porque, efectivamente, ese desierto —el desierto de Samiya— parecía una llanura surgida de los infiernos. ¿Tal vez en otro tiempo había habido aquí un gigantesco precipicio que el infierno había aprovechado para remontar a la superficie de nuestro mundo? En todo caso, esta vasta extensión de arena hacía las funciones de muralla para las montañas donde se agazapaban los asesinos. Saladino la había franqueado en 1176, cuando había asediado Masyaf, feudo del aterrador Sinan, el Viejo de la Montaña. Pero su esfuerzo había sido inútil. Unos meses más tarde había tenido que desandar el camino con sus ejércitos sin haber conseguido sacar de su madriguera al jefe de los asesinos.

—Qué curioso que «desierto» sea un nombre masculino —dijo Simón.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Casiopea—. Explícate.

—El desierto es una mujer, estoy seguro. Tan cruel como una mujer, e igual de indiferente a todo lo que pasa a su alrededor. Como las mujeres, tiene senos, esos oasis en los que soñamos con mojar nuestros labios…

—Vaya, hablando de oasis, ¡precisamente ahí hay uno! —exclamó Casiopea—. ¡Qué extraña coincidencia!

Casiopea creyó despertar de una larga y penosa pesadilla para mecerse en un dulce sueño. Un instante antes hubiera jurado que allí no había nada, y ahora, en cambio, distinguía un pequeño oasis bordeado de palmeras datileras donde abrevaban los animales: antílopes y una vieja pareja de leones, que se alejaron al verles. Aquí, como en todas partes, el caballo era el animal noble por excelencia. El que tenía derecho a beber antes que todos los demás. Sobre todo si el hombre lo montaba.

Los antílopes se alejaron velozmente, mientras los leones, sin duda más perezosos —o más fieros—, escalaban con parsimonia la duna más próxima. Desde allí observaron cómo Simón y Casiopea conducían a sus monturas a la poza del oasis.

Una docena de palmeras doblaban la cabeza en dirección al agua como si quisieran contemplarse en ella. Los troncos temblaron al unísono cuando Simón y Casiopea ataron sus caballos a uno de los árboles. Se hubiera dicho que sus palmas transmitían el mensaje: «¡Intrusos! ¡Vigilad!».

Casiopea se inclinó hacia el agua. Una onda recorrió su superficie cuando se aproximó. Podía ver su rostro en ella. Sus cejas, que volvían a crecer. Y sus cabellos, que le caían en cascada sobre los hombros. La impresión que tuvo al sumergir la mano en el líquido fue como de un beso. Estaba tibia y particularmente clara. Le dio un poco a su halcón, cuyas heridas ya habían cicatrizado, y le acarició suavemente el plumaje mientras bebía.

«Es extraño —pensó—. Se diría que este oasis ha aparecido solo para nosotros… Como si un instante antes también aquí hubiera habido solo un agujero, que ha colmado con su llegada.»

—Gracias —murmuró.

—¿A quién das las gracias? —preguntó Simón, mientras Casiopea veía aparecer su reflejo en el agua junto al suyo.

—A los dioses desconocidos.

—Esto me recuerda una histoooria… —gruñó Rufino.

—Nos la contarás más tarde —le interrumpió Simón—. Damos de beber a los caballos, llenamos nuestras cantimploras y listos. No tenemos tiempo que perder en peroratas.

—Oooh —dijo Rufino, ofendido.

—¿Quieres beber? —le propuso Casiopea, para consolarlo.

—¡Pooor favor!

Casiopea cogió agua formando una copa con las manos y las acercó a los labios del anciano obispo de Acre.

—Creía que sobre todo no había que darle de beber —comentó Simón.

—Solo un poquito —respondió Casiopea—. No puede hacerle daño, y le gusta tanto…

Cuando hubo terminado de beber y toda el agua empezó a escurrirse por la base de su cuello, Rufino exclamó satisfecho:

—¡Qué delicia! ¡Oooh, qué bueno!

Considerando probablemente que no había peligro, la leona y el león encaramados en la duna se levantaron bostezando. El león incluso se arriesgó a lanzar un tímido rugido, para invitar a los antílopes a volver. Y cuando Casiopea ofreció de beber a su halcón, los animales volvieron a ocupar su puesto a la sombra de las palmeras.

Después de haber saciado su sed, los viajeros montaron de nuevo.

—Mirad —dijo Casiopea—. Se diría que las palmeras nos desean un buen viaje.

Simón se volvió sobre su montura y vio cómo los árboles se mecían al viento con un movimiento de péndulo.

—Es solo el viento…

¿Cuánto tiempo hacía que cabalgaban? El sol ya había sobrepasado el cénit, y la sombra de los dos jinetes no paraba de alargarse.

—Debe de ser entre nonas y vísperas —dijo Casiopea—. En todo caso nos dirigimos rápidamente hacia el fin de la tarde.

—Es evidente —comentó Simón—. Hagas lo que hagas, siempre te dirigirás hacia el fin de la tarde. Incluso estando metida en tu cama.

Casiopea se dijo que más valía no responderle. Estaba ansiosa por encontrar a los muhalliq. Y una vez entre ellos, ¿quién sabía? Tal vez encontraría una buena excusa para separarse de Simón. «Lástima. Hubiera podido ser un buen amigo. Pero como enamorado es verdaderamente insoportable…»

De pronto, un crujido bajo los cascos de sus caballos les intrigó.

—¿Qué ocurre? —preguntó Casiopea—. Se diría que el desierto cruje, como un bosque.

—Extraño —dijo Simón—. Realmente extraño.

Por más que avanzaran al paso, seguían oyendo siniestros crujidos a intervalos más o menos regulares. Luego se volvieron sistemáticos. Sus caballos avanzaban entre un continuo ruido de vidrios rotos.

—Voy a ver —dijo finalmente Casiopea.

Bajó de la silla y se inclinó hacia delante. Apartando un poco de arena con la mano, puso al descubierto la punta de una gran cáscara.

—Me pregunto qué clase de pájaro ha podido poner un huevo como este —se interrogó en voz alta.

Imitándola, Simón también puso pie a tierra y se inclinó sobre los huevos que se encontraban enterrados en la arena.

—¿Huevos de dragón? Me han dicho que en otro tiempo encontraron algunos en el Krak de los Caballeros.

—Su cáscara sería más sólida —declaró Casiopea.

—Tal vez sean huevos de avestruuuz —dijo entonces Rufino.

—No —repuso Simón, levantándose con un cráneo entre las manos.

Capítulo 24

Tenía conmigo a
djinns
que estaban a mi servicio.

Sohrawardi,

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